Así se protege La Candelaria de la ESCNNA (Capítulo 3)

En el marco de la certificación de La Candelaria (Bogotá) como área turística sostenible, se vienen adelantando acciones para prevenir la Explotación Sexual Comercial de Niños, Niñas y Adolescentes (ESCNNA) en el contexto de viajes y turismo.

Gracias a un trabajo articulado con la alcaldía local, los gremios, los prestadores de servicios turísticos, los líderes sociales y la Fundación Renacer, un grupo de mujeres fueron capacitadas como agentes protectoras de la niñez para hacerle frente a este fenómeno en su localidad. Estas mujeres son productoras informales que tienen una historia de vida que vale la pena conocer.

***

Carmen Peña, una guerrera por la vida

Carmen Peña es una mujer de 68 años de edad. Tiene la fuerza, la voluntad y las ganas de salir adelante, a pesar de los golpes que ha recibido en la vida. Su pasado no ha sido fácil, todo lo que ha vivido le ha servido para asumir con mayor responsabilidad su proceso de formación en dignificación. Realizó un curso de Infancia y Adolescencia, es brigadista de la Cruz Roja Colombiana y se ha convertido en una lideresa y defensora de los derechos de la mujer en su localidad.

El tiempo, el amor, el emprendimiento, la decisión de querer ser mejor y sanarse a sí misma, son los factores que le han ayudado para ser lo que es hoy en día. Una mujer artesana, consciente de que su creatividad y talento pueden ayudar al medio ambiente, pues además de trabajar con telas, también labora con el plástico, con las tapas de los envases y con los anillos de las latas de cerveza.

Desde que tenía 7 años tuvo su primer trabajo, luego de que le dijera a su madre “yo prefiero estar lejos de la casa, que estar aquí donde no hay nada”. Por ese entonces, su mamá la llevaba para que limpiara un negocio de zapatos, aseara las vitrinas e hiciera los mandados. Una comerciante de la zona fue quien le enseñó a tejer. Ella, en ese momento, no se lo imaginaba, pero manejar la aguja se le volvería un pasatiempo muy entretenido, además del motor para crear sus propios productos.

A la edad de 13 años fue el primer romance de Carmen, el cual dejaría una marca de esas que las mujeres agradecen y añoran para toda la vida. Su primer hijo, el primer embarazo, algo totalmente inesperado, fruto de una relación poco conocida por la familia, pues era un hombre que tenía 21 años de edad y pertenecía a la Armada Nacional. Ese hombre, a pesar de jurar amarla, no la apoyó y decidió abandonarla. Años después, cuando su hijo ya era mayor, la buscó con las intenciones de conocerlo. César Wilson Peña, como se llama su hijo, clausuró toda posibilidad: “Yo soy hijo del amor de sumercé”, le dijo. Carmen se había enamorado de otro hombre, Pablo Emilio Torres, un reservista del Ejército Nacional a quien conoció en el Hospital Militar Central, cuando ella vivía en frente. Padre de sus otros cinco hijos: Derly, Édgar, Rosita, Fredy y Jonathan Torres Peña.

“En 25 años juntos, pasaron muchas cosas, además de los niños. Él es un hombre muy inteligente, en el trabajo le permitieron estudiar una carrera, eligió medicina y se volvió camillero del Hospital Militar. Yo lo conocí muy joven, aprendí a bailar con él en las piscinas, nosotros íbamos a Fusagasugá, en Cundinamarca, porque él es de allá, y yo tengo una hermana que vive ahí, pero la vida a su lado era aguantar y aguantar. Él inició en el consumo de drogas y hoy en día está perdido en ellas. Es mi exmarido y es el causante de mucho dolor. Lo peor, fue cuando vendió la casa y nos hizo mudarnos al Llano”, confiesa.

Saday, el nieto favorito de Carmen Peña.

 

Después de este hombre y los calvarios por los que le hizo pasar en el Meta, Carmen cambió de forma radical, ha estado en cuanta entidad del Estado para ser auxiliada y obtener alguna reparación. Fueron tiempos difíciles, pues “después de estar a los pies de la guerrilla, y sentir de cerca la muerte, de tenerlos encima, de estar cubierta de tierra, entendí que yo debía hacer todo lo que pudiera para escapar de allí”.

“Al salir del Llano, con hijos y sin marido, resulté donde mi hermana en Fusagasugá. Fui a todas las entidades públicas a denunciar lo que sufrí, sin llegar a ser líder, sin ser una persona con dinero, sin ser mala, sino por el simple hecho de vivir en la zona. Yo tenía trabajo en Bogotá, me levantaba a las tres de la mañana para dejar a los niños arreglados y que fueran a la escuela, estar en la flota a las cuatro de la mañana y llegar faltando cinco para las siete al centro de la ciudad, volvía a Fusa los fines de semana a estar con los niños, repartía mi sueldo de quince mil pesos con el fin de que al final de la semana alcanzara para dejarle a mi hermana, hacer algo de mercado y comprarles un helado a los niños, esa era mi rutina”, dice.  

Han pasado 25 años desde que regresó a vivir a la ciudad de Bogotá, se ha presentado y adelantado varios procesos en las comisarías de familia y de mujer para denunciar a su exmarido. Desde que volvió, busca su proceso de reparación de víctimas, y lo único que ha conseguido son respuestas con empatía, pero ningún dinero ni reconocimiento por parte del Estado, además, le dicen que deben reiniciar todo y empezar de cero, pues “hasta la presente, usted no es víctima”, le explican los funcionarios.

“Hoy en día me he empoderado mucho, yo soy fuerte como una roca, después de la violencia intrafamiliar y la de los grupos armados. Eso es una cosa fuerte, no se la deseo a nadie en la vida”, dice refiriéndose a la pérdida de dos de sus hijos, pero la sorpresa es cuando ella se interrumpe y dice: “Lo único que me ha dolido, ha sido perder a mis hijos, porque a todos los perdí”. Pablo Emilio, el padre de los seis, no fue un buen papá, entonces un día le dije: “Usted dañó a los niños”, pues su ausencia y su mal ejemplo son cosas que los marcaron. Él me responde: “Yo no les enseñé a beber ni a fumar”. Pero yo le digo que nunca estuvo ahí para apoyarme”, explica Carmen.

Grado del proceso de preparación para la prevención de la Explotación Sexual y Comercial de Niños, Niñas y Adolescentes.

 
Con varias fotos en la mano habló de su familia, de sus catorce hermanos, los mismos que ayudó a levantar como la hermana mayor que es. Sin embargo, de ellos solo sabe que unos viven mejor que otros, y a los que más cuidó, son ahora los que más alejados se encuentran de ella. Con una sonrisa en el rostro, admira la belleza y ternura de sus hijos cuando apenas iban de los cinco a los diez años, todos formados de mayor a menor. Al pasar las páginas, las imágenes muestran su crecimiento, ella rememora lo que ha sido y es cada una de sus vidas. Como la de Rosita, quien se alejó muy joven de casa. O a sus otros cuatro hijos, cuando salían a conocer el cerro de Monserrate con sus amigos. Por último, habla del hijo que es soldado y de su hija Derly. Luego menciona a sus nietos más allegados, ríe y piensa que tiene unos nietos “muy locos”, dice con picardía.

Cierra el álbum, baja la voz y comienza a hablar de dos de ellos, uno de poca edad pero que aparenta ser mayor, del cual no recuerda su nombre, por lo que se siente apenada y extrañada, pero tiene una foto de él en la mesa de noche junto con un bombillo de cable, tarjetas, la máquina de coser y una biblia. Cuenta la forma como el niño se emocionó al verla en su primera comunión: “Tan linda mi abuelita, vino a mi primera comunión”. Susurra, inclina un poco la cabeza y su cuerpo, se acerca para que la pueda escuchar, es como si fuera a contar un gran secreto, entonces dice: “Este es mi nieto, Saday, el único que está pendiente de mí”.

Saday Peña, de 24 años, es el nieto de la señora Carmen, él tiene varios recuerdos de su abuela, “ella era muy atenta conmigo, me levantaba siempre con una sonrisa, me calentaba agua, me bañaba, me vestía, planchaba mis camisas, me tendía la cama todos los días y me ponía una charola en mi regazo con el desayuno. Luego me llevaba al colegio, me tomaba de la mano y me daba dos mil pesos o una fruta para las onces y la bendición. Al finalizar la jornada, estaba siempre puntual en la puerta esperándome. Admiro mucho su paciencia, su agilidad para inventar o mejorar cosas en sus tejidos, en la vida diaria. La habilidad para afrontar retos, su entusiasmo y sus ganas de emprender. ¿Y por qué admiro todo eso? Porque a pesar de su edad, no tiene límites. Ella es de las que no se limita, siempre cree en sí misma y eso hace que todos crean en ella. Siempre se sale con la suya, es admirable e irrepetible. Fue hasta profesora por un corto periodo en la Alcaldía de La Candelaria, enseñó crochet”, relata.

“Yo sé muchas cosas gracias a mis 68 años, tengo muchos consejos, he aprendido mucho y les enseñó a las personas que no saben nada, que están sufriendo, que dicen ¿qué hago?, que no tienen solvencia económica. Venga para acá y le enseñó una cosa bonita, y hay personas que viven de esto, de todo el reciclaje -explica- no les voy a cobrar nada, entonces dicen: “Ay, señora, pero yo no tengo cómo pagarle”, pues, precisamente, porque no tiene es que yo voy a enseñarle a hacer un arte”, explica.

“Conseguí ocho mujeres, íbamos a un prado en el barrio Lourdes, allí nos sentamos junto a una casetica, hacía frío. Ellas tomaban una clase dos veces a la semana, o en ocasiones una por semana, a veces me daban dos mil pesos o decían: “La vamos a llevar a tomar tinto”, pero yo les decía que a mí lo que me interesaba era que aprendieran, y que puedan hacer un bolsito y alguien se lo compre. Con eso no tienen que ir a robar, no tienen que ir a prostituirse, no deben quedarse esperando a que, si el marido nos les trajo de comer, entonces no tienen con qué hacerles un desayuno a sus hijos”, dice con determinación.

La máquina de coser ayuda a que Carmen perfeccione sus productos. La usa para agregar forros y cremalleras a sus bolsos.

 

Para Carmen, todo lo que uno aprende es para bien y para darle poder a otras personas, por ello, ella hace parte de la Fundación Renacer y pertenece al grupo de mujeres productoras de La candelaria en Bogotá. ¿Cómo realiza sus productos, de dónde nace su inspiración?

“A mí cuando me da una idea digo ¡Ay, voy a hacer tal cosa! A veces voy al campo y voy pasando, veo unos árboles, unas florecitas, y digo tan lindas, voy a ver si las puedo tejer, y vengo y las hago. Yo hago la hoja mirándola. Cada florecita la hago con tanto amor, porque me fascina, me encanta, todo esto lo hago por terapia, por aprender y por explorar. Yo exploro todo lo que sea reciclaje, quiero ayudar a mi planeta”, confiesa.

Las anillas de las latas de cerveza son cosas que ella recolecta desde que trabajó en un restaurante, tiene un conocido que es reciclador, a quien a veces le compra este articulo por libras, ella las lava con jabón, las separa por colores y las guarda. Tiene lleno la mitad de un costal. Hace morrales en plástico o en hilo, tiene las tiras guardadas junto a la lana y el fique. Tiene retazos de tela e hilos que enrolla y junta para adornar cosas grandes como gorros, sacos o los sombreros para tapar el papel. Suele mezclar los materiales y colores, le gusta innovar en los tejidos, sabe crochet y capotera, pero su toque especial es la puntada. “Usted puede ver la puntada en todos los artesanos y nunca la va a ver igual, porque a ellos no les sale como me sale a mí”, explica orgullosa mientras admira su trabajo.

“Muchas personas de la tercera edad no piensan en seguir trabajando, ellas piensan en morir o irse para las casas de refugio a no hacer nada, a estar como un vegetal. Qué pecado, qué tristeza. Mientras que uno tenga memoria y fuerza en las manos, desde que tenga todo el empeño, ¡uno puede!  A mí me dicen que por los años que tengo, que por todo lo que me tocó vivir, no esperan que yo haga todo lo que hago. ¡No!, antes mucho amor, mucho cariño. La vida es muy hermosa”, dice.

“Mi primer morral”, Carmen Peña.

 

“Nunca me ha gustado el maltrato, ni las cosas feas. Me gustan los programas de los derechos para las mujeres, conocer todo lo que nosotras somos y lo que nos pertenece. Quiero luchar por ese liderazgo y el emprendimiento de NO violencia contra las mujeres. Yo podría ser una líder, pero hay una cosa que me toca fortalecer, porque a veces soy muy sentimental”, confiesa.

La casa de la señora Carmen es su orgullo, porque ella la ha levantado ladrillo a ladrillo. “Todo ha sido esfuerzos míos. A mí me dicen no diga la casita, diga la casa, no diga los pesitos, diga los billetes. Todo ha sido un empoderamiento, y eso es lo que me ha subido al nivel en el que estoy ahora, comparado con lo que fui y con lo que me paso”, concluye.

Josefina Daza es una amiga de Carmen, la conoció en un coro hace aproximadamente seis años. Para ella, Carmen es una mujer con muchas luchas que camina y camina como ejercicio y como trabajo, que ha sacado adelante a sus hijos y su vivienda. “Ha pasado por cosas difíciles, pero en medio de todo es una mujer que sonríe, que es positiva, a la que le gusta escoger qué personas son las que tiene a su lado. Somos mujeres que procuramos mantenernos activas, ella, de una forma u otra, se abre con los demás. Yo creo que ella desde que se levanta está en actividades, no para un día completo en la casa, sino que desde que sale está haciendo algo, ya sea en la alcaldía o en la Casa de la Mujer o con sus proyectos”.

Invertir el tiempo libre en el coro la ayuda a distraer su cabeza, su nieto piensa que es bueno que haga algo en lo que aprende mucho y que la haga sentir viva. Como sus anhelos y las aspiraciones que se plantea para el futuro. De cierta forma, Carmen coincide con él, pues ella, a pesar de amar, valorar y apreciar su soledad, siente que esas actividades la llenan por dentro. Por ello se refugia en la Biblia Católica y lee los pasajes del libro de Mateo para pasar las veladas en compañía de Dios. “Leer y hacer mis productos son cosas que me reconfortan”, dice.

“Me gustaría conseguir un lugar donde yo pueda ir a exponer mis productos, al menos unas cuatro horas, para poder vender algo y así tener unos pocos ingresos, porque no tengo mucho para mantenerme, solo el bono de la Alcaldía, con el que compro cosas básicas como papel y jabón, por ello asisto al comedor comunitario, y aunque no quiero tener la gran casa, más de una vez he necesitado algunos pesos de más para poder terminar de construirla” dice.

“Lo único que me quedó del restaurante que tenía en el cartucho”, Carmen Peña.

 

Una de las personas con las que más comparte los ratos libres es Pedro Galindo, con él lleva 20 años, y a pesar de que no viven juntos, lo considera como un marido. Ella dice que en esta vida se ha cruzado con personas inigualables, que en varias ocasiones le han dicho: “Por usted yo meto las manos al fuego”. También se ha cruzado con muchos hombres que le han dado dolores de cabeza.

“Yo continuo a su lado, a pesar de los años y los errores. Yo no retrocedo. Si él necesita un favor, yo, por ser buena samaritana, estoy ahí. Lo inscribí al comedor comunitario, siempre lo he apoyado. No tengo rencor en el corazón, en el alma, ni en el espíritu o en mi personalidad. Creo que es por ello que el Señor siempre me guarda de los males”, confiesa.

“Los malos quieren a los malos, los buenos quieren a los buenos”, dice siempre la señora Carmen. Ella los quiere a todos. Aunque no con el amor con el que ella quiere y valora la vida. “No es como el amor que le tengo a mis nietos, porque por el amor que les tengo a ellos, es que yo ando sobre ruedas, son la razón por la que me levanto y no me duele nada”, concluye.  

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

Institución de Educación Superior sujeta a inspección y vigilancia por el Ministerio de Educación Nacional.