Historias de mujeres que viven el consumo desde dos orillas: mientras unas lo padecen como huella de violencia y abandono, otras lo asumen como espacio de amistad y diversión.
“Yo sentía mucha rabia con mi papá, creo que eso ayudó a generar vacíos en mi corazón. Mis hermanos podían estudiar, yo no. Nunca fui la preferida”, recuerda Patricia mientras llora y se soba el pecho. Desde ese momento siente que la desigualdad llegó a su hogar y abrió la primera grieta de dolor. Esa herida, marcada por la falta de oportunidades y el abandono emocional, fue el punto de partida de un camino que la llevó a la droga, la prostitución y la violencia. Esa es la realidad que viven miles de mujeres a diario.
Estos casos evidencian una grave problemática de dependencia a la droga y al alcohol por un trasfondo social y familiar. Más allá de satisfacer un consumo, es la herida de un vacío que deja la ausencia del amor, según varios estudios sociales. La UNODC (United Nations Office on Drugs and Crime) realizó una investigación en la que resalta que la violencia de género incluye: abuso sexual infantil, violencia de pareja, agresiones de terceros y trata con fines de explotación sexual. En mujeres que consumen drogas, su prevalencia es de dos a cinco veces mayor que en la población masculina.
Las heridas abiertas en cada familia solo demuestran el origen de un espiral que desemboca en la adicción. Alejandra, una mujer de 33 años, conoció las drogas a través de su experiencia en la calle, un lugar que desconocía y comenzó a recorrer luego de que aparecieran con fuerza los conflictos disfuncionales entre sus padres. A los 15 años, su interés por la calle 15 del Cartucho creció de manera inevitable. El contacto constante con quienes robaban y consumían la fue arrastrando, hasta que, con solo 17 años, comenzó a repetir los mismos patrones.
Para Alejandra y Patricia, cometer delitos como el hurto o formar parte de una organización de trabajadoras sexuales no producía incomodidad; más allá de eso, entendían que el intercambio era simple: dinero por droga. Un estudio de la Universidad Autónoma de México analiza la relación entre el ejercicio de la prostitución y el consumo de sustancias como estrategias de supervivencia. En ese sentido, ejercer la prostitución para costear el consumo evidencia cómo ambas problemáticas se entrecruzan y se refuerzan, profundizando las condiciones de vulnerabilidad.
No había tiempo para pensar en el miedo o en la culpa, especialmente para Alejandra. Sin mostrar el menor signo de arrepentimiento, abordaba taxis armada con pistolas de 9 mm o con una 7 corto. El robo se ejecutaba en grupo: ella se sentaba atrás y tiraba del freno de mano, otro se quedaba al volante y un tercero se encargaba de arrebatar las pertenencias. Ella obtenía el teléfono y la radio del taxista; al conductor lo dejaban descalzo para que no pudiera seguirlos.
En esa línea marcada por la violencia y la droga aparecieron hombres que jugaron un papel determinante en sus vidas. Ambas encontraron en la calle rostros masculinos que no solo las sedujeron, sino que las empujaron a consumir con mayor frecuencia, a depender y, en el caso de Alejandra, a seguir delinquiendo. Empujada por la necesidad y la mala influencia, terminó capturada y tuvo que afrontar las consecuencias que durante tanto tiempo había logrado evadir.
El mismo estudio de la UNODC mostró que las parejas íntimas masculinas suelen influir en el consumo de drogas de las mujeres. Estar en una relación con un hombre que consume aumenta el riesgo de iniciar y mantener el consumo; en muchos casos, son ellos quienes las introducen por primera vez a las sustancias. Es el caso de Patricia, una mujer de 48 años que lleva más de 25 en procesos de rehabilitación: ella no conocía a profundidad el mundo de las drogas y fue obligada a consumir. David (nombre ficticio por seguridad) la sometía psicológica y físicamente; la golpeaba y la amenazaba cuando iban a ver a su bebé, que permanecía al cuidado de los padres de Patricia. Ella recuerda que él la intimidaba diciendo: “Le doy diez minutos; si no sale en diez minutos, entro y le mato a su mamá, su papá y a su hijo”.
Algo similar vivió Angie, de 36 años, quien comenzó a consumir mientras vendía drogas con un joven que le decía que la quería. Ella misma reconoce que aquello no era amor: “Una persona que quiere realmente a otra, no la pone a vender eso”.
Según Angélica Rodríguez, psicóloga especializada en el tema: “Se puede evidenciar que, en las personas con bajas estrategias de afrontamiento y un bajo nivel de desarrollo de la personalidad, la pareja no adicta puede fomentar el consumo para satisfacer sus propias necesidades emocionales, o la persona adicta puede depender de su pareja para el consumo, creando un círculo vicioso difícil de romper y que fomenta el aumento del consumo”.
Angie atravesó un proceso de rehabilitación en diferentes fundaciones. En la última aplicaban la llamada terapia de choque —un método que busca generar un impacto para impulsar el cambio en el paciente—. En este lugar Angie tuvo muchos problemas, pues la ahogaban, pero, extrañamente, se sentía más cómoda allí. Ella menciona que se había vuelto una costumbre, debido al largo tiempo que llevaba en la fundación.
Afirma que, a pesar de estar encerrada en un lugar que no era de su preferencia, se sentía mejor. Cada vez que pensaba en la calle, o la recordaba, venía a su mente el frío y lo duro que era sobrevivir allí. En su relato, la calle aparece como un espacio hostil y difícil, percepción que también comparte Mariana, quien vivió en la calle y describe lo complejo de enfrentarse diariamente a la intemperie y a la violencia del entorno.
Mariana, una joven de 20 años, empezó a consumir a los 11. Como en otros casos, su situación se profundizó por la falta de atención de su madre, más pendiente de su pareja sentimental, recién salido de la cárcel, un hombre que incluso decidía si ella podía o no salir con su propia hija. Sin embargo, tras desmayarse en el colegio, le practicaron una prueba toxicológica que llevó a su madre a internarla en una fundación.
Desde pequeña, Mariana estuvo en varias instituciones, aunque en repetidas ocasiones intentó escaparse. Una de esas veces estuvo al borde de la muerte. Relata: “De la fundación Ciudadela Amigoniana de la Niña en Madrid lo intenté como seis veces, hasta que me cansé; la última casi me ahogo en un caño, mis pies se enredaron entre las raíces”.
Después de ese suceso, Mariana pasó un tiempo sin consumir, en parte por la vergüenza que sentía al ver cómo la gente la miraba cuando se paraba en una esquina a fumar con su grupo de amigos. Otra de las razones fue su bebé, que hoy tiene cinco años y permanece al cuidado de su abuela. Su madre la sacó de la casa, pues Mariana no podía trabajar todos los días y hacerse cargo del niño al mismo tiempo. Tras esa ruptura, comenzó a vivir en un paga diario, sostenido con el dinero que obtenía de vender dulces o limones en la calle, además de enviar parte de esos ingresos para el cuidado de su hijo.
Mariana es una de tantas mujeres que ha logrado dejar de consumir por cuenta propia. Sin embargo, reconoce que fue un camino difícil, marcado por varias recaídas. La primera ocurrió en épocas decembrinas. David, su compañero de entonces, tuvo que recogerla de la calle porque ni siquiera podía caminar. Tenía los labios partidos, la boca inflamada, la lengua y la garganta adoloridas, además de los pies llenos de ampollas. Darse “permisos”, como ella misma lo expresa, fue lo que la llevó a esa recaída.
La segunda ocurrió cuando asesinaron al padre de su hijo mientras ella se encontraba en Medellín. “Su muerte me dio muy duro porque él fue el amor mío, no pude asistir ni siquiera al entierro”, explica mientras sus ojos se llenan de lágrimas. No obstante, Mariana considera que la tercera recaída fue la más dura de todas: en esa ocasión fue víctima de una violación por parte de un “campanero”, uno de los hombres que permanecen en las esquinas de las ollas para advertir la presencia de extraños y cumplir el papel de seguridad en el lugar.
Ese día, Mariana solo buscaba comprar lo que iba a fumar. Sin embargo, el hombre empezó a regalarle droga hasta dejarla, como dice ella, “trabada”, es decir, completamente bloqueada por los efectos de la sustancia. Luego la llevó a su pieza, donde ocurrió el abuso. Según cuenta, denunciar nunca fue una opción: sabía que la policía de ese sector estaba corrompida y que, en lugar de protegerla, la señalarían por ser mujer y por encontrarse en un lugar como ese.
De acuerdo con Angélica Vega, trabajadora social: “Cargar con las responsabilidades domésticas, la crianza de los hijos, tener fracturas emocionales o pasar por duelos que no se han sanado… situaciones de esa índole generan que la mujer, en su falta de redes de apoyo, no encuentre dónde más refugiarse, y ahí es cuando cae en el consumo. Como mujeres estamos más propensas a pasar por ese tipo de situaciones, somos más vulnerables”.
Mariana no tuvo una red de apoyo. Lo recuerda claramente: un día, cuando se encontraba muy mal, llamó a su madre y le pidió que la internara, de lo contrario se iría de la casa. La respuesta fue un golpe más: “Vaya y busque a sus amiguitas. Dígales a todas sus amigas que la lleven”. Entonces Mariana dice: “Yo escuché eso y se me salieron las lágrimas. Le respondí: todo bien, yo no escuché nada. Le colgué. Y de ahí empecé a fumar peor, porque pensé: si a mi mamá no le importó, ¿a quién le iba a importar?”.
“Me sentía una carga para todos”, afirma Gabriela, una joven de 21 años que, aunque al inicio consumía con fines recreativos, pronto transformó el consumo en una forma de afrontar sus problemáticas. Ella tampoco encontró una red de apoyo. Su madre la echó de la casa sin darle tiempo siquiera de buscar un lugar donde vivir. Ese momento fue el que más la marcó, según dice, pues tuvo que pasar las dos primeras noches sin techo.
Para no dormir en la calle, pasó 48 horas en un bar, tomando y fumando marihuana y perico —como se conoce comúnmente a la cocaína—. Un estudio de MedlinePlus describe la cocaína como un estimulante que puede hacer sentir a sus consumidores con mayor energía. Esa era la razón por la cual Gabriela no tuvo problema en no dormir durante aquellas noches. Tanto ella como María Fernanda, una joven de 20 años, consideran que la cocaína es una de las sustancias más peligrosas: sus efectos aparecen casi de inmediato, se desvanecen en pocos minutos y la necesidad de consumir más regresa al instante.
María Fernanda, al igual que Gabriela, no se considera adicta a las sustancias psicoactivas. Ambas afirman tener la capacidad de dejarlas cuando lo prefieran o lo consideren necesario. Incluso María Fernanda se describe como una consumidora recreativa. Procura evitar el consumo en momentos de dificultad y prefiere hacerlo cuando se siente bien, no como una forma de escapar de lo que no quiere afrontar. Para ella, consumir en esas circunstancias sería comparable a darle alcohol a alguien que atraviesa una tusa.
Las fiestas raves o de techno —eventos bailables con música electrónica rápida y repetitiva, acompañados de espectáculos de luces— y los encuentros con amigos son los espacios donde el consumo aparece con mayor frecuencia. Representan un escenario ambiguo: por un lado, diversión y socialización; por el otro, el riesgo de caer en excesos o de “malviajarse” —reaccionar mal, perder el control o alterarse—.
Aun así, insisten en que la decisión de consumir recae en cada persona y subrayan la importancia de la voluntad individual. Sin embargo, Mafe también cree que el contexto social de cada mujer influye. Un estudio de la Secretaría de Salud, publicado en 2025 con cifras actualizadas a comienzos de septiembre, evidenció que gran parte de los casos de consumo corresponden a mujeres que no lograron culminar su formación académica. Esto refleja cómo las trayectorias educativas truncadas están atravesadas por entornos sociales que facilitan la vulnerabilidad frente a las drogas. Esa misma realidad se hace visible en algunas de estas mujeres: ninguna terminó sus estudios en su momento y, hasta ahora, en medio de sus procesos de rehabilitación, están retomando el bachillerato como una forma de reconstruir sus proyectos de vida.
Por otra parte, el Ministerio de Salud advierte que el sistema sanitario es uno de los espacios donde más se reproduce el estigma hacia las personas que consumen drogas. Patricia lo experimentó en la Clínica de la Paz, donde le recetaron pastillas para sobrellevar el tratamiento; sin embargo, al salir, la EPS le negó el suministro. Esa interrupción abrupta le generó ansiedad y, finalmente, una recaída. Casos como el suyo reflejan una de las formas más comunes de estigmatización: la negación o postergación de tratamientos.
Las experiencias recogidas muestran dos caminos que conviven en una misma realidad. Para algunas mujeres, el consumo ha sido una práctica recreativa, un complemento de diversión que, desde su perspectiva, puede manejarse con responsabilidad y sin caer en la dependencia. Para otras, en cambio, las sustancias se convirtieron en un escape frente a sus problemáticas personales, una salida momentánea motivada por los efectos intensos que producen.
Aun así, muchas han intentado salir adelante. Patricia, por ejemplo, hoy sostiene un emprendimiento de traperos. Otras luchan por reencontrarse con sus familias. Algunas, fortalecidas en su fe, aseguran que con la ayuda de Dios ya no sienten la necesidad de consumir. Y jóvenes como Mariana y Gabriela han logrado mantenerse alejadas de las drogas gracias a su autonomía y voluntad. Aunque Mariana atraviesa actualmente una situación difícil, se mantiene firme en su decisión de regresar a una fundación. Ella, al igual que Alejandra, lucha por reencontrarse con sus hijos.
Las voces de Patricia, Alejandra, Angie, Mariana, Gabriela y María Fernanda demuestran que el consumo de drogas no es una experiencia única ni lineal, sino un tejido de heridas, resistencias y esperanzas. Algunas cargan con pasados atravesados por la violencia, la falta de apoyo o la ausencia de oportunidades. Otras lo viven como un ritual social que acompaña sus espacios de diversión. Sin embargo, todas coinciden en que el consumo no puede entenderse de manera aislada, sino desde los contextos familiares, sociales y culturales que lo rodean.
En sus relatos aparecen las huellas de la calle, la desigualdad, la estigmatización, el miedo y también los intentos de sanar. Cada historia revela que, detrás de las cifras y diagnósticos, hay mujeres que enfrentan realidades complejas, distintas entre sí, pero unidas por un mismo desafío: el contraste entre la condena social y la vivencia íntima, entre el estigma y la autonomía, entre la caída y la posibilidad de levantarse.
Para tener en cuenta:
Los últimos informes de Colombia muestran que el consumo de sustancias psicoactivas no es un fenómeno neutral al género: aunque los hombres siguen reportando una mayor prevalencia, las brechas de consumo entre mujeres y hombres se estrechan, especialmente en edades tempranas. Según el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas Colombia 2022, del Observatorio de Drogas del Ministerio de Justicia, los patrones de uso están cada vez más ligados a condiciones sociales, falta de apoyo familiar, problemas emocionales no resueltos y trayectorias educativas truncadas.
*La imagen de portada de esta historia fue generada en IA. Las protagonistas de la crónica no quisieron aparecer en la publicación*