Kintsugi, el arte de sanar y perdonar

Colombia es un país que solo puede narrar su historia a partir de las cicatrices imborrables de la memoria tras un conflicto armado de más de 56 años que nos ha dejado una herida abierta difícil de sanar. Sin embargo, estas cicatrices que impregnan nuestro cuerpo enaltecen nuestro dolor y lo hacen más bello. Simplemente está en nuestra esencia; nuestro cuerpo está hecho de lágrimas y sufrimiento, un cuerpo imperfecto en el que las cicatrices nos hace cada vez más fuertes y viven en nuestra memoria para sanar nuestras heridas.

Por esta razón, solo la construcción de una memoria colectiva y la conciencia sobre el cuerpo y el dolor es capaz de sanar y reparar las huellas de la violencia. La construcción de la paz no se expresa a través de un papel o de cifras abstractas e intangibles, se manifiesta mediante los actos sociales y el rostro de las personas que encaran la bestialidad de la guerra a través de lágrimas y cicatrices que trazan su cuerpo.

El arte para reparar la fragilidad del cuerpo

Hace algún tiempo comprendí que hay cicatrices tan profundas que parecen imposibles de sanar, heridas que enternecen nuestros sentidos con frialdad, una amargura que nos abate con violencia. Sin embargo, las cicatrices son los rastros del dolor, de aquel sufrimiento que ha hecho parte de nuestra memoria, pero también es aquel instante en que las heridas empiezan a restaurarse. Esa fisura imperfecta que contiene una historia. Es por eso que, en el arte tradicional japonés, desarrollaron la técnica del kintsugi, como una forma de enaltecer la belleza de la imperfección por medio de rellenar las piezas agrietadas con oro. Esta técnica, en esencia, permite mostrar que cuando algo se quiebra, esas piezas que parecen frágiles e imperfectas, no se desechan ni se olvidan, sino que se reparan como símbolo de fuerza y resistencia.

Muchas veces nos dejamos invadir por aquel dolor que forja una ruptura en nuestra vida; como la tristeza de una pérdida, las desilusiones y la fragilidad de nuestros corazones. Todos de alguna u otra forma tenemos cicatrices visibles e invisibles que hacen parte de nosotros y muchas veces no podemos escoger lo que se rompe en nuestras vidas y mucho menos saber cómo reaccionamos ante esas piezas quebradas. Sin embargo, el arte nos muestra que hay otras miradas de la realidad, desde la importancia de enmendar los corazones maltrechos con hilos dorados para hacerlos más fuerte.

Manos de María Reyes López, envolviendo las piezas quebradas de cerámica para los talleres de Kintsugi.

Una mirada desde la reparación

Todo comenzó el viernes 15 de marzo, cuando llegué a la ciudad de Medellín. Un lugar rodeado de imponentes montañas y de la frescura de verdes paisajes. En ese momento, no podía evitar pensar en todo el dolor que habían cargado estas tierras. Antioquia, por su parte, había sido uno de los departamentos más golpeados por el conflicto armado. En ese momento, mil sensaciones invadían mi cuerpo, pues conocería el rostro de las personas que se ocultaban tras esas escalofriantes cifras que ha dejado la violencia en Colombia.

Eran casi las dos de la tarde cuando llegamos a la IV Brigada del Ejército Nacional en Medellín. Yo me encontraba acompañando al equipo de la Fundación Prolongar para poder observar el proceso que esta organización viene haciendo desde octubre del 2018, en el marco de un proyecto de reconciliación y sanación de trauma de sobrevivientes del conflicto armado. Estas sesiones se realizaban con tres grupos distintos: veteranos retirados de la Fuerza Pública, civiles y personas en proceso de reintegración.

Cuando llegamos, tuvimos que esperar un rato mientras nos dejaban ingresar a las instalaciones, y mientras tanto, me fijé detenidamente en las personas que iban llegando; algunos venían en sillas de ruedas, otros en muletas o portando gafas oscuras, pero todos mostrando una sonrisa calmada y ligera. Nos dirigimos a un salón iluminado por la claridad del Sol, rodeado de paredes blancas y un ambiente de serenidad y quietud donde tendría lugar el taller. Para mí ese lugar era como un templo, donde sentías mucha paz y tranquilidad, la sillas estaban distribuidas de tal forma que se pudiese establecer un diálogo y observar el rostro de las personas.

Lo interesante es que hacia el lado derecho del salón, se encontraba lo que se consideraba como “la mesa sagrada”, que era una mesa cubierta con lo que parecía ser un mantel hindú; lleno de lentejuelas, perlas y telas de colores exóticos; en el centro había una vela blanca encendida, unas esencias, un pequeño instrumento de madera que sirve para la meditación y pequeñas cocas con resina dorada en su interior.

Veteranos retirados de la fuerza pública reunidos en un salón de IV Brigada del Ejército Nacional en Medellín.

En ese momento, Renata, quien es la directora de metodologías de la Fundación Prolongar, una mujer que transmite cierta naturalidad y frescura en su forma de hablar, inició el diálogo preguntando a los integrantes cómo se sentían en su proceso. Muchos de ellos hablaron sobre el autocontrol y el perdón, el poder recordar para olvidar, en cómo a lo largo de las sesiones habían entendido que tenían que arrancar todo el odio y el rencor que de alguna forma los despedazaba en el interior, en la forma en que la respiración los ayudaba al manejar el estrés, y la manera en que estaban aprendiendo a reconciliarse con ellos mismos.

Lo que yo quería poder explorar allí era sobre cómo el arte podía iniciar procesos de resiliencia y transformar el trauma y el dolor en una forma de fuerza y resistencia. Pero me encontré con miradas y relatos que me hicieron escurrir un par lágrimas y lo que vi era mucho más fuerte de lo que yo me alcanzaba a imaginar. Así que, al estar en ese lugar, me di cuenta que los relatos son una forma muy poderosa de sanar las heridas, porque nombrar los hechos es una manera muy valiosa de reconstruir las memorias olvidadas y los sentimientos que hemos experimentado a lo largo de nuestra vidas.

Memorias y relatos

Raíces de vida

Me acerqué a Jair cuando vi que se encontraba solitario observando detenidamente un reloj plateado que sostenía entre sus manos, parecía que se encontraba desconectado de su entorno, como si un pensamiento lo invadiera en ese momento. Quise acercarme, María había mencionado que Jair debía irse rápido, así que me acerque a él, me senté a su lado y me dijo - me encanta estar aquí, pero debo irme porque trabajo como vigilante de seguridad en un edificio a las cinco y media- en ese momento eran las dos y media y el taller aún no había comenzado, de modo que comprendí cuál era su preocupación.

Hablamos sobre cómo su trabajo era bastante pesado porque tenía un turno de cinco y media de la tarde hasta las cinco de la mañana. Me preguntó que de dónde venía y yo le dije que de Bogotá, me dijo que él era del Chocó, pero llevaba viviendo en Medellín desde hace catorce años. Le dije que, si él conocía Bogotá, y fue ahí como comenzó a construir su relato, él había estado algunas veces en Bogotá porque allí le hicieron algunos tratamientos psiquiátricos y terapias para lidiar con la depresión y el estrés postraumático que le había dejado el conflicto armado. Me dijo que al principio él no lograba conciliar el sueño, se sentía ansioso y tenía muchas pesadillas que le hacían recordar su dolor.

Se les hizo extender las manos y permanecer en silencio durante un rato para sentir las piezas quebradas y reflexionar sobre ese objeto.

Me contó la historia: "Yo estuve secuestrado tres años por la guerrilla, todo ocurrió el día en que estábamos con mi compañero luchando en un combate de fuego cruzado, desde abajo podíamos observar un helicóptero del ejército que disparaba desde lo alto, nosotros nos encontrábamos en el río y yo veía a mi compañero ensangrentado por unas esquirlas de vidrio que le atravesaban el pecho, me decía que no lo fuera a dejar y yo le dije que tenía que ser fuerte, lo que más me atormentaba era saber que ellos podían retenerme, hubiera preferido que me mataran en ese momento."

Me contó que él había escuchado muchas historias de cómo torturaban a las personas en aquellos lugares y que ese era su mayor miedo. Mientras me contaba su historia noté cómo sus ojos se humedecían, su mirada era profunda y mostraba un fuerte dolor. Me transmitía muchas emociones que enternecían mi cuerpo y un nudo atravesaba mi garganta. Así que le dije- tu eres una persona muy fuerte, valiente y vas a poder resistir a todo esto- cuando le dije esto sonrió conmovido, me miró con ternura y me agradeció. Me dijo que su proceso de reparación había sido complejo, pues muchas veces había vuelto a recaer pero que cada vez se sentía más fuerte, me contó como muchas veces se llenó de rencor, de amargura y se dejaba invadir por pensamientos de venganza. Pero que poco a poco había aprendido a ir reconstruyendo las piezas quebradas, me dijo que había encontrado la paz cuando pudo reconciliarse con él mismo, cuando empezó a controlar y manejar las emociones. Me dijo -hoy ya tengo otras formas de pensar, y aquellas raíces de amargura que alguna vez hicieron parte de mí, ya están empezando a sembrar vida-.

Desempolvando los recuerdos

Eran casi las seis de la tarde del viernes 15 de marzo, y nos encontrábamos en la IV Brigada del Ejército Nacional en Medellín, en ese momento estábamos haciendo el ejercicio del Kintsugi, una técnica ancestral que simboliza la reparación de las heridas y el dolor por medio de la reconstrucción de piezas rotas de cerámica. En medio del taller, me quedé observando con sigilo la experiencia que tenían las personas al reparar los fragmentos partidos y me emocionaba ver las expresiones de cada persona, cómo se iban conectando cada vez más buscando su reparación interna, desempolvando los recuerdos e indagando en las memorias olvidadas de su pasado, ese era el momento para sanar aquellas heridas que por tanto tiempo los habían atormentado. Noté que a algunas les costó más unir las piezas que a otras, se quedaban observando y enfrentando su duelo.

Resina dorada para pegar las piezas en el taller de Kintsugi.

Por su parte, había otras personas que parecían muy conmovidas de lograr unir las piezas, una de ellas era Jorge Luis, víctima de un secuestro por parte de la guerrilla. Cuando vi que había terminado, me acerqué a él y le pregunté - ¿cómo te sientes?- él me miró, con una mezcla de nostalgia y fuerza que me derrumbó, me sonrió y me dijo-me siento muy bien-. El nombre que le puso a su pieza se llamó “Vivir en un futuro”, y en ese momento, yo le pregunté, por qué había decidido ponerle así, entonces me dijo- porque ahora tengo la oportunidad de reconstruir mi vida junto a mis hijos- me contó que tenía cinco que amaba mucho pero que no tenía la oportunidad de estar mucho tiempo con ellos, me dijo que pocas veces los veía y que tal vez viajaría pronto para poder encontrarse con ellos, se mostraba muy emocionado por todo, como si aquel ejercicio lo hubiera llenado de fuerza para empezar a reconstruir los fragmentos de su vida.

Había otras personas que me conmovieron por toda la valentía y la fuerza que los caracterizaba en esencia, uno de ellos era Sergio, víctima de un testaferro en un combate que lo dejó casi ciego, quien me enseñó que había otras maneras de mirar y sentir con el cuerpo, la pieza que estaba reconstruyendo era un pocillo- cuando me entregaron estas piezas rotas, pude sentir esos cortes profundos con mis manos y me di cuenta que estaba completamente en la ruina, así que le di vida, porque las cosas así pierdan su valor, sé que podemos volver a reconstruirlas-.

Walter, un veterano retirado de la fuerza pública, por su parte, reconstruyó un pocillo que tituló como: “Perdón, porque algún día te hice daño”, mientras estábamos conversando en círculo entre todos, él dijo- Escuchen, sé que de pronto hay personas que nos han lastimado, pero nosotros también hicimos mucho daño y eso es lo que no hemos querido reconocer, porque siempre pensamos que el malo es el otro y eso es mentira, porque aquí no hay malos ni buenos, sino personas.

Jorge Luis, repara su pieza y reconstruye las heridas.

Civiles

Era un sábado 16 de marzo, ese día nos encontrábamos ubicados en el salón de la junta de acción comunal del barrio La América, allí íbamos a desarrollar el mismo taller de Kintsugi, pero esta vez con el grupo de víctimas civiles del conflicto armado. Allí formamos un círculo e hicimos una recapitulación de todo lo que se había trabajado en los talleres de reparación y allí empezaron a volar frases como: “Recordar, ayuda a sanar”, “las raíces son las firmeza para uno mismo”, “reconocer mis heridas”; muestra de la fortaleza que todas esas personas tenían y cómo cada vez se sentían más llenos de vida y con ganas de seguir luchando.

Taller con el grupo de civiles en la junta de acción comunal del barrio

Anita y Luis Eduardo


¿Cómo empezar a describir a esta viejita sencilla y humilde, con su sonrisa alegre y sus ojos de niña?, su nombre era Anita. Ese día llevaba una gorrita azul y un traje de color turquesa oscuro, era bajita y con la nobleza más dulce característica de nuestros campesinos en Colombia. Me senté junto a ella y se mostró preocupada porque en ese momento estaba enferma, me dijo –mijita, toca que se cuide mucho y se tome estos remedios que me recomendó una indígena que sabe de todas esas cosas ancestrales- sonreí y luego de un rato charlando, mientras desayunábamos, ella me fue contando un poco de su historia. Ella me remontó a aquellos años de su infancia, me contó que era huérfana y que vivía en unas condiciones muy difíciles junto con una señora que cuidaba de ella, pero que no había sido buena del todo, según me cuenta Anita.-Mijita, usted no se imagina todo lo que tenía que hacer- me contaba- tenía que limpiar toda la casa, barrer, planchar, lavar, de todo, además se me mezquinaba la comida, así que yo solo quise huir de ese lugar.-

Cuando Anita escapó de la casa no tenía estudio, ni tenía casi pertenencias y solo huyó a encontrar mejores oportunidades. Pero las cosas se iban a poner mucho peor, pues se la llevó una mujer que le dijo que le iba a dar trabajo, y la mujer se la llevó a un lugar donde Anita sufrió toda clase de abusos psicológicos y violencia sexual. Anita me contó que hay muchas heridas en ella que no han podido sanar, sin embargo, ella estaba en ese lugar porque sabía que había otra oportunidad de volver a empezar y de reconstruir su vida. Anita me hizo entender que la violencia tiene muchas formas de manifestarse y muchas veces esto se ve reflejado ante la vulnerabilidad que han sufrido millones de personas ante cualquier escenario hostil y que por muchos años el Estado estuvo totalmente ajeno y ausente, dejando a su pueblo frágil e indefenso ante muchos escenarios de conflicto.

Mesa sagrada del lugar donde se encontraban los artículos para realizar el taller y sanar las heridas.

Anita, ese día venía acompañada de su novio Luis Eduardo, quien también fue víctima de una mina antipersonal en medio del conflicto y que en este momento se encuentra con una prótesis que le dio la posibilidad de volver a caminar.

En medio del taller del kintsugi, hablé con ambos para mirar las piezas que habían reconstruido, Anita, por su parte, tenía un pocillo con flores verdes llamado “Dios me brinda varias oportunidades”, y se veía muy feliz mientras reparaba su pocillo. Don Luis Eduardo, reconstruyó un pocillo con flores azules que tituló “La fortaleza”, donde me explicó que esa era la fuerza que él sintió para volver a caminar, porque en el momento en que él pisó la mina, no quedó inconsciente, pero ya no podía sentir su pierna ni volver a moverla de nuevo, pero con ayuda de la prótesis y de todas las terapias que él recibió, pudo volver a moverse libremente por la tierra.

Luceira


Al finalizar el taller de kintsugi, se desarrolló un trabajo colectivo en donde cada persona debía exponer su pieza, describirla y, además, contar un poco la historia de la reparación que simbolizaba la figura. En ese momento la señora Luceira, quien sufre de una discapacidad visual, expuso su pieza titulada “Reconstruir para liberar”. Se trataba de un pocillo con un borde dorado y unas flores delicadas de color pastel. En ese momento, Luceira se refirió a esa pieza como una restauración liberadora en donde ella pudo sacar todo su dolor y sanar todas las heridas que le hicieron ver la mujer valiente que es. Finalmente, quise acercarme a hablar con ella, se había llegado la hora del almuerzo y vi que se encontraba sola. Me senté a su lado y le dije- Hola, Luceira, ¿puedo quedarme a hacerte compañía?- ella me sonrió y me dijo- claro que sí-.

Anita extiende sus manos para recibir las piezas quebradas.

Lo que pude notar es que ella es una mujer muy linda y carismática, así que quise preguntarle cómo se había sentido en la sesión, ella me relató lo siguiente:- Todas las sesiones me llenan de mucha fortaleza, sin embargo, hoy sentí que pude sacar una herida que tenía guardada dentro de mí y que no había podido manifestar en mucho tiempo, pero sacar todo ese dolor me hizo sentir libre., Cuando mataron a mi mamá yo tenía 10 años, y al poco tiempo mataron a mi hermano, en ese momento sentí que mi mundo se había derrumbado por completo. Nunca había podido llorar por la muerte de mi madre, hasta el día de hoy, sentí que pude lidiar con un duelo que tenía escondido en mi interior, ahora me siento una mujer más fuerte, y a pesar de que siento mucho dolor, me siento ligera y siento que puedo empezar a sanar y reconstruir muchos fragmentos en mi vida-.

Creo que el estar allí me permitió descubrir las raíces de un pueblo que desconocía e ignoraba, personas que me hicieron transformar mi mirada sobre la tierra en la que había crecido. Me di cuenta que no quería permanecer ajena y distante frente a una realidad llena de dolor e injusticias, voces que no han sido escuchadas y lágrimas de impotencia en un país desmemoriado. Porque estas personas me entregaron su relato y yo tan solo puedo entregar estas palabras trazadas con tinta y papel, sobre una historia que intenta mostrar el rostro del dolor, pero también de la fuerza y la reparación.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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