El tapabocas, otro problema para la gente sorda

Vivir en el mundo hace unos meses parecía abrumador: las veinticuatro horas del día se disolvían con rapidez entre compromisos, reuniones y filas eternas en casi cualquier sitio; entre tanto, el año 2020 se asomaba a la sombra de las doce uvas y los propósitos de diciembre que pronto, como es costumbre, fueron olvidados. El tiempo siguió su rumbo durante enero y febrero sin mayor problema, o eso parecía, pues lo que se venía no tenía comparación con ningún evento pasado, era quizá el equivalente a que todos hubiésemos dejado a un lado esas doce uvas de “la suerte” en año nuevo. 

Con la misma rapidez con que giraba el mundo, ocurrió lo que parecía imposible: las calles de Bogotá no estaban desbordadas de carros, el servicio de Transmilenio andaba fantasmagórico de portales a estaciones y los tumultos y cantantes ocasionales parecían extintos. A través de estos extraños síntomas, Blanca Lilia comenzó a intuir que algo grave pasaba en la ciudad donde había vivido siempre. 

Resignada y haciendo caso a su hija Evan y a su hijo Even, decidió que era hora de quedarse en casa y protegerse de ese “algo” a lo que todavía era ajena, pues no tenía mucha información y desconocía, por tanto, el Decreto 457 expedido por el Gobierno Nacional el día 22 de marzo, que exigía confinamiento obligatorio por 19 días, desde el 25 de marzo hasta el 13 de abril. En ese momento, era suficiente con lo que sus hijos les contaban, tanto a ella como a su esposo Néstor. Ellos no corrían con la suerte de enterarse por medio del televisor o “del voz a voz”, al contrario, no sabían nada de ese mal invisible que amenazaba la ciudad.  

Estando en su casa, Blanca recordó el año de 1993, cuando con tan solo 14 años y terminando sexto de bachillerato, decidió dejar de estudiar y quedarse en casa. En esa época fue similar, las circunstancias externas la llevaron a tomar esta decisión; si de sus ganas de estudiar y capacidades hubiera dependido, habría terminado con excelencia cada año escolar que le faltó, porque “ella era muy juiciosa”, según menciona su madre con orgullo. 

Cursando sexto, en los descansos del horario escolar, Lilia vagaba sola por las canchas del colegio. Ella miraba cómo sus compañeros andaban en grupos, jugando apasionadamente con una pelota, o viendo a las niñas corriendo, hablando y saltando. Los gestos de sus compañeros eran todo para Lilia, que reconocía sus intenciones por medio de las expresiones que ellos hacían o las palabras que emitían y que ella podía interpretar por la forma en que movían sus labios, sin embargo, no se interesaba en conversaciones ajenas. Ella se sentaba a un lado, y como si se tratase de leer, veía con detenimiento gestos y movimientos que iban y venían, esperando a que el tiempo se hiciera su aliado y pronto tuvieran que regresar todos al salón de clases.

Blanca Lilia durante su adolescencia. Una etapa de cambios y adaptaciones constantes. Foto de archivo familiar.

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El aula no era distinta, allí además de interpretar a sus compañeros, que a su modo de ver eran duros e indiferentes, también tenía que “leer” a su profesora. Aunque Blanca se ubicaba en la primera fila del salón, la explicación era muy compleja y debía esforzarse sobremanera por escribir lo que la profesora decía. A veces, Blanca sentía que sus compañeros atrapaban cada palabra de la docente rápidamente y las cazaban todas, sin dejarle una sola a ella, que la mayoría de las veces salía con sus cuadernos casi en blanco. Su única opción era recurrir a los rostros indiferentes de sus compañeros para poder acceder a las palabras de la profesora a través de sus apuntes. 

Cada día en aquel colegio del Tintal, era una gota que llenaba un vaso rebosante de tristeza y desilusión. Blanca se colmaba constantemente de razones para abandonar lo que más le gustaba en ese entonces: estudiar. Poco a poco, sus compañeros la sacaron del recuadro de la anhelada fotografía de graduación que nunca se tomó. En la actualidad, Blanca solo recuerda a Carmen, una profesora de primaria que llegó al colegio donde estaba cursando bachillerato y que estuvo atenta a lo que ella sentía, dispuesta a darle voz delante del rector y sus padres para que entendieran la situación que vivía.

Para entonces, a Blanca se le escapaban las expresiones de las manos y alcanzaban a salir leves palabras de sus adentros, casi como un susurro, de esa manera su infancia se dibujó entre movimientos y risas con sus compañeros.  “No tenía noción de si eran oyentes o sordos, pero yo creía firmemente en que eran oyentes”, asegura Blanca, quien con los años se enteró de que para entonces estaba rodeada de niños con discapacidad auditiva, al igual que ella. 

A su corta edad, Blanca Lilia Gómez Melo no sabía diferenciar la delgada línea que había entre los dos mundos en los que se movía, el audible y el de señas. En su casa, ubicada al sur de Bogotá,  sus padres le hablaban y la acostumbraron a verbalizar, ya que ellos nunca habían tenido cercanía con alguien sordo. Al ser la menor de tres hermanos, dos mujeres y un hombre, ellos tres sordos de nacimiento, aprendió la Lengua de Señas Colombiana (LSC).

El matrimonio entre María Lilia Gómez y Julio Alberto Pulido afrontó con fortaleza la llegada de cinco hijos sordos, sin dejar de lado los retos que esto implicó. “Es muy duro, muy fuerte recibir ese primer hijo sordo, una noticia que nadie se espera”, recuerda María Lilia con angustia, tras preguntarle sobre cómo fue recibir esa primera niña con discapacidad auditiva de la familia. 

Esta madre de cinco hijos afirma que, aunque no hablaba desde el principio con lenguaje de señas, sus hijos le entendían perfectamente. Frente a esto el Instituto Nacional para Sordos (INSOR) asegura que es completamente necesario que los padres de un niño sordo adquieran la lengua de señas o que al menos estimulen la parte visual con dramatizados o dibujos, pues el campo de comunicación de las personas con discapacidad auditiva es lo visual. María Lilia veía esto lejano, pues aunque una cosa no tenía que ver con la otra, el no haber aprendido a leer y escribir la llevaban a pensar que la lengua de señas era aún más inalcanzable.

La familia Bustos Melo, la pieza que ha permitido que las barreras de la lengua no sean tan grandes. Foto de Michelle Tenjo.

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En consecuencia de esto, de pequeña, Blanca siempre procuraba oralizar lo que quería decir, derrumbando el preconcepto de las personas oyentes, que creen que los sordos son también “sordomudos”. Esto no es del todo cierto, pues sus cuerdas vocales se encuentran en perfecto estado pero no aprenden a manejar su voz a temprana edad como los demás, aunque es posible hacerlo para facilitar  su integración con los oyentes. El proceso cuesta mucho y entidades como la Federación Nacional de Sordos de Colombia (FENASCOL) no le dan el visto bueno, porque es preferible que un niño sordo se desarrolle y desenvuelva en una lengua adaptable a su condición como la lengua de señas. 

Cuando Blanca tenía entre 11 y 12 años, su hermano mayor Julio Alberto Gómez Melo, el “bendito entre las mujeres”, como resalta su madre, le explicaba a Blanca, moviendo sus dedos, “haga así para decir tal cosa o tal otra”. Blanca le respondía que ella no entendía la necesidad, dado que se acostumbró a esforzarse para hablar de manera audible y además de esto es una mujer poco espontánea; su carácter es tímido y tranquilo, no le gusta imponerse y tampoco se relaciona con facilidad. 

Estos rasgos de su personalidad la hacían sentir muy avergonzada cuando hablaba en señas, pero la pena es un lujo que las personas con discapacidad auditiva no se pueden dar, dado que “señar”, implica mover brazos, manos y cada falange de sus dedos, también los ojos, las cejas, fruncir el ceño, incluso mover sus labios. Dialogar de esta manera va más allá de moverse, tiene técnica, y como toda lengua maneja un abecedario y se rige por su propia sintaxis, pragmática y gramática. Las manos moldean cada conversación, y es así como el alma puede viajar entre sus dedos.

Blanca se desenvolvió en ese lenguaje gracias a Néstor Alberto Bustos Bustos, a quien le aplicaron la vieja premisa de “la letra con sangre entra”. En la escuela a donde fue de niño, usaban un modelo de enseñanza europeo que lo obligaba a hablar, a escribir y a manejar una lengua que le entraba en contravía. Le impusieron algo que no se le daba. Con rabia y decepción, con movimientos bruscos de sus brazos, cuenta que “hay personas que con lenguaje de señas sacaron adelante una carrera profesional, maestría y hasta doctorado”, reiterando que haber aprendido el español primero, por muchos años significó un error y un retraso para avanzar en la academia. 

En la actualidad Néstor mira con buenos ojos que ahora se ha avanzado en respetar la Lengua de Señas Colombiana, pues a él le tocó vivir en un país y en una época donde ni siquiera se había aceptado de manera oficial esta lengua, dado que hasta el año 1996 fue reconocida la LSC como la lengua manual de Colombia. Para entonces, él ya había cumplido los 28 años, había dejado atrás esos años de colegio que sufrió aprendiendo a usar su voz y otra era su vida manejando la lengua de señas a la perfección, hasta el punto de convertirse en profesor de señas para instruir a personas en su misma condición. De esta manera, Nestor buscaba evitarle a otros la imposición del mundo audible y enseñarles el arte de “señar” a los oyentes interesados por esta lengua. En su ir y venir, la vida llevó hasta la casa de Néstor a Blanca para trabajar en las labores del hogar, ella con 17 años, ya había pasado por varios trabajos. 

La interpretación va más allá de capturar las palabras, hay que entender la idea global.
 Foto de Michelle Tenjo.

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Sentada, Blanca mueve sus brazos con suavidad en el aire, como si pintara. Retrata aquella época con lujo de detalles, que se hacen visibles en la forma que sus cejas, ojos y boca se desplazan, causando curvas leves en sus cachetes. La composición de estos movimientos condensa calles, lugares, personas y miradas, en especial aquellas que Néstor le ofrecía a Blanca en aquellos años, y que como ella ilustra fácilmente, entendía a la perfección, pues las señas no era necesarias para entender lo que Néstor sentía. Así es el amor, tiene su propio lenguaje.

Blanca estaba enfocada en su trabajo y no le llamaba la atención un hombre 11 años mayor que ella, pero él insistía en invitarla a salir. Tiempo después Blanca aceptó, cuando ya rondaba los 18 años y se preparaba para firmar su primer contrato laboral, pues antes solo había ejercido en trabajos informales. No recuerda muy bien el nombre de la fábrica, pero no olvida su ubicación al sur de la capital ni que se dedicaba a ensamblar los envases para el enjuague bucal. Allí vivió una de las mejores experiencias laborales, gracias a sus compañeras y compañeros que la trataban amablemente y según ella: “Eran muy chéveres, trabajábamos hombro a hombro, realizábamos las mismas labores, y les gustaba saber cómo aprendí a hablar, aun sin escuchar”. 

Todo cambió cuando la empresa cerró, Blanca duró apenas un año trabajando arduamente, así la recuerda su compañera de trabajo Margot, quien se refirió a Blanca como una mujer: “Responsable y determinada, una persona que realiza cada labor de manera excelente”, palabras que la definen muy bien y que se reflejan hoy en su hoja de vida.

No obstante, aún teniendo un currículum excelente y habiendo demostrado que podía realizar cada trabajo sin problema, cuando la llamaban de alguna empresa se sorprendían de encontrarse con una persona sorda. Específicamente su historia clínica determina hipoacusia profunda en el oído izquierdo e hipoacusia moderada en el oído derecho, es decir, que puede escuchar leves susurros por el oído derecho, sin embargo, su condición era motivo suficiente para que muchas empresas le cerraran las puertas. 

Desafortunadamente, esto ocurre porque la discapacidad auditiva es invisible, a diferencia de la ceguera o las incapacidades del movimiento, que físicamente son notorias, la sordera no se ve y por tanto las personas no conocen específicamente la implicación de la misma. Lo que conlleva a que algunos empleadores se fijen en ese detalle para determinar las aptitudes laborales de las personas sordas.

Las señas son más que palabras, condensan expresiones, sentimientos y recuerdos. Foto de Michelle Tenjo.

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Se nota claramente la impotencia y desilusión con la que Blanca se refiere a su experiencia laboral. Sus manos con movimientos firmes representan lo difícil que es para la población sorda hacer cumplir su derecho al trabajo. Estando con ella, la observo con detenimiento e intento comprender alguna palabra contenida en las señas de esta mujer que, aunque introvertida, demuestra muchos deseos de expresarse a través de las señas. Finalmente, pese a mis esfuerzos, no consigo entender sus enunciados pero, para mi suerte, no nos encontrábamos solo las dos, allí en la sala de su casa nos acompañaba una persona con la capacidad de escuchar las palabras y llevarlas al campo de lo visual, y viceversa. Desde temprana edad, ella creció en un mundo bilingüe, puede leer y hablar en señas, además de escuchar y escribir en español, se trata de Evan, su hija menor, quien es hoy una excelente intérprete. 

Cuando Evan era niña ignoraba la condición de sus padres, pues desde temprana edad no paraba de hablar. Un día su padre la tomó, y haciendo uso de algodón, le tapó sus oídos, él le preguntó a su modo si podía escuchar, la niña negó con la cabeza, y su padre le indicó señalándose a sí mismo y gesticulando “así estoy yo, no escucho nada”. Entre llanto, Evan le pidió a su madre que le enseñara la lengua de señas para poder hablar con  su padre. Así se abrió paso a lo que hoy para ella es un orgullo: ser intérprete. Al igual que Even, su hermano mayor, el primero que sorprendió a sus padres al nacer, pues ellos estaban preparados y dispuestos a recibir un bebé sordo, el cual nunca llegó, ya que Even escucha claramente. Evan y Even son el mayor regalo de Blanca y ahora su mano derecha. 

Recientemente, al enterarse que ya podía salir después de meses de confinamiento, Blanca, a sus 41 años, se estrelló con un entorno aún más indiferente y discriminatorio, ya no podía leer los labios del tendero donde compraba lo que hacía falta para el almuerzo y hacer trámites de cualquier índole se convirtió en una tarea imposible, pues la única herramienta que utilizaba para entender a los hablantes había perdido validez.  El uso del tapabocas imponía una barrera más entre el mundo audible y el mundo del silencio. Quedó obsoleto el viejo truco de leer los labios, como si un día, alguno de nosotros saliera y todos a nuestro alrededor hablaran sin hacer uso de una de las vocales, a eso equivale que los sordos pierdan la visión de la boca, como lo explica Daniel Felipe Gutiérrez, lingüista de la Pontificia Universidad Javeriana, debido a que el lenguaje de señas es viso-gestual. 

La vida se le complicó a Blanca, la última experiencia para conseguir trabajo fue realmente tortuosa. La recibió una mujer de recursos humanos, de humanidad cuestionable, que saludó a Blanca con un gesto brusco y cuyo tapabocas escondía una malacara. Blanca ya intuía, sin sorpresa alguna, lo que estaba por suceder, y en efecto no se equivocó. La señora se empeñó en hablar bajo y rápido, Blanca no entendía nada, le pidió el favor de hablar más duro, de vocalizar y si era posible bajarse el tapabocas por un momento, con esto último, parece que la entrevistadora se exaltó y agudizó  su antipatía, acelerando el proceso, diciéndole a Blanca: “Firme, firme aquí de una vez”; sin preguntas, ella firmó,  no había entendido de qué trataba su nuevo empleo, y con el pasar de los días, ese rostro tosco e inmutable que la recibía cada mañana, hizo imposible que realizara su labor de manera excelente como acostumbraba, en consecuencia de esto, decidió renunciar, algo que no solía hacer.

 “Gracias a Dios tengo a mis dos hijos”, mencionó Blanca con una señal que lleva su mano y su mirada hacia el cielo, refiriéndose a los intérpretes que le había puesto en su camino, que con la llegada del coronavirus han sido su apoyo para comunicarse con el mundo cubierto por la mascarilla. Even y Evan se turnan para acompañarla al médico o a entrevistas laborales. Pero Blanca no deja de pensar en el día en que ellos se ocupen en sus labores.   

Blanca crea lazos muy cercanos y profundos con sus compañeros de trabajo. Foto de archivo familiar.

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Sin saberlo, Blanca se ha enfrentado a lo largo de su vida a un mal invisible que se esconde en todas las esferas de la sociedad tras el velo de la inclusión: la discriminación. Esta palabra ha significado muchos dolores de cabeza para los derechos de la comunidad sorda, ha atravesado su vida y ha condicionado muchos sufrimientos; es una palabra que ella preferiría eliminar del lenguaje de señas. 

Como si Blanca tuviera la capacidad de guiar el futuro con sus manos, sueña que Colombia entienda lo que significa ser una persona sorda, para así construir igualdad con personas oyentes. También sueña con acceder a cines y entretenimiento en su lengua, con poder hacerlo todo sin distinción. Espera que con el mismo afán con el que se busca la cura para el coronavirus, se busque construir una Colombia para todos y todas.  

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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