El guardián del Volcán

A las cuatro de la tarde del 13 de septiembre de 1985 el cielo se tiñó de gris, las pocas nubes del Valle del río Lagunilla se escondieron tras las cenizas que brotaron del volcán. Él se encontraba trabajando la tierra, como todos los días, y nunca se imaginó que aquel hedor que brotó del nevado se convertiría en uno de los episodios más trágicos y devastadores de la historia del país. Tras el asombro y el miedo se resguardó en su casa. A las nueve de la noche escuchó un primer estruendo y luego otro y otro; pero no se imaginó que el volcán había hecho erupción.

— Tronaba, tronaba mucho, no se podía ver ni a los diez metros; una oscuridad impresionante. Cuando echó a bajar todo el lodo y el olor a azufre fue que me di cuenta que el volcán había estallado.

Mientras Serafín estaba en su rancho -como él lo llama-, a casi cincuenta kilómetros de ahí, más de veinte mil personas se encontraban luchando por sus vidas. Armero fue arrasado por más de 350 millones de metros cúbicos de escombro, lodo y piedras.

Armero-Guayabal, como se conoce comúnmente, se situaba a casi noventa kilómetros de Ibagué, departamento del Tolima, y sufrió una de las tragedias más dolorosas de la historia del país. Era un pueblo en donde predominaba el clima cálido. Un pueblo de casas pequeñas, estructuras bajas y, lo que más recuerdan las personas, su parque principal, el Parque Fundadores, y el hospital; del que hoy solo se puede apreciar su último nivel, lo demás está bajo la tierra que representa la magnitud de la tragedia.

Llegando al rancho: Serafín solía hacer recorridos de más de tres o cuatro horas desde el pueblo para poder llegar a su casa en el páramo. (Foto: Andrés David León)

— Al otro día fue que madrugamos a ver qué había pasado a ver qué era lo que había botado el nevado. Esto al otro día era solo humo, humo y lodo caliente todavía. Ya empezaron a llegar muchos helicópteros. Yo me enteré hasta el otro día porque la radio no cogía muchas emisoras y al rato fue que echaron a avisar desde el Líbano. Además, empezó a llegar la Defensa Civil y la Cruz Roja a ver si aquí hubo muertos—, cuenta Serafín.

Su casa, hecha de muros angostos de concreto, tejas de asbesto y lonas verdes de construcción, se ubica a menos de veinte metros del lugar por donde la avalancha cruzó, es una de las pocas que queda en pie. Todas las mañanas, Serafín, desde la ventana de la cocina, recuerda todo el horror que hace más de treinta y tres años vivieron las personas que se ubican sobre el cauce del río Lagunilla y los habitantes de Armero.

Con la voz entrecortada, tono suave y complaciente cuenta que una tragedia como la de Armero pudo haberse prevenido si hubiese habido vigías en la zona y una mejor comunicación con las instituciones encargadas. Hoy siente que una catástrofe puede volver a suceder porque en la parte alta del nevado hay nuevas fisuras y cada vez el olor a azufre es mayor. Serafín se acostumbró a convivir con el frío, la soledad, el hedor azufrado del río Lagunilla y los centenares de microsismos que puede haber en una noche en inmediaciones del volcán, pues en ocasiones se pueden llegar a registrar más de trescientos.

El páramo desde el parque: Vista desde la tienda de Anderson, ubicada en el parque central de Murillo, cerca al Volcán Nevado del Ruiz. En días soleados puede apreciarse el páramo desde la falda hasta el inicio de la nieve. (Foto: Andrés David León)

El Ruíz, ubicado en la cordillera central, hace parte de una de las cadenas montañosas más extensas del país. Pertenece al parque Nacional Natural Los Nevados junto con otros dos, el Nevado Santa Isabel y el Nevado del Tolima. Es el volcán con mayor actividad en el país y su erupción causó una de las tragedias más importantes del siglo pasado en todo el mundo; de hecho, fue la segunda catástrofe con mayor magnitud, generada por una erupción volcánica, superada por la erupción del Monte Pelée en la isla francesa de Martinica en el año de 1902. El “león dormido”, como se conoce comúnmente al volcán, es el límite entre los departamentos de Caldas y Tolima.

El volcán en días de mucha actividad, tanto volcánica como sísmica, puede llegar a ser muy inquietante e impactante. Las humaradas, la ceniza que tiñe los vivos colores verdes del paisaje y sus más de trescientos microsismos en una noche son el pan de cada día con los que Serafín aprendió a convivir.

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Su labor, tal vez la más importante en su vida, y de la que pueden depender miles de personas, la comenzó hace treinta y cuatro años. Justo un año después de la tragedia de Armero, que lo motivó a convertirse en vigía y cuidador del volcán. Desde entonces le ha entregado su vida a su fiel amigo, el “león dormido”. Un amigo que difiere de lo convencional, un amigo grande, que mide más de cinco mil metros de altura, pero que se entrega y le da vida a los más pequeños. Baña a los municipios de Murillo, Villahermosa y Casablanca, en el Tolima. Es la fuente del cauce de los ríos Lagunilla, Gualí y Recio, además, alimenta a cientos de especies y ha sido el refugio de Serafín por casi la mitad de su vida.

El Ruíz conoce mejor a Serafín que cualquier otra persona. Ha presenciado sus momentos más felices, vio cómo se entregó a los brazos de la que ahora es su esposa; ella, veintitrés años menor que él. Fue el primero en conocer a sus hijos y ahora es testigo del crecimiento de su nieta, María José. Pero también lo ha acompañado en momentos difíciles como los causados por culpa de la violencia.

Volviendo a sus andanzas: Serafín, después de casi cinco años, jugando tejo. Por su edad ahora solo puede jugar mini tejo. (Foto: Andrés David León)

Serafín lleva media vida cuidando a su mejor amigo, ha aprendido a escucharlo, a sentirlo y muchas veces a olerlo. Cuando el volcán está en actividad, Serafín puede prever qué tan peligroso puede llegar a ser. La intensidad del olor a azufre y otros materiales químicos que emana el volcán, la intensidad de los movimientos telúricos que se despiden de él y los sonidos que salen de la tierra, son algunas de las señales que Serafín tiene en cuenta para saber si hay que alarmarse o no.

Como no es un sabelotodo, Serafín solía utilizar unos filtros para saber la cantidad de ceniza que expulsaba el volcán y así comprobar si sus sentidos estaban en lo correcto.

— Media botella de gaseosa de dos litros partida a la mitad, en la base de la botella se colocaba un filtro con una tela húmeda y ahí caía la ceniza. Eso se mide por pulgadas porque el volcán siempre está echando ceniza.

Sus recorridos de más de cuatro horas desde su casa, ubicada en la falda del volcán, hasta el inicio del hielo, son acompañados por un frío incesante, que a veces alcanza los grados bajo cero, un sendero verde opacado por la ceniza -pues en las flores y el pasto hay más tonos grises que verdes o coloridos- y, el cauce del río lagunilla que se puede oler a varios metros; ¡sí! este río huele.

La carne al viento: Tiras de carne de más de quince días de ventilación, que después las fritan y las comen con agua de panela o chocolate caliente. (Foto: Andrés David León)

Serafín pasa sus días entre cuidar el volcán, atender el rancho, a su familia, al pueblo de Murillo y algunas veredas cercanas. La mayor parte de su vida la ha dedicado a los dos primeros, en su rancho -que en realidad no es suyo, pues trabaja ahí hace más tiempo del que recuerda y, por aquella labor nunca ha recibido un salario- ha criado tantos animales que ya no sabe de quién era cada uno; reses, gallos, perros, caballos, bueyes, mulas y hasta truchas. Estas últimas son su pasión más reciente, pues las cultiva en tres estanques que creó en el valle por donde pasó la avalancha. Serafín estima que tiene más de mil truchas en los estanques y que son su compañía en los días oscuros y fríos de vigilancia.

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Serafín Ariza, más conocido como el Guardián del Volcán, es un hombre de setenta y un años de edad, nació el 13 de agosto de 1947 en el municipio de Guavatá, Santander. Fue criado en el seno de una familia liberal, que en un departamento como este no era bien visto, pues siempre fue afín con la ideología de los godos conservadores. Es el cuarto de ocho hermanos, y de ellos no sabe nada desde que se fue del pueblo. Solo tiene relación y contacto con una de sus hermanas que vive en el municipio de Líbano, Tolima, a casi dos horas de Murillo. Serafín es un hombre de no más de un metro con sesenta centímetros, contextura delgada; su ligera delgadez contrasta con su imponente personalidad que a donde sea que vaya se roba las miradas y los saludos de todos los habitantes del pueblo. Un hombre con ojos marrones que atrapan a cualquiera en medio de sus historias. Pero, sin duda, lo que caracteriza al señor Ariza es su barba, blanca como la espesa neblina que cubre la falda del volcán en los días más fríos, esa barba que lo único que deja ver es su boca, al estilo vikingo, que le cubre todo el cuello y se funde con el inicio de su pecho. Un hombre con muchas arrugas y un entrecejo que inspira tranquilidad y seguridad en cada frase que expresa.

Creció en un pueblo que se dedicaba en su gran mayoría a la economía agrícola, la guayaba, el maíz, café, caña, yuca, fríjol y otros frutos que crecen en clima cálido. Sus padres le enseñaron desde pequeño a trabajar la tierra. A esto se ha dedicado toda su vida. Nunca fue a un colegio, o bueno, sí fue, pero más a cortejar a otras niñas que a atender las clases.

— Yo fui al colegio solo una semana, y en esa semana solo tres días, creo, entré a clases. Los demás me la pasaba buscando niñas y gamineando con otros niños.

El recuerdo de la tragedia: Desde la cocina mantiene en su memoria la catástrofe que sacudió a Armero en 1985. (Foto: Andrés David León)

Desde pequeño le ha gustado el fútbol y las apuestas. Jugaba micro fútbol y aprendió a jugar tejo cuando tenía cerca de ocho años. Su padre le enseñó cómo jugar este deporte de más de 500 años de antigüedad, que nació en el altiplano cundiboyacense y que también es conocido como Turmequé. Era fanático de las apuestas, pero ahora las aborrece porque cuando era joven dilapidó mucho dinero en el juego en apuestas de barrio, en tejo, parqués, dominó y a cuanta cosa podía.

Quien conoce a Serafín puede dar testimonio que a donde sea que vaya, lleva consigo una caja de cigarrillos, preferiblemente de marca Marlboro rojo. Un día normal puede fumar entre diez y quince cigarros. Prefiere comprar las cajetillas porque cuando está en el páramo no tiene formas de comprarlos sueltos, y si por suerte consigue, son mucho más caros que en el pueblo. Fuma desde los siete años, recuerda que empezó a fumar con las colillas que su padre tiraba al piso. Además, trabajó en cultivos de tabaco, lo que generó una cercanía mayor con los cigarros. Cuenta que cuando estaba en sus treintas o cuarentas llegaba a fumar hasta dos cajas de Marlboro rojo, es decir cuarenta cigarrillos al día.

Amante de la música popular y sobre todo las rancheras. Alegra sus tardes al ritmo de “Chente” Fernández, Pedro Infante, Antonio Aguilar, Jorge Negrete, Javier Solís y otros íconos de la ranchera..

La unión familiar: A la izquierda, Edward, su hijo mayor y a la derecha Anderson, el menor. (Foto: Andrés David León)

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El desplazamiento es un flagelo que cada vez es más innato a nuestra sociedad. Cada día miles de personas salen de sus hogares huyendo de la violencia. En un país como Colombia, que más de la mitad de su historia republicana la ha vivido en conflicto, el desplazamiento, la violencia, el conflicto armado y el dolor son el postre con el que millones de personas acompañan sus comidas. Serafín creció en el periodo histórico conocido como La Violencia, sí, con uve mayúscula; pasaje de la historia nacional que data de los años cuarenta y que su clímax se dio bajo el mandato del entonces presidente Mariano Ospina, los hechos de violencia tuvieron su cuna en los departamentos de los Santanderes, como era de esperarse, pues esta zona del país ha sido históricamente el frente de batalla donde se desataban las guerras.

Serafín engrosa las cifras del desplazamiento en nuestro país, que, por cierto, es la nación en donde ocurren más desplazamientos a nivel interno -según un informe de la ACNUR para el año 2018-. Con más de siete millones y medio de desplazados en su historia, Colombia, pese a los intentos de paz con las guerrillas, sigue siendo un país que se sume en la violencia, especialmente en los campos. El Centro Nacional de Memoria Histórica, en un informe del año 2015, estima que son los campesinos los más afectados por este flagelo, pues casi el 87 por ciento de la población desplazada proviene del campo.

El primer desplazamiento que sufrió Serafín fue en su pueblo natal, donde la guerra entre la “chusma”, como era conocida en aquel entonces la violencia generada por los campesinos liberales y conservadores, tuvo que obligarlo a salir de allí. Un pueblo azul contra una familia roja -la familia de Serafín siempre fue afín a la ideología liberal-, era de esperarse el resultado. Recuerda Serafín, que tuvo que salir de su pueblo para no caer en manos de los grupos que combatían de vez en cuando en su natal Guavatá. Con dieciséis años huyó de Santander para llegar al departamento de Caldas. Para esa época ya se daban los primeros pinitos de lo que serían las guerrillas más importantes y más violentas en la historia del país, el Ejército de Liberación Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

El complemento de la familia: Serafín junto a su esposa, Nidia, que está a la derecha de la imagen. A la izquierda, su nuera, Carolina, esposa de Ánderson. Y la pequeña María José, su nieta. (Foto: Andrés David León)

Con veinticinco años, y todavía en el departamento de Caldas, tuvo uno de los episodios más impactantes de su vida, pero que recuerda con desdén. Conoció a un hombre que para ese entonces empezaba a estar en boca de muchos y del que poco se sabía. Pedro Marín, oriundo de Génova, Quindío, y que hasta ese entonces fue una persona del común. Empezó a ser conocido como “Manuel Marulanda Vélez” en honor a un viejo líder revolucionario en Colombia que militó en el Partido Comunista. “Tirofijo”, como años después se hacía llamar, es uno de los líderes cofundadores de la guerrilla de las Farc; hoy, convertida en partido político bajo el nombre de Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.

Cuenta Serafín que nunca llegó a imaginar que un momento como ese podría vivirlo, encontrarse cara a cara con el líder de lo que en ese entonces era una guerrilla que buscaba una reivindicación social. De aquel momento ya quedan pocas imágenes en su memoria, pero nunca olvidará que Tirofijo lo invitó a formar parte de las filas de la naciente guerrilla.

— A mí nunca me gustó eso, ni el ejército ni la guerrilla, nunca fui partidario de eso. A mí me gusta trabajar. Nunca me gustó nada que tuviera que ver con eso.

Convivió por muchos años con la intranquilidad que generaba el volcán, su actividad, sus olores y sus movimientos. Pero a eso se le sumó la impaciencia ocasionada por la guerra, que empezaba a desatarse en todo el país, entre la fuerza pública y las guerrillas ya conformadas para los años sesenta. Hubo noches en que el plácido y consolador silencio era perturbado por el sonido de las ráfagas de disparos de ambos bandos. Aprendió a convivir con esto y con ver el desfile de soldados o guerrilleros que llevaban consigo a compañeros que resultaban heridos en combate. Nunca fue partidario de uno o de otro, pero cuenta que el trato que recibía por parte de la guerrilla era mejor que el del ejército, cosa que le sucedía a muchos campesinos para aquella época. Los milicianos de las Farc o del ELN -cuenta- nunca le quitaron ni una gallina, es más, le pagaban porque les hiciera de comer; a lo que nunca se negó, pues era preferible servirles un plato de comida y no resultar herido o muerto por negarse. Mientras que el ejército sí le dio malos tratos cuando estaban por la zona; le quitaban objetos y lo insultaban acusándolo de ser miliciano de la guerrilla y cómplice.

El Guardián: Serafín con su característico sombrero y su ruana que van consigo a donde vaya, además de sus cigarrillos.(Foto: Andrés David León)

Años después llegó al municipio de Murillo, en el Tolima. Un municipio pequeño, que al día de hoy no supera los seis mil habitantes entre su zona rural y el casco urbano. Es el municipio más frío y más alto del departamento, a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, y se ubica a más de ciento cuarenta kilómetros de Ibagué; tiene más cercanía con la ciudad de Manizales, que se sitúa a poco más de ochenta kilómetros de ahí. Es un pueblo chapao a la antigua, tanto arquitectónica como culturalmente, en el centro se ubica el parque principal, que cuenta con una de las mejores vistas hacia el Nevado del Ruíz. De costumbres conservadoras, pues los días domingo son los más concurridos del pueblo, porque es el día de mercado, las personas de las veredas van al pueblo y realizan sus compras; incluso los bares y tiendas tienen horario más amplio los domingos que otros días. De cultura y tradiciones paisas y otras boyacenses, pues fueron los primeros pobladores, que se fundó en el año 1872.

Este municipio sufrió un hecho muy lamentable, que hoy en día sus pobladores, entre ellos Serafín, relatan con preocupación y algo de desconsuelo. Caída la noche y todos en sus casas luego de un día laborioso, se escuchó una explosión. Todos podían presentir qué había sucedido y en dónde, pues habían surgido rumores de posibles ataques a la estación de Policía. El parque principal del municipio se iluminó por el destello saliente de una pipeta de gas lanzada por el frente Tulio Varón de las Farc, que operaba en la zona de Murillo, Líbano y algunos corregimientos y veredas cercanas. El 25 de enero del 2005 el pueblo vivió tal vez la noche más terrorífica de todas. Treinta casas y la estación de Policía resultaron destruidas, la Alcaldía y la sede del Banco Agrario resultaron con algunas afectaciones estructurales. Afortunadamente no hubo víctimas qué lamentar.

Serafín recuerda este suceso mientras camina por las coloridas calles de la zona; las casas pintadas de varios tonos, una nueva estación de Policía y la sede de la alcaldía que recuerdan el dolor y la zozobra que se vivió hace diecisiete años. En aquella ocasión Serafín tampoco estuvo en el pueblo, se encontraba en su casa en el páramo. Pero cuenta que -se enteró hasta la mañana siguiente cuando bajó al pueblo a hacer sus cosas- y ver cómo quedó esa esquina y las casas de sus inmediaciones fue muy impactante.

Con un cigarrillo a donde sea: Fuma más por costumbre que por vicio. Es lo único que le queda de su niñez. (Foto: Andrés David León)

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Su familia, lo más importante junto con el Ruíz, conformada por su esposa Nidia, sus dos hijos, Edward y Anderson. Una pequeña familia que desde que se conformó ha permanecido unida y entregada a su comunidad y al páramo. Nidia, una mujer de casi cincuenta años, oriunda de Murillo, es la menor de tres hermanos, los otros dos fallecieron hace poco tiempo. De contextura delgada, estatura baja, no sobrepasa el metro con sesenta centímetros, blanca, de ojos claros y cabello oscuro. Es la confidente de Serafín desde hace más de treinta años, se unieron cuando ella tenía apenas cumplida la mayoría de edad. Nidia se dedica a las labores del hogar, tanto en el pueblo como en el páramo.

En Murillo tienen una pequeña casa de poco más de setenta metros cuadrados; es propiedad de Nidia pues su padre se la heredó al fallecer. En el primer nivel a tres metros de la entrada, una puerta pequeña, en el costado izquierdo, da paso al primer cuarto, el de Edward. Le sigue la cocina, luego lo que sería la sala y finalmente el espacio para un patio de ropas. Todo en obra negra, es decir, en cemento. En el segundo piso está el cuarto de Serafín y Nidia.

Detrás de su casa tienen un cultivo de papa, sembrado en su totalidad por Serafín. Viven de una dieta basada en la trucha y bebidas calientes, especialmente el chocolate. Desayunan, almuerzan y cenan con chocolate bien cargado hecho en agua. Suelen comer carne seca, que ellos mismos cuelgan y dejan “madurar”, como se conoce hoy este proceso, por más de diez días en el páramo.

Camino al páramo: Sendero que inicia en el rancho de Serafín y que en lo plano termina en una cascada de más de cuarenta metros de altura. Todo el recorrido es acompañado por el río Lagunilla y su característico olor a azufre. (Foto: Andrés David León)

Sus hijos, de treinta y un años, el mayor, y, de veintiséis, el menor, llevan una muy buena relación con él. Han aprendido de todo lo que Serafín hace y ahora lo replican. Edward, el mayor, hace labores de guianza en el páramo a turistas y se dedica a la construcción cuando no está en el nevado. Ánderson, el menor, tiene una tienda en una de las esquinas del parque principal y pasa sus días entre el pueblo y el rancho de su padre. Serafín por condiciones de salud ya no puede permanecer mucho tiempo en las frías zonas del valle de Lagunilla, donde se ubica su casa del páramo. Ánderson es quien heredó esta dura, y silenciosa labor de guardián.

Serafín ha acuñado un pensamiento y hoy es la guía con la que puede describirse a este hombre valeroso, dedicado y entregado a su gente. - Si yo no me salvo, no importa, yo ya he vivido mucho, pero sé que con lo que yo hago puedo salvar a muchas personas, en especial a los niños, porque ellos son los que más sufren en las situaciones difíciles.

— La labor que cumple Serafín es importante para rescatar la memoria y la identidad del municipio. Es importante que siga realizando esa labor que hace y es importante que esa memoria no se pierda y se mantengan las tradiciones frente a esos hijos del volcán. — Breiler Sanabria, Guía de Parques Naturales.

 

Su fiel amigo: Serafín contemplando al Nevado del Ruíz. (Foto: Andrés David León)

— Lo conozco hace muchos años como una persona de campo, muy trabajador, además de ser una persona muy sencilla y noble, como se caracteriza el campesino trabajador de Murillo.— Pedro Nel Ospina, Director de la emisora Voces del Ruíz—

—Es muy buena la labor que realiza, o realizaba, él. Y es muy duro saber que mi papá estuvo cerca de la avalancha que arrasó Armero. Además, es necesaria que alguien cumpla esta labor de vigilar el volcán para poder avisar a los pueblos cercanos. Ahora lo hago yo por seguirle los pasos a mi papá. — Ánderson Ariza, hijo menor de Serafín.

—Esa labor es muy interesante. A uno a veces le da miedo porque él está aquí solo y nosotros en el pueblo. Es una labor muy bonita y que a él le nace y le gusta, y que no cualquiera hace. — Edward Ariza, hijo mayor de Serafín.

Valle de Lagunilla: Vista del valle por donde inició la avalancha que destruyó Armero. Al borde de la carretera se puede apreciar la casa de Serafín, la única de la zona. (Foto: Andrés David León)

— Lo que él hace es muy bueno. Aunque a él sí le tocó vivir toda la tragedia cuando explotó el volcán. — Luis, poblador y conocido de Serafín hace más de cincuenta años.

— Serafín es muy importante para el pueblo, no cualquiera hace lo que él ha hecho. Ha hecho mucho por esta comunidad y nunca recibió algo a cambio. Le gusta darlo todo por las personas que le interesan. — Nidia, esposa de Serafín.

Estas son unas de las muchas personas que piensan que Serafín y sus quehaceres son de suma importancia, no solo para su círculo más íntimo como su familia, sino para miles de personas que pueden depender de la entrega que el “Guardián” tiene para con el volcán. Sin importar que sean muchos o pocos los años que le queden a este valeroso personaje, lo que muchos quieren es que su frase icónica no se convierta en realidad. Que pueda seguir ayudando a las personas y las pueda salvar sin entregar su vida a su mejor amigo.

En plena actividad: Serafín a donde sea que vaya lleva consigo un radio, con el que se comunica con el Servicio Geológico, ubicado en Manizales. (Foto: Andrés David León)

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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