El chancero que medía pasos

— Pensé que su condición era de nacimiento.

— ¡Claro que no! Yo era normal, mi nacimiento fue normal, mi infancia fue normal…

***

Merjel Rivas nació en la finca de su padre, cerca de las cristalinas aguas del río Guarocó, en la vereda llamada La Siria, perteneciente a Baraya, un caluroso pueblo del norte del Huila. Fue el tercero de seis hermanos. Luis Antonio Rivas, su padre, se casó con Isabel Herrera y tuvo a Hermides, Omar, Merjel, Juan, Fernando y Orlando.

Con tantos hermanos y un presente próspero para la región, lo mejor para la familia Rivas Herrera habría sido permanecer en el campo. Pero, cuando Merjel tenía ocho años, su padre decidió marcharse Baraya a ejercer como comisario del municipio.

Merjel y su familia llegaron a Baraya cuando aún era un pequeño remiendo de barrios: al sur y al occidente, después del barrio Centro, se le unían el barrio La Cruz, San Martín, Gaitán, La Inmaculada y, al norte, el naciente barrio Antonio Baraya, que solo tenía dos casas y una escuela.

— No recuerdo el nombre, pero esa fue la primera escuela que hubo. En ese tiempo no le ponían nombre a nada, ni a las escuelas.

Los Rivas decidieron unirse al par de vecinos solitarios y a la pequeña escuelita. Luis Antonio construyó una casita en la que aún vive Merjel.

(Foto:Iván Ortiz)

Con el pasar de los años el pequeño barrio sufrió algunos cambios. Los nuevos pobladores comenzaron a construir lentamente a los alrededores mientras el joven Merjel seguía creciendo. Entre tanto, su padre, que seguía ejerciendo como comisario, también se desempeñaba como rezandero. Según relatan algunos habitantes de Baraya, don Luis Antonio Rivas fue el mejor rezandero de la época, y tal vez el mejor de todos los tiempos. Siempre llegaba acompañado de alguno de sus hijos junto con el rosario característico, el librito de rezos espirituales y las veladoras de colores rojizos. Era un ritual íntimo que culminaba con una especie de motivación.

Merjel creció en Baraya entre la escuela, el acompañamiento a su padre a los funerales y su libertad prematura. A sus 14 años, luego de una gran discusión con su papá, abandonó su casa, el pueblo y el departamento. Llegó a Bogotá y durante muchos años se desempeñó en varios oficios. Recuerda solo algunos: fue domiciliario en una empresa distribuidora de pollos, atendió una zapatería, trabajó en un club de lavado y en un billar en el norte de la ciudad.

— Como yo era normal podía andar por todos lados. Estuve en Bogotá, recorrí todo el Tolima y los Llanos. Conocí un pedazo de Antioquia, pero no Medellín. Y así.

No volvió a Baraya hasta que, trece años después, tuvo una extraña sensación en su cuerpo.

— Recién llegué a Baraya fue que comencé a quedar así. Como que me traje el virus de Bogotá, porque yo era normal.

***

Baraya era un pueblo muy distinto. Ya no era un remiendo de barrios: ahora los espacios eran casas nuevas, hechas con bloques de arcilla, con servicios de electricidad y agua y las calles de tierra ahora eran totalmente planas. Es lo que alcanza a recordar Merjel, pues se quedó ciego de forma gradual desde que regresó a Baraya.

El primer síntoma fue la distorsión visual. Veía halos y “estrellitas de colores”. El diagnóstico del primer médico que lo valoró fue contundente: glaucoma.

El glaucoma, según escribe Óscar Forero en el artículo Claves para el diagnóstico y manejo del glaucoma, es una enfermedad degenerativa del ojo que se debe al daño del nervio óptico causado por la presión intraocular. Esta presión se genera por un exceso de humor acuoso, un líquido que siempre hace parte del ojo y está en un constante ciclo de salida y entrada, pero que debido a un desequilibrio de producción genera un exceso en el órgano visual, y a su vez, la mencionada presión intraocular. El paciente experimenta dolor y en algunos casos enrojecimiento en los ojos, además de la pérdida progresiva de la visión.

(Foto:Iván Ortiz)

El tratamiento inicial fueron pastillas para reducir el humor acuoso. Su padre ya no era comisario y sus ingresos provenían de sus prácticas como rezandero y la solidaridad de sus otros hijos. La precariedad los condujo a Bogotá en busca de un mejor tratamiento, y lo encontraron.

La última esperanza de los ojos de Merjel eran dos cirugías de filtración para tratar de reducir el líquido enemigo que estaba opacando su visión. En la primera se intentaría filtrar el humor acuoso del ojo derecho, y en la segunda se haría lo mismo en el ojo izquierdo. El problema fue que en la primera operación el glaucoma era tan avanzado que solo pudieron darle a Merjel un pequeño umbral de luz para el resto de su vida. Por tanto, decidieron renunciar a la segunda cirugía y devolverse, ya resignados, aceptando el destino.

— Yo la llevaba con calma, he sido muy devoto. No me gusta maldecir ni nada porque entre más maldice uno peor le va.

***

Al poco tiempo de llegar a Baraya, alguien le dijo que en Neiva existía un lugar en donde enseñaban a caminar a los ciegos. Fue así como Merjel llegó a Asolivihuila (Asociación de Limitados Visuales del Huila), y al cabo de varias sesiones comenzó a guiarse entre la oscuridad del glaucoma.

— Me tocaba miércoles, jueves y viernes. Y sabiendo eso yo no me acomplejé, además me dijeron “Merjel, ¿Por qué no se pone a vender chances?”, y yo dije ¡claro, ahí está la movida mía!

Hizo todas las pruebas para dominar el espacio que, según el manual Discapacidad visual y autonomía personal, publicado por el ONCE (Organización Nacional de Ciegos Españoles), incluyen técnicas que utilizan la memoria, los mapas mentales, el aumento de la capacidad de la percepción háptica-táctil y la percepción auditiva, la organización espacial y el manejo del bastón.

Merjel aprendió a moverse entre las calles con una naturalidad apreciable. Movimientos que le fueron imposibles como localizar una orilla, explorar la calzada, analizar el tráfico, tomar la decisión de hacer el cruce, cruzar, abordar la acera contraria, la percepción de semáforos y hasta el tacto de escaleras, ahora eran muy sencillas. Aprendió a afeitarse, a coser, a llamar por teléfono y recibir llamadas; aprendió a lavar su ropa diferenciándola de otra, a cortarse las uñas y, tal vez, lo más importante para su oficio, aprendió a contar billetes y monedas.

***

Llegó a Neiva a principios de los años 90. Una sucursal de una reconocida empresa chancera lo recibió con una propuesta de trabajo bajo el brazo. La empresa le ofreció, más por su insistencia que por caridad, una máquina en donde el cliente podía hacer su propio chance, imprimirlo en tinta azul, arrancarlo y luego pagarlo al empleado ambulante, quien recorrería todas las calles posibles anunciando a gritos que vendía chances domiciliarios.

Decidió no hacerlo en Neiva sino en Baraya. Para ese entonces el pueblo ya tenía planta eléctrica propia, un banco, una compañía de transportes y un comercio medianamente popular. Además, las calles que fueron creciendo junto con su ausencia y posterior ceguera, las descubrió con el tacto de su bastón y en su cabeza comenzaban a ser pasillos fáciles de reconocer.

El barrio Raspa, que mereció una obra literaria por parte del escritor Antonio Palomar Avilés, estaba en el ocaso de lo que fue su época más álgida y conflictiva: un punto de encuentro de drogas, violencia y lenocinio. Merjel llegó hasta allí, atraído más por la prostitución que por la afluencia de personas para vender sus chances.

El paso de los años lo acomodó al cambio más o menos constante de los billetes. Para las monedas era mucho más sencillo. Solo bastaba pasar el índice por el número y se hacían tan identificables como el olor a tamal huilense. Los billetes eran punto aparte. Ensayó muchísimo y llegó a tal punto de precisión que podía sentir al libertador en el billete de mil pesos, sus orejas, sus ojos, su gesto inmutable.

(Foto:Iván Ortiz)

Merjel dejó de trabajar en el 2004 cuando una reforma le hizo pagar lo desconocido para trabajadores como él: Cámara de Comercio. Los impuestos los pagaba la empresa de chances, pero las nuevas normas exigían que ellos mismos, denominados como mercantiles, pagaran cierta cantidad de dinero, recursos que Merjel no alcanzaba a costear y, por ende, fue retirado de la empresa.

Cayó en depresión. No comía, no dormía y no salía. Creyó volverse loco al ver que el “inconsciente lo dominaba”, como él mismo dice, y el hecho se volvió más traumático cuando Orlando, el hermano menor que aún vivía con él en la casa de sus padres, se marchó a Bogotá en busca de oportunidades.

Para él, el trabajo se había convertido en la única forma de olvidar su condición, de pasar por alto que media vida llevaba sin ver una sola forma distinguible y que solo eso, el sentir los billetes como agua tibia, lo sacaba de una realidad obligada.

Sus hermanos, Hermides, Omar, Juan y Fernando, se reunieron, acordaron entre todos una cifra exacta para ayudarlo y le brindaron apoyo emocional durante largos años.

***

Antonio Baraya fue un prócer independentista con ideas federales, que ascendió de a poco hasta convertirse en general, traicionó a Nariño y finalmente fue fusilado al ser capturado en el Huila por las fuerzas españolas, cuando estas retomaron el control de la Nueva Granada. Antes de ser capturado, el general arrojó sus armas de oro (pues era la costumbre para no ser baleado al instante) a un pequeño charco en la zona rural del pueblo. Con el paso del tiempo ese charco se convirtió en una gran laguna que, según la leyenda popular, no tiene fondo pero sí una monstruosa anfisbena protectora de un brillante becerro de oro.

Esta historia está grabada en la memoria colectiva del pueblo. También la historia de Merjel Rivas. Él, que a sus 63 años desfila hoy en día por las pavimentadas calles del pueblo, es un personaje tan reconocido como el mismísimo prócer.

Aún vive en la casa de sus padres con Orlando, que volvió de Bogotá, y vive de la pensión que pagó durante años y que le permitió independizarse de sus hermanos.

Hermides, su hermano mayor, es pensionado del magisterio desde hace tres años y tiene un restaurante llamado El Botalón, al que Merjel llega a comer todos los días. Describe a su hermano como el más ausente pero también el más valiente de todos. Omar y Juan, que también son profesores con pensión, viven en Baraya y lo visitan de vez en cuando. Fernando construyó su casa al lado de la de sus padres y oficia como vendedor de pandeyucas y almojábanas.

(Foto:Iván Ortiz)

Merjel vive el presente entre el único hospital de Baraya, su casa, El Botalón, la tiendita de su tía Manuela y su hogar. Jamás tuvo mujer y se conformó con vivir solo siempre para gastar en sí mismo.

— Tengo diez hijos, vea: Pedro, Jacinto, José, Santiago y Chucho. Fabiola, Alba, Fulana, Presea, y Futanea. ¿Si ve? – Dice mientras se cuenta los dedos de las manos y se carcajea. Tampoco tuvo hijos.

Es común verlo en la calle caminando, contestando llamadas de alguno de sus dos teléfonos o hablando con uno de sus amigos. Es una figura reconocible por el bastón en la mano derecha y andar pasivo. Siempre lleva una camisa de color claro, pantalón de dril oscuro y zapatos negros desgastados en la punta. No usa gafas oscuras sino que deja ver sus ojos trágicamente adornados por una tela gris que cubre sus pupilas. Su reloj parlante en la muñeca izquierda le brinda la información del tiempo, y una gorra negra defiende su cara del sol infernal.

Hace años dejó de creer en la política. Suele escuchar música en su grabadora. Le encantan las canciones navideñas y no aprueba las rancheras porque su religión no se lo permite. Escucha la televisión, en aquel de 32 pulgadas que tiene en su cuarto. Le agradan las noticias y los programas de entrevistas o de investigación.

Siempre ha sido fiel a Dios, y afirma que nunca lo ha abandonado. Va a misa cada domingo y es lo más espiritual que puede. Es, en esencia, un hombre pacífico que vive en una casa descuidada sobre una loma, que quedó ciego hace media vida y lo trata de sobrellevar con la rutina. Un hombre en un pueblo con historia, un pueblo que tiene medido a bastonazos y que, gracias a la memoria colectiva, lo recordará siempre, como una evocación imprescindible en la historia de sus habitantes.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

Institución de Educación Superior sujeta a inspección y vigilancia por el Ministerio de Educación Nacional.