El heavy metal después de Cristo

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“(…) y los arrastraron ante los gobernadores gritando:
¡Estos que trastornan el mundo también han venido hasta aquí!”
Hechos 17:6


Un, dos, tres, cua. Suena el golpe de las baquetas en la clave que da inicio al encuentro. El bombo lleva el ritmo a un tiempo con firmeza, como si marcara el paso de una marcha de miles. La guitarra se une en un la sostenido y el bajo acompaña el bombo en la marcha. De repente, un frenesí musical: la caja, los timbales y el redoblante reciben golpes fuertes y rápidos de las baquetas. Las cuerdas de la guitarra se desgarran y oscilan en un punteo que apenas permite identificar los dedos de quien la toca, por su rapidez. Y el bajo, que ahora acompaña la batería a dos tiempos, impulsa a los asistentes a agitar sus cabezas de arriba abajo, mientras asienten con fuerza, como si por impulso propio quisieran descabezarse. Inclinados hacia adelante mueven sus melenas y crestas al ritmo de la música. 

Bajo la luz tenue del reflector rojo, Carlos Arias, un joven moreno, grita con voz grave:

 – ¡Muerte, redención, justicia, resurrección!

 Platillos, bombo y acordes de guitarra se interponen en el grito de Carlos. Continúa:

 – ¿¡Quién vive!?

 – ¡CRISTO! – Responden al unísono los asistentes.

Al igual que el tiempo del bajo, los latidos del corazón de Carlos se aceleran cuando grita, ahora con voz gutural:

 – ¡¡Muuoerte, redención, justicia, resurreccióooan!!

 
Es sábado. Son las 6 p.m. Un motociclista acelera para ganarle la carrera a la luz roja del semáforo, se escucha el pito de los autos, se respira aire espeso y caliente, polución. El cielo se oscurece y la avenida Primero de Mayo comienza a iluminarse con luces de neón verdes y azules: las residencias, bares y rumbeaderos se alistan para recibir a los que buscan huir de las responsabilidades en una noche de fiesta.
 
A las 6:30 p.m. los oficiales de la policía que se alistan para patrullar  “Cuadra Picha” saben que, por ser fin de semana, los robos, las riñas y los asesinatos los tendrán ocupados hasta muy temprano en la mañana.  “Hola, mi amor, ¿buscas fiesta?”, es la invitación que se recibe de manera constante si se camina de occidente a sur. “Cuadra Picha” es, entonces, una rocola: se escucha una canción a ritmo de merengue, más adelante una canción de reguetón y a cinco metros una batería, una guitarra y un bajo a ritmo de metal. El sonido proviene de una puerta dorada opaca, que aunque siempre está abierta por si algún curioso decide entrar,  no deja ver más que doce peldaños de una escalera de ladrillos, angosta pero larga. Es Pantokrator, que como en una secta — pues no tiene ningún letrero ni señalización—, solo entran quienes saben para dónde van una vez termina el doceavo escalón.

Se ve subir a hombres altos y robustos, mujeres con cabello muy largo o muy corto. Vestidos con chalecos rotos y abrigos hasta la pantorrilla, pantalones oscuros y manillas de cuero anchas, suben por las escaleras y no bajan sino después de dos o tres horas, como si fuera la entrada a un portal de otro mundo.  Pantokrator, que en griego significa dios todopoderoso, ha significado desde el 2003,  el portal al mundo espiritual para decenas de feligreses. Un lugar donde sin importar su apariencia ni sus gustos musicales son bienvenidos.

No es muy grande. Dos paredes negras, dos rojas. El  piso en baldosín rojo y descuidado. Cada sábado, alrededor de cuarenta personas con pantalones de cuero, accesorios con taches y botas de punta de acero, se reúnen en Pantokrator, una iglesia cristiana que adora con alabanzas a ritmo de rock y heavy metal en Bogotá.

Christian González, el pastor de Pantokrator, decidió fundar la iglesia a los 19 años. Asistía a conciertos de bandas cristianas de trash, dark metal, heavy metal y punk.

— Al final de cada toque, los integrantes de las bandas oraban y decían "¡vayan a una iglesia!", pero no podíamos porque no había dónde. En ese entonces [2003] era muy difícil ver a un mechudo en una iglesia. Entonces fundé Pantokrator, no para que se llenara de gente, sino para que otros mechudos, otros bichos raros como yo conocieran de Dios. — dice Christian, ahora de 34 años.

González, con el cabello recogido en una cola de caballo atada detrás de la nuca, mirada suave y sonrisa tierna, hacía de pastor en la primera sede de Pantokrator, en Bosa Centro. Desde los 16 años estudió teología junto a otros once jóvenes internos bajo el ministerio de Michael Lorence, un pastor estadounidense con quien viajaron por Colombia llevando el evangelio: “estaba preparado”. También tocaba la batería en el grupo de alabanza de aquel entonces, sin siquiera saber el nombre de los platillos o el redoblante. “Quizá logré tocar porque en mi familia hay músicos, el amor por la música corre por mis venas. Pero si me preguntan, digo la verdad: no sé cómo tocar batería”.

— ¿Por qué fusionar la iglesia cristiana con el heavy metal?

— Es una forma de expresarle a Dios el agradecimiento y la felicidad de servirle con lo que Él mismo hizo de nosotros. Él nos creó así, nos hizo rockeros. Pues, entonces, vamos a rendirle tributo con nuestra vida y nuestra identidad.  Pero ojo, porque no somos metaleros, punketos o rockeros. Somos cristianos. Quien murió en la cruz no fue el rock. Pantokrator no es una iglesia metalera: es una iglesia cristiana.


 

Anualmente Pantokrator organiza el Pantokrator Fest, un recital donde bandas cristianas nacionales e internacionales tocan para alabar a Dios. Las bandas son de géneros como el heavy metal, thrash, punk y black metal. 
(Foto: Maria Alejandra Espitia)


***



6:45 p.m. Parece que alguien frotó un globo inflado en la cabeza de los asistentes. Sus melenas, antes recogidas en colas de caballo o peinadas, ahora son una maraña de enredos y frizz. Una gota de sudor se desliza por la mejilla de Carlos mientras toma agua para reponer su garganta de la anterior alabanza. Toma el micrófono con la mano derecha y como si fuera la señal pactada, ¡ta, ta, ta, bum!, la semicorchea de la batería retumba en las paredes. Las baquetas en las manos de Wilmar Romero, de ojos claros y nariz colorada, parecen ondular en una ilusión óptica y la guitarra se une en acordes de negras y corcheas.
 
Los cristianos reanudan su intento por descabezarse.

Volando hacia el cambio,
Cristo es la gloria,
con la espada sagrada asfixiando la muerte,
volando en las alturas como águilas.
¡¡Isaiaaahhhgss, cuarenta treinta y uno!!

Carlos canta con un ronco sonido gutural en medio del majestuoso cimbrar del bajo y los azotes de la batería. Toca una guitarra invisible con la mano derecha sobre la pelvis y la izquierda en el mástil imaginario. Junto a él, con el dedo medio y anular encogidos sobre palma de la mano y el meñique, índice y el pulgar extendidos, Fernando López de 32 años, robusto y con poco cabello, corea la segunda voz como se canta en black metal: “Isaiaaaaaaaaahs”.
 
Frente a la banda está Keyra Guerrero, de ojos grandes y sonrisa contagiosa. Sigue el ritmo de la batería con su pie derecho, calza unas diminutas botas rosadas. Tiene 9 años y esta es una de sus alabanzas favoritas. La cabecea aunque al día siguiente le duela el cuello, según dice. Junto a Keyra está Milena, su hermana de 8 años y piel trigueña. Sigue el vibrar de las notas del bajo con su brazo como si fuera un metrónomo, con los ojos cerrados por temor a que la fantasía termine al abrirlos.

Mientras la guitarra se deja venir en un solo de segundos que parecen eternos, Carlos recuerda la primera vez que escuchó la canción que ahora interpreta: Isaías 40:31.

— Fue para el 2009. La mujer de mi primo me pidió que siguiera a su hijo. Él le decía que estaba asistiendo a  una  iglesia cristiana los sábados en la noche, pero ella no le creía. Me dio para los buses y la gaseosa, yo llamé a mi mejor amigo y le dije “camine me acompaña a hacer una vuelta”. Casi no encontramos la dirección, eso era en Bosa Centro, imagínese. Cuando entramos estaban terminando la alabanza: estaban tocando Isaías 40:31. Y bueno, me la soyé sin ser de la iglesia, la cabeceé y  la poguié sin conocer a nadie. Entonces como yo ya conocía de Dios oré y dije “Espíritu Santo, si esta iglesia es bien, de sana doctrina, Padre, Hijo, Espíritu Santo, que seas tú hablándome por medio de la palabra”. Me quedé al sermón y me terminó gustando.

Un momento de calma: solo la guitarra interviene y los redoblantes suenan en tono ascendente. Como si fuera la señal, Carlos regresa de su recuerdo a la realidad, da gracias a Dios y ministra:

— Dios se da garra con cada uno de nosotros. Su obra es inmensamente misericordiosa. ¡Alábenle! — señala al cielo y canta:


Correrán sin cansarse,
caminarán sin fatigarse,
volando en las alturas como las águilas.
¡Isaiaaaahs, cuarenta treinta y uno!

 

Carlos Arias se prepara para interpretar las alabanzas con una oración y ejercicios de técnica vocal en YouTube. Es además, autodidacta en el bajo y la percusión.
(Foto: Maria Alejandra Espitia)

 

 

*** 



Con el sonido de las cadenas que cuelgan de su pantalón, Carlos se sienta, acomoda sobre su nariz las gafas de marco blanco y negro y toma su biblia. Está forrada en cuero y en el centro de la portada tiene tres taches pegados en línea vertical y tres en una línea horizontal, que juntas forman una cruz. La abre para buscar el libro de Hechos y lo encuentra como quien sabe de memoria qué tiene guardado en su mesa de noche. Se detiene en el capítulo 17, aclara su garganta y con voz firme, suave y pausada lee el sexto verso: “pero no hallándolos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos y los arrastraron ante los gobernadores, gritando: ¡Estos que trastornan el mundo también han venido hasta aquí!”. Alza la mirada y dice:

—  Pantokrator es una comunidad que trastorna el mundo. Somos bichos raros sí, pero es como Dios nos hizo.

Wilmar Romero, el baterista de Pantokrator, tiene 35 años que parecen 28 pues es de apariencia tierna y su voz está en el limbo entre lo agudo y lo grave. Él lo atribuye “al secreto de la eterna juventud del cristiano”.  Después de ser percusionista en iglesias católicas, tocar con la orquesta del ejército y ser baterista de una iglesia cristiana, decidió congregarse en Pantokrator en abril de 2017.

— Uno con los años se vuelve como un mercenario de la fe: sabes mucho como para ser un neófito pero no eres tan santo como para ser un servidor. En las iglesias cristianas seculares uno encuentra gente con corbata que tiene un llamado, sí, pero yo no me hallaba ahí. Pantokrator es un refugio donde puedo ser yo mismo, vestirme como yo, Dios me conoce como soy y además puedo servir.

Similar es la historia de Fernando López. Romántico amante del black metal, es bromista y su barba encierra sus labios en un candado. “Yo antes era un man lleno de odio, y Dios me hablaba con amor. Me daba coraje. Pero lo que antes cantaba con rabia, ahora en las alabanzas lo canto con alegría y mucha energía” dice Fernando con una voz profunda y pausada, como si quisiera cuidar la pronunciación de cada palabra.

Quien va a Pantokrator encuentra una familia, un consejo, una mirada amigable y un abrazo de bienvenida. Según cuentan los entrevistados, aunque las paredes estén teñidas de rojo y negro, quienes conforman la comunidad irradian luz como la del sol en la mañana, cálida y acogedora.

— La iglesia tiene que ser una familia. Un lugar donde nos cuidemos la espalda unos a otros, donde nos acompañemos y nos protejamos. Pantokrator es una iglesia que ha ido madurando, creciendo, aprendiendo del Señor. Eso es nuestra comunidad: una iglesia donde el amor es el todo y está en todo. En la mirada, en la gente, en el trato, en la bienvenida a una persona nueva. Más que pensar en números y en llenarnos de gente, nuestra tarea es el amor. — dice Christian González con los ojos achinados en una sonrisa.
 


En 2017 Camilo Duarte, el guitarrista de la banda y Wilmar Romero, el baterista, fundaron Art Krator, una academia de música para feligreses y personas del común. Pantokrator, además, tiene una escuela bíblica para niños los sábados, clases de teología y talleres de marroquinería.
(Foto: Maria Alejandra Espitia)

 

***



6:50 p.m. Hace frío. En la calle  se percibe un ambiente de licor, fiesta, sensualidad y baile. La vibración de la alabanza en Pantokrator hace eco en la droguería vecina a la iglesia, en el primer piso. Todo lo demás son rumbeaderos.

— Es curioso que se comuniquen con Dios a través del metal, ¿no? Pues, lo digo porque soy católico y entiendo que las cosas se deberían hacer de un modo al que estoy acostumbrado. Pero cada quien con su libre expresión — dice Emigdio Quintero de 54 años, con los ojos escondidos tras dos cristales en un marco plateado. 

— Me llama mucho la atención que siempre se visten de negro, y que alaben con música así de pesada —  interviene Stella Huérfano como quien no quiere el asunto. También de 54 años, tiene manos de dedos gruesos pero delicados y el cabello negro azabache.
 
—  ¿Pero no les incomodan los modos de la iglesia? Es decir, ustedes pertenecen a una religión conservadora, digamos.

— No, no. Para nada, mijita. — Responde Stella. Emigdio asiente con los ojos cerrados.

— Entonces, ¿se animarían a asistir alguna vez a Pantokrator?

— ¡NO! Es decir, soy católico y ya tengo una iglesia donde congregarme. — se apresura a responder Emigdio. Ríe con nerviosismo.

 — Uno piensa que por cómo se visten andan en las drogas o son rebeldes. Pero uno va a ver y son muchachos sanos, bien hablados.  — dice Stella.

—  Es que uno puede ser muy prejuicioso. Allá estaban en plena alabanza, como ahora mismo,  y yo le dije a mi señora “¡esos satánicos me tienen mamado!”. Yo no sabía que eso era una iglesia cristiana.  Y en esas entra una de las muchachas de la iglesia y me alcanzó a escuchar. Ese día me dio una lección, cosas de Dios. Después de saludarme dijo: “así como ustedes tienen su credo y asisten a una iglesia, nosotros somos cristianos y nos congregamos en esta. No somos satánicos, ni nuestros gustos musicales o la forma como vistamos definen quienes somos. Dios sí.” Hizo una recarga a su celular y se fue. Yo quedé ahí quieto, como niño regañado.

 

Anualmente Pantokrator organiza el Pantokrator Fest, un recital donde bandas cristianas nacionales e internacionales tocan para alabar a Dios. Las bandas son de géneros como el heavy metal, thrash, punk y black metal. 
(Foto: Maria Alejandra Espitia) 

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Son las 7:00 p.m. En medio del éxtasis, los corazones están quebrantados y  acelerados por energía y el amor que los asistentes profesan por Dios. Pantokrator comienza la última canción de la alabanza de ese sábado. Wilmar da la clave y mientras toca el bombo en una negra, las baquetas danzan en círculos sobre la palma de su mano. El bajo retumba en corcheas y Carlos ministra:

— Alce su voz ahí donde está.  Porque hay alguien que pagó por su vida a precio de sangre. Levante sus manos, cante, grite, porque estamos hablando de Jesús. — suenan los platillos de contratiempo y la pandereta, ambos en negras.

Las palmas de los asistentes se unen al bombo y la guitarra rompe su silencio. Unos señalan el techo, otros alzan sus manos, cierran los ojos, llevan el ritmo con su pie o con un asentimiento brusco de la cabeza. Dos hombres, altos y robustos se abrazan de lado, alzan el brazo libre y señalan al cielo. Cabecean juntos, aún abrazados.

Un día pensaron que lo iban a matar,
en una cruz lo comenzaron a clavar,
luego su sangre comenzó a derramar,
con una lanza lo intentaron traspasaaaaahhhhhrrrr.

Regresa el frenesí musical, tan rápido que apenas se percibe una armonía.

Ooooh, no lo podrán matar.
Ooooh, Él jamás morirá.
Ooooh, y al tercer día verán,
¡Su cuerpo no estará!

Platillos, guitarra, bajo. Platillos, guitarra, gritos de júbilo, saltos, palmas, bajo.

Los cristianos, como en un pacto mental mueven las sillas plásticas hacia las paredes, se distribuyen en un círculo amplio y se lanzan al centro en medio de gestos rudos, gritos de júbilo, patadas y puños: poguean. Carlos se une a la alabanza y junto con Fernando gritan de manera gutural:

¡¡Re-su-si-tó, re-su-ci-tó!!
¡¡De entre los muertos,  re-su-ci-tó!!

Parece que los dos amplificadores van a estallar en cualquier momento. Como una estrella de rock, Carlos toma el micrófono con la mano derecha y corre hacia el centro del círculo. Bajo la luz roja del reflector, con el puño de la mano izquierda estirado, las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, corea mientras poguea:

¡¡Re-su-si-tó, re-su-ci-tó!!

La batería y la guitarra marcan cada sílaba.

De entre los muertos,
¡Ressucitóoooaaahh!

Palmas y gritos de júbilo llenan el segundo piso, es la cresta del frenesí. Mientras la guitarra alarga sus notas, Wilmar se pone sobre sus pies y comienza a azotar los tambores de la batería con fuerza ascendente y el rostro serio. Segundos después, la guitarra se deja venir en el último acorde y los platillos suenan de manera estridente. Su eco retumba en las paredes y baja por los doce escalones.

A las 7:10 p.m. la avenida Primero de Mayo, silenciosa y fría, espera paciente: la alabanza terminó. El sermón está a punto de comenzar.

 
 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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