A los pocos días, en el lugar en que Bochica sembró los granos de oro, Piracá encontró abundantes y hermosas plantas. De ellas colgaban gruesos granos del color del oro. Era el maíz.
El pan de maíz, la golosina
-La mantecada me sabe a aguardiente ¿será que le digo a mis papás?- Ese es el primer pensamiento que atraviesa mi mente cuando pienso en lo que me gustaba y lo que no en mi niñez. Pienso en maíz y en mantecada porque mi familia viene de la provincia del oriente de Cundinamarca donde el pan de cada día está hecho de maíz. Dos de mis cosas favoritas para comer eran las colaciones y las mantecadas, porque el azúcar me atraía como la miel a las abejas y mi insaciable hambre de dulce solamente cesó cuando llegué a la adolescencia.
Antes de hablar de amasijo de maíz hay que precisar que así se llama un grupo de productos de panadería que resultan de la harina que se hace con este grano amarillo: envueltos de maíz pelad, arepas de maíz pelado, rosquitas de maíz, mantecadas de maíz con sabor a aguardiente, colaciones y tortas de mazorca, todos rellenos o combinados con cuajada o queso, depende del producto. Al lado de estos se vende el pandebono, pan de yuca, pan de sagú o las almojábanas.
El amasijo es una tradición que aún se mantiene vigente. Desde los indígenas que fueron los primeros en descubrir que el maíz podía convertirse en masa comestible, pasando por los españoles que adoptaron esta costumbre encantados con el pan hecho de un cereal que no era el trigo, hasta nuestras abuelas y madres que recibieron la tradición de forma oral y cotidiana.
Decidí hacer un recorrido para observar cómo está el amasijo de maíz visto como tradición oral; empecé en Bogotá con Ilba y Ovidio López, dos hermanos que presenciaron cómo era esta costumbre gastronómica hace cuarenta años en Fómeque. Sentados en la comodidad de su apartamento en Bogotá recuerdan que el amasijo era lo cotidiano, aunque al verlos no parece que vinieran de un pueblo y mucho menos de una familia campesina; sus conocimientos sobre el tema revelan que de hecho sí vivieron su niñez y adolescencia alimentados con pan de maíz.
En Fómeque todos estaban acostumbrados a que el pan de cada día estuviera hecho de maíz, Ovidio recuerda que era un oficio de mujeres y que él era una excepción porque aprendió a amasar por estar pegado a su mamá mientras ella amasaba la harina de maíz. Casi todas las fincas de las veredas del pueblo tenían un horno de leña; cada familia tenía un día establecido para el amasijo, de esta forma se hacía el pan para toda la semana y no había que hornear todos los días.
Las abuelas aprendían de sus mamás y le enseñaban a sus hijas, las hijas le enseñaban a las suyas y así sucesivamente. La mamá de Ovidio era una mujer campesina que, a comienzos de los años sesenta, quedó viuda a los 40 años con seis hijos. Para entonces Fómeque aún era una sociedad fundamentalmente machista y por eso María Rosalbina no tuvo más remedio que mudarse del campo al pueblo y dedicarse a otra cosa que no fueran las labores rurales. Sin embargo, el pan de cada día no cambió, ella viajaba todas las semanas al campo a pedir prestado un horno, para poder sacar sus ‘laticas’ de amasijo y así alimentar a sus hijos cada semana.
Los hijos de María Rosalbina salieron adelante entre pobreza y pan de maíz. Dos de ellos se quedaron en Fómeque y los otros cuatro viajaron a Bogotá a trabajar y a estudiar, entre ellos Ilba, Ovidio y mi mamá. Estos dos hermanos fomequeños son mis tíos y María Rosalbina era mi abuela materna. A los granos amarillos que Bochica hizo nacer del oro les debo los primeros años de vida de mi mamá, porque entre pobreza y dificultades el pan era la salvación.
Mi recorrido continúa en Choachí, es el pueblo de oriente que más cerca queda de Bogotá, donde el turismo y la gastronomía son protagonistas y por supuesto el amasijo de maíz es uno de atractivos culinarios más exitosos de esa región.
Las batas blancas de mangas cortas, delantal y malla para el cabello, son el uniforme que usa Nina Salcedo para amasar. Foto de María Camila Pabón López.
La práctica hace al maestro
A 38 kilómetros de Bogotá, una hora de viaje por carretera, detrás de los cerros orientales de la capital y cruzando una parte del páramo de Cruz Verde queda Choachí. Estas son las únicas indicaciones que se me ocurren cuando alguien me pregunta -¿eso por dónde queda?- No es un viaje sencillo para quien va por primera vez, es una carretera curvilínea que mueve agresivamente de un lado a otro a los pasajeros de los automóviles que la recorren y amenaza con aventarlos a los inmensos abismos si no conducen con cuidado. Desde pequeña le tuve respeto a esas montañas porque son majestuosas, altísimas y llenas de rocas gigantes que parecen estar ahí solamente para asustar a los viajeros desprevenidos.
Emprender camino por esta carretera significa subirse en una montaña rusa de pisos térmicos que comienza con los 2.600 metros sobre el nivel del mar de Bogotá, asciende a 3.300 m.s.n.m en el páramo y termina en los 1.924 m.s.n.m de Choachí. Cuando el carro desciende desde páramo hasta el pueblo, lentamente desaparecen los frailejones y se adueñan del paisaje las fincas y las vacas lecheras pegadas al suelo de las colinas que rodean el pavimento del camino.
Llegar a Choachí es respirar un aire mucho más limpio y liviano que el de Bogotá, aunque el viaje es corto, el panorama es totalmente distinto. Desde la entrada del pueblo se le da la bienvenida al forastero con una calle de doble vía que en la mitad está adornada con palmeras, una detrás de otra, creeríamos que al final del sendero se encuentra la entrada de un lujoso hotel, pero no, solamente es una carta de presentación del lugar.
Es un pueblo lleno de contrastes que a gritos nos recuerda el pasado. Por un lado, su nombre es la transformación de la palabra muisca Chiguachía que significaba ventana de la luna y, por otro lado, la imponente construcción de la iglesia San Miguel Arcángel nos recuerda que los españoles y su religión llegaron para quedarse. Es un espacio físico profundamente mestizo, al igual que sus habitantes y visitantes.
El pasado se extiende desde la iglesia hacia sus alrededores con casas estilo colonial que conservan las características arquitectónicas de esa época, muros altos y anchos, columnas imponentes, puertas y ventanas amplias de madera, techos en tejas de barro y colores llamativos en las fachadas.
Los olores que reciben al turista le van dando pistas de lo que puede encontrar más adelante. Es una mezcla de aroma a leche caliente, leña y maíz quemado que marca una ruta invisible hacia todas las panaderías que se dedican a vender los productos derivados del amasijo de maíz.
En uno de esos negocios me encontré con Marina ‘Nina’ Salcedo quien se dedica de jueves a domingo a preparar las múltiples recetas de pan que se hacen con el maíz tierno de las montañas. En la calle principal de Choachí está la panadería en la que trabaja Nina, el único lugar que tiene visible el horno de leña en el que se cuecen algunas de las preparaciones de Nina.
Su lugar de trabajo es en una panadería donde todos los clientes pueden verla amasar sus ingredientes con fuerza y dedicación. La zona de amasijo está separada del resto del lugar por dos muros de ladrillo que forman un rectángulo en el que caben Nina y sus implementos de trabajo. Todo está fríamente calculado, cada implemento e ingrediente están exactamente en el lugar en el que ella los puede encontrar.
El día que hablé con Nina Salcedo eran las 10:30 de la mañana de un jueves, entré a desayunar y a observarla antes de que pudiéramos tener nuestra conversación. En ese momento estaba batiendo la masa de la mantecada de maíz con sus dos manos y toda la fuerza que tenía. La preparación la hacía en un caja de metal soportada con cuatro patas del mismo material, es como una mesa con una olla rectangular en lugar de una tabla plana, descubrí que ese artefacto se llama artesa y que antiguamente no era de metal sino de madera. Haciendo movimientos circulares con ambos brazos hacia adelante y hacia atrás Nina se detiene, me mira, sonríe, saca la lengua en señal de cansancio, respira profundo y vuelve a su labor, es que ni para ella que lleva nueve años en este trabajo es fácil soportar el ritmo que necesita la mantecada para que quede perfecta.
Entré al área donde amasa Nina, ella me invitó a hablar mientras seguía haciendo sus preparaciones para no perder tiempo y responder mis preguntas. Sin mirar ningún papel ella ponía una preparación cruda de color amarillento y muy espesa en latas de aluminio sobre una báscula pequeña para medir el peso exacto de cada unidad, mientras hablábamos sentí un ligero aroma a anís, ahí supe que esa era la masa correspondiente a la anhelada mantecada de mi niñez. Nina no necesitaba ayuda, medía y servía las mantecadas tan ágiles y naturalmente que parecía que estuviera haciendo los cálculos sin cuidado, pero no, sus recetas las tiene memorizadas y están en el lugar más seguro en el que las puede tener, su mente.
No siempre fue así, hace nueve años sus antiguos patrones la enviaban a Boyacá a que le enseñaran a hacer pan de maíz con recetas y medidas exactas, porque ellos querían vender pan de buena calidad. “Le cuento niña que yo casi renuncio” me dice Nina mirándome fijamente por encima de la montura de sus gafas. Esta no es una labor sencilla, no se trata solamente de poner juntos todos los ingredientes, pues se necesita práctica y conocimiento de la materia prima.
Sin embargo, esa no fue la primera vez que ella se enfrentó con la harina de maíz. Desde luego aprendió en casa, al estilo de la mamá y las abuelas que ponían todos los ingredientes sin medidas, sin cuidados y sin más intención que la de alimentar a los miembros de la familia, lo cual hace que esta tradición sea de transmisión oral y familiar. Nina no estudió en un salón de clases y tampoco hizo un curso de culinaria, ella fue hasta Boyacá a ver cómo se hacía el pan y a practicar para que los panes, arepas, envueltos y tortas quedaran tan suaves y esponjosos como le quedan hoy en día.
“Hay que vender calidad y así se vende cantidad, por eso es que yo he mejorado mis recetas” dijo alzando su voz en señal de orgullo mientras preparaba la harina de maíz para la siguiente receta. Me contó que antes de ser experta en pan de maíz llevaba su cuaderno de arriba para abajo, por el miedo a dañar los ingredientes que sus patrones le compraban para hacer el pan.
“Hoy en día nadie le vende las recetas, niña” me decía mientras ponía azúcar junto con la harina de maíz. Las preparaciones de una panadería a otra cambian del cielo a la tierra, cada una tiene su fórmula secreta. Las texturas, la cantidad de relleno, el tamaño y hasta el mismo sabor varían de una cuadra a otra, porque así es como se hace la competencia en esta pequeña economía de oferta y demanda del maíz.
Es un sector económico en el que están presentes los campesinos proveedores de toda la materia prima, esos mismos que viven en la montaña cultivando maíz y ordeñando vacas para hacer queso y cuajada. No les gusta comprarle a gente de otros lados, eso me dijo César Pardo uno de los dueños de ‘Choachí Horno de Leña y Hotel’ la panadería en la que trabaja Nina Salcedo.
Los dueños de estos establecimientos y sus panaderos están en el segundo lugar de esta pequeña cadena de producción. Compran la harina, el maíz, el queso y la cuajada y la leche a los campesinos del pueblo; hacen el pan y lo venden al turista. Es una cadena simple, corta y fácil de entender.
El turismo en Choachí transformó el pan hecho en casa y sin medidas en preparaciones cuidadosamente hechas; sin embargo, no deja de ser la tradición oral que conocieron los hijos de mi abuela.
Una de las estrategias de venta que tienen Nina Salcedo y sus patrones, es ubicar la zona de amasijo a la vista de todos los clientes. Foto de María Camila Pabón López.
Sobre la carretera
Entre todas las curvas que conforman la carretera Bogotá-Choachí hay una interesante oferta de gastronomía que nos brindan los comerciantes y campesinos de la zona, no se puede decir que hay negocios por todos lados, pero desde el descenso del páramo se observan pequeños puestos de venta de quesos y cuajadas que únicamente contienen una silla de plástico, una mesa, los lácteos, una bandeja y un valiente vendedor que se asoma tímidamente entre las curvas soportando el característico frío de la montaña que se eleva miles metros sobre el nivel del mar. Es sencillo reconocerlos porque visten batas blancas de mangas cortas para llamar la atención y así diferenciarse de todo el verde del paisaje.
Junto con ellos se ven fincas, cultivos, gallinas, vacas y negocios; algunos son restaurantes, otros son panaderías y cafeterías que venden el amasijo de maíz. En mi recorrido sobre la carretera por el pan de maíz estuve Donde Fercho, aunque parece una referencia no lo es, así se llama el lugar. Esta panadería campesina es una casa hecha en ladrillo con tejas de zinc, una estructura que parece más un refugio de las bajas temperaturas que se sienten entre las montañas.
El atractivo de estos lugares para comer está en sus productos y en el paisaje que se puede apreciar desde las mesas; aquí no es necesario pagar por el panorama, ni se necesita un lujoso edificio de más de 20 pisos que muestre todo el paisaje; ese trabajo lo hacen las montañas y la vegetación en ellas.
Mi visita al negocio ‘Donde Fercho’ fue en época de lluvias, el paisaje era más gris que verde porque las nubes se veían como humo y crecían tanto que parecían absorber las montañas. Los fines de semana no le fallan a los comerciantes del maíz, porque era un domingo lluvioso y gris, y aun así, no faltó clientela para las arepas de maíz pelao que ofrece Yaneth Parrado en su negocio; muy segura de mi capacidad de diferenciar entre rolos y chiguanos, puedo afirmar que todos los visitantes ese día en ese local eran turistas que estaban de paso. Sin embargo, Yaneth lo confirmó, el turismo es el as bajo la manga de todos estos negocios, todos los fines semana Yaneth y sus trabajadores llevaban puesto un uniforme de color verde y naranja que hacían juego con la pintura de la fachada de la casa, a ese contraste de colores se le sumaban las mejillas rosadas de los trabajadores del lugar, se veía en sus rostros un tono que resultó de la exposición al calor de la plancha y a los vientos helados que penetraban las paredes del lugar.
Cuando le pregunté a Yaneth cómo había aprendido la labor del amasijo de maíz no pensó dos veces su respuesta, con una tímida sonrisa pero segura de sí misma me respondió que desde pequeña veía a su mamá y a sus abuelas hacer pan de maíz y que de ahí sacó todo lo que sabe para montar su negocio. Me confirmó, tal y como lo hizo Nina Salcedo en Choachí, que el aprendizaje del pan de maíz fue y sigue siendo una tradición oral de la región.
Yaneth Parrado es la dueña de su negocio y aunque aprendió la labor observando a sus mayores, en su panadería las dinámicas del amasijo están sistematizadas, tiene sus propias recetas y su fórmula secreta. Así como Nina Salcedo en Choachí, Yaneth es el cerebro y las manos maestras detrás del éxito de las arepas, los envueltos, las tortas y demás preparaciones del maíz. Para cada negocio hay una forma particular de preparar panes y venderlos, no existe la receta prodigiosa que convertirá el maíz en oro, pues cada quien tiene su manera de convertir el maíz en pan y con eso conseguir el sustento de cada día.
Según la Alcaldía municipal de Choachí el turismo y la gastronomía son dos de los sectores económicos que más explota el municipio. Para corroborarlo solo basta con viajar un fin de semana. El municipio no solo recibe turistas colombianos, también hay público internacional que visita el pueblo y se deja llevar por los atractivos turísticos que ofrece.
Yaneth Parrado me contó que vender pan y arepas de maíz no siempre había sido su forma de sustento, antes de dedicarse a ese negocio ella y su esposo eran agricultores, pero hace ocho años decidieron cambiar de labor. “La situación” me dice entre risas “Claro, la situación y las deudas nos hicieron pensar en otra cosa” refiriéndose a alguna forma de subsistencia que sí fuera rentable.
Para la muestra dos botones, ellos son un ejemplo de la crisis agraria del país; son campesinos afectados por las secuelas que dejó la firma del tratado de libre comercio firmado en los gobiernos de Uribe (2002-2006) y (2006-2010), son personas a las que el estado no protegió y no les garantizó su seguridad como productores. Esta pareja de agricultores, se convirtió entonces en una pareja de empresarios del maíz, vieron una oportunidad en el pan y la tomaron.
Se llaman envueltos de maíz pelao, porque la masa cruda se envuelve en hojas de plátano antes de ser sometida al fuego de la leña. Foto de María Camila Pabón López.
Ni tal lejos, ni tan cerca
Para finalizar mi recorrido por la gastronomía que, según Bochica proviene de granos de oro, fui a donde comencé, Fómeque. De Choachí al pueblo de mi mamá hay media hora de carretera curvilínea muy parecida a la que nos traía de Bogotá, con diferencias como el clima y el tipo de negocios que se ven. Es un paisaje mucho más habitado por los humanos, lleno de avicultura, agricultura y en menor medida de ganadería; Fómeque es una cultura que se basa en el campo y también en el turismo que genera el Parque Nacional Natural Chingaza.
El panorama arquitectónico de Fómeque es muy parecido al de Choachí, una iglesia imponente en el centro del pueblo y a sus alrededores los vestigios que quedan de la colonia representados en las casas del estilo típico de esa época. También se parecen en el origen de sus nombres, por su parte Fómeque se deriva de la lengua Chibcha, que significa bosque de zorros para los indígenas que habitaban la zona.
Sin embargo, la atmósfera es distinta, se respira un aire igualmente puro, pero con un ambiente cada vez más alejado de la ciudad y más cercano al campo. Se ven ruanas, sombreros de paño, camionetas Nissan Patrol H60, esas que están hechas para recorrer el campo a toda velocidad.
Alba Yaneth Padilla, la dueña y panadera de uno de los negocios que más vende pan de maíz en Fómeque dice que las diferencias entre su pueblo y Choachí son muchas, la principal es el turismo, pues para ella y Nina Salcedo los públicos a los que va dirigido el pan son totalmente distintos; ninguno es más sabroso que otro, simplemente son distintos.
En Fómeque el público es local, a Alba Yaneth Padilla le compran el pan para consumir durante toda una semana, así como cuarenta años atrás que se amasaba para tener cierta cantidad de pan con el único fin de que durara siete días, hay cosas que nunca cambian.
Las diferencias de las preparaciones entre ambos pueblos son muchas, los panes de Fómeque son más grandes, la textura es más rígida y seca, no es un pan que se venda y se consuma de inmediato, este sí tiene la capacidad de conservarse durante varios días. Además, el producto estrella no es de maíz sino de Sagú. Y Podría gastar por lo menos diez párrafos más nombrando las diferencias y similitudes de la panadería tradicional de Choachí y Fómeque.
Alba Yaneth también aprendió por tradición oral, sentada en una butaca de madera en medio de la cocina donde arma sus recetas con harina, queso y cuajada habla de cómo sus antiguos patrones le enseñaron todo lo que sabe y, tal y como Nina Salcedo, Alba se enorgullece de decir que ella tiene sus propias fórmulas para hacer pan, razón por la que no me revela cantidades exactas a la hora de contarme cómo es su ritual de preparación.
Es en la competencia y en la fórmula con la que conquistan a los clientes que cada uno de estos panaderos arma su receta para el éxito. Es una tradición oral tecnificada al gusto de quien la práctica. Ha crecido tanto que se convirtió en un sector económico independiente del resto de la gastronomía impulsado por el turismo en el caso de Choachí
Tal vez el maíz no viene de los granos de oro como contaban los muiscas y los chibchas en sus mitos sobre Bochica pero si el oro significa riqueza y prosperidad entonces el oro de esta región es el maíz y los panes con los que se sustenta la economía panadera de la región del oriente cundinamarqués.
Esta es una de las pocas herencias que nos quedan de nuestros antepasados indígenas, nos queda poco o nada de su cosmovisión, de su respeto por la tierra, de su cultura contemplativa y pacífica o del profundo respeto y amor por la tierra que nos brinda todo lo que conocemos. Vale la pena resaltar el pan de maíz como cultura y como tradición, es muy colombiano, muy chibcha y muy indígena.
La artesa es el lugar en el que Nina pone todos los ingredientes y los amasa, antiguamente eran de madera. Foto de María Camila Pabón López.