En Barichara, Santarder, una palestina y una israelí pasan del recelo al abrazo: convierten el silencio en charlas públicas, reúnen donaciones para familias que sufren la guerra y demuestran que la amistad puede abrir camino donde las banderas cierran puertas.
Todo empezó en encuentros sueltos: un saludo tibio en una velada cultural, la torpeza de coincidir en un almuerzo temático y ese silencio espeso de quienes intuyen que las separa algo más que la agenda: una distancia hecha de siglos. Una hablaba un español pulido en el exilio, con ecos franceses; la otra, un español moldeado por años en Colombia. Se cruzaban miradas, ensayaban preguntas de trámite y seguían de largo.
Rama Elias creció en una familia marcada por el desarraigo. Sus abuelos huyeron de Palestina en 1948. Se refugiaron en Siria. Luego partieron a Suiza. Volvieron a empezar más de una vez. De niña entendió que decir “palestina” era cargar una etiqueta que el mundo leía al revés según quién mirara. Para unos, amenaza. Para otros, resistencia. No nació en Palestina, pero las raíces no se borran. Con los años le despertaron una curiosidad terca y un fuerte sentido de pertenencia.
Zoe Rose nació en Israel. Creció bajo banderas que no sentía propias. Muy joven se volcó al activismo, convencida de que el país debía cambiar. Marchó. Debatió. Firmó peticiones. Vio cómo pasaban los años y nada se movía. La incomodidad se volvió un peso diario. Entonces se fue. Viajó con una maleta ligera y muchas preguntas. Aprendió a escuchar acentos y a leer mapas nuevos. Colombia le ofreció silencio, montañas y un ritmo distinto.
Ambas llegaron a Barichara con historias de migración a cuestas. Se instalaron sin imaginar que algún día se verían obligadas a enfrentarse, no con gritos ni con consignas, sino con la posibilidad real de conversar.
Ellas se unieron para hablar sobre el dolor del conflicto y la esperanza de la paz.
Las primeras veces que coincidieron hubo tensión. En una reunión Zoe oyó que el hijo de Rama tenía un nombre hebreo. El detalle no se le escapó. Dejó un aire de incomodidad. Algo quedó suspendido en el ambiente. Intentaron sostener la neutralidad como puente. Otro día compartieron mesa en un almuerzo. El menú era comida palestina. El hummus y el falafel se volvieron un campo de batalla simbólico. En esa región hasta la mesa es territorio en disputa.
“Todo fue raro. Muy raro”, recordaría Zoe de aquel almuerzo en el restaurante. El miedo a confirmar lo que intuían frenó cualquier acercamiento. No habían tenido la ocasión de preguntarse. ¿Eres palestina? ¿Eres israelí? ¿Qué piensas del conflicto? El silencio pesaba menos que una discusión posible en un pueblo pequeño.
El punto de quiebre llegó en un cumpleaños infantil. Entre globos y canciones, Zoe se acercó y dijo: “Tenemos que hablar”. No fue un diálogo político ni un debate académico. Fue una confesión íntima, la sensación de vivir con la mitad del corazón en otro lugar, la desesperación de no saber cómo actuar frente a un conflicto que no termina. Rama escuchó y, en lugar de replicar, compartió su propia historia de contradicciones. Así, de manera casi imperceptible, el muro empezó a caer.
Con el tiempo hablaron más. En Colombia podían decir lo que en sus países callaban. Rama decidió organizar un ciclo de charlas en Barichara sobre Palestina. La primera fue de historia con la historiadora Diana Uribe. La segunda trató de propaganda y política con el corresponsal de guerra Néstor Rosanía. En la tercera se sumó Zoe. Juntas hablaron de lo humano. Esa noche se presentaron ante el público y compartieron sus vivencias. Mientras contaban exilios, vergüenza, culpa y dolor, sus hijos jugaban cerca. La escena fue imponente. Niños que reían juntos. Aún no cargaban la herencia del odio.
“Si nosotras decidimos ser amigas, para nuestros hijos ya se acabó la guerra”, dice Rama mientras estaba sentada en el cementerio de Barichara.
Pero no todo fue aceptación. En una charla alguien del pueblo las acusó de mentir. Repartió folletos con otra versión de la historia y protestó por la presencia de estudiantes. Vinieron los murmullos, las tensiones y las quejas ante la Alcaldía. Ellas lo asumieron como el costo de atreverse a hablar. “Exponerse en este tema siempre es un riesgo”, admite Zoe.
Aun así, el ciclo de charlas siguió. Y fue más allá. Organizaron encuentros para recoger donaciones para familias palestinas golpeadas por la guerra. La incomodidad inicial se volvió un gesto colectivo. Una causa común. No hablaban en nombre de ninguna bandera. Hablaban por las miles de mujeres y niños que sufren.
Sus historias se abrieron despacio. Rama hablaba de Damasco con nostalgia. Las callejuelas del zoco, los muros antiguos, el jazmín en los balcones, vecinos que compartían pan y té. Allí la diáspora palestina aprendió a armar hogar con poco. También recordaba el quiebre: empacar la vida, cerrar la puerta, dejar amigos atrás. Un país que cambiaba y volvía frágil la rutina. En Suiza todo fue nuevo. La nieve. El idioma. Las oficinas de extranjería. Los silencios largos. Aprender a empezar otra vez.
Zoe recordaba las protestas en Israel. La sensación de nadar contra la corriente. Las acusaciones de traición. A las dos las unía el desarraigo y la migración. Aprender un idioma desde cero, adaptarse a costumbres ajenas, extrañar a la familia y, de algún modo, también a la nación.
En Colombia encontraron algo más que refugio. Hallaron pareja y armaron familia. Entre arepas y patacones, jugo de maracuyá y gulupa, aprendieron a moverse en otra vida. Tramitar papeles, buscar escuela, entender acentos. Paso a paso, el país dejó de ser hotel y empezó a ser hogar.
Rama y Zoe sentadas en el parque, su amistad se ha convertido en una poderosa demostración de que la paz, a veces, comienza con acciones civiles y con el simple hecho de verse como personas, no como enemigas.
La palabra paz aparecía una y otra vez. En árabe, salam; en hebreo, shalom. Ambas significan “ la paz contigo”, un saludo con un significado simbólico. Tal vez por eso, en Barichara decidieron saludarse de otro modo. No como enemigas, sino como personas. Con el tiempo la desconfianza mermó. Se volvió charla. Luego risa. Al final, complicidad.
Rama lo explica así: “No habrá paz si dejamos todo en manos de los Estados. La esperanza está en la sociedad civil: en la gente que decide mezclarse, hablar, compartir”. Zoe añade: “La causa palestina también es una causa humana. Si toleramos un genocidio allá, puede repetirse en cualquier lugar del mundo”.
La guerra quiso que fueran enemigas. Colombia les permitió ser amigas. Y en esa amistad encontraron la fuerza para unirse en una misma causa, hablar por el pueblo palestino, denunciar la injusticia y recordar que la paz, a veces, empieza con un simple saludo.
Ambas coinciden en que la historia del pueblo palestino, poco a poco, ha sido relegada a un segundo plano. Se miran y llegan a una conclusión incómoda: resulta contradictorio que Israel, con la memoria del dolor y la violencia sufridos por el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial, no pueda ponerse en los zapatos de los palestinos —sus vecinos, quienes en otro tiempo les tendieron la mano—, cuando estos solo reclaman un derecho fundamental: la libertad.
Esa misma libertad permite hoy a Rama y a Zoe hablar de lo que ocurre a 10.000 km. De un lugar donde la guerra convirtió casas, edificios y familias en recuerdo. La brisa les mueve el cabello. El gesto se vuelve serio. En esa seriedad asoma una vulnerabilidad que a muchos les falta cuando intentan entender qué pasa y por qué.
Al preguntarles qué significa para ellas cargar con la identidad palestina e israelí en un contexto tan complejo, Zoe, mirando al horizonte, responde que, para ella, ser de Israel en este momento es llevar una pesada cuerda entre la responsabilidad y la culpa. También recuerda que, muchos años antes, cuando, por una obligación impuesta por el gobierno, tuvo que recibir educación militar, se dio cuenta de que el activismo era una salida para empezar a combatir el sionismo a través de acciones colectivas.
Luchó hasta donde pudo, hasta perder la esperanza, y quiso buscar otro norte en otra tierra que no fuera la suya. Pero, como una flor, la esperanza renació: volvió a la vida a partir de los relatos, de contar su historia, de comprobar que sí hay quienes escuchan y que algo puede hacerse por quienes no pueden. Como ellas mismas dicen: “No sirve de nada llorar todos los días y no hacer nada; hay que actuar”.
Por su parte, Rama afirma que, desde un hecho puntual como la caída de las Torres Gemelas, al mundo árabe se le ha catalogado como “terrorista”, un estigma que termina usándose para justificar los horrores cometidos por el Estado de Israel. Al haberse criado en Suiza, muchas veces la gente desconoce sus raíces; aun así, ella habla con orgullo de su tierra, de Palestina, y sostiene que al mundo le falta valentía para apoyar a sus habitantes.
La amistad ha sido para ellas una fuerza que hoy las lleva a hablar de la paz como una utopía posible, pero solo si se emprenden acciones colectivas. Lo que han conocido del conflicto en Colombia les ha servido para ver la esperanza en una pesadilla que parece no tener fin. Cuentan, con emoción, que Barichara y su vecina Villanueva estuvieron en conflicto; para tender puentes, habitantes de ambos pueblos se reunieron a abrir carreteras lejos de sus territorios. Así, fuera de los focos de tensión, nacieron amistades improbables: pasaron de verse como enemigos a mirarse como personas.
Zoe cuenta que, de niña, su educación nunca le habló de la cultura árabe ni de sus idiomas. Solo le repetían que era “otra gente”, gente que podía ser mala. Sus padres, de mirada abierta, la enviaron a un campamento privado. Allí conoció a una niña palestina. No era la “mala” de los relatos. Jugaron juntas. Venía de otro lugar, pero era como ella.
Ahora, en la vida adulta, y ambas siendo migrantes a un territorio desconocido como Barichara, en donde la lengua y las costumbres son totalmente distintas a las suyas, su amistad ha sido un factor clave para poder contar su historia juntas y no sentirse tan lejos de casa. Ambas cuentan que lo que más extrañan de allí es la comida, y tanto los amigos como la familia —esos que ahora están en diferentes partes del mundo—. Junto a ellos podían tener conversaciones propias de su naturaleza cultural. Aunque siguen hablando sus lenguas natales con ellos en llamadas telefónicas y visitas inesperadas, y sus hijos se han apropiado de sus culturas de una forma especial, la nostalgia siempre es permanente.
Juntas, tan diferentes como parecidas, comparten casi los mismos sueños. Para Rama, poder ir algún día a Palestina y seguir luchando por una causa tan simbólica como el apoyo a su comunidad es una casita que empieza a levantarse poco a poco. Para Zoe, obtener una segunda nacionalidad —algo que está a punto de lograr— y compartir la causa con Rama y con muchas otras personas la impulsa a levantarse y a pensar que la esperanza no se pierde cuando hay una mano amiga de la cual sostenerse.
En su conversación se detienen en el papel de los medios. Dicen que, en guerras como la de Gaza, el acceso es limitado, las comunicaciones caen y la propaganda compite con el buen periodismo. En ese “ruido de la guerra”, muchas coberturas se vuelven pasivas: repiten boletines, ponen versiones en espejo y el público recibe más ambigüedad que claridad.
“De un mismo hecho puedes leer que no hubo muertos o que fueron 200; que la culpa fue de Hamás o del ejército israelí”, resumen. “No es solo un problema de cifras”, añaden: “Sino de método: quién verifica, con qué pruebas y en cuánto tiempo”.
Por eso insisten en otra forma de informar: decir qué se sabe y qué no, explicar cómo se verificó, contrastar fuentes civiles y humanitarias, y poner a las víctimas en el centro. Solo así, creen, la noticia deja de ser tibia y se acerca a la realidad.
Esto evidencia hasta qué punto, en un contexto de guerra, hacen falta la libertad de expresión y la verdad. Las cifras de periodistas asesinados son altas. La prohibición del acceso de periodistas a Israel y, además, la negligencia de otros Estados han profundizado el silencio. Rama plantea que a Rusia se le impusieron decenas de sanciones por el conflicto en Ucrania, pero que el mundo parece temer a Israel y, por eso, prefiere no actuar.
Camisetas grabadas por ellas mismas.
Sin embargo, Rama y Zoe son el ejemplo perfecto para creer, entre tantas cosas, en dos específicas: primero, que la esperanza y el cambio comienzan con las acciones que emprendemos como comunidad y que no debemos quedarnos callados ante la injusticia; y segundo, que, como ellas mismas dicen, «la lucha por Palestina es la lucha por la humanidad».
¿Qué pasa en Gaza?
En Gaza, tras casi dos años de guerra iniciada el 7 de octubre de 2023, el Ministerio de Salud local reporta 65.419 personas muertas y 167.160 heridas, mientras la distribución de ayuda sigue siendo peligrosa y restringida. La ONU confirma víctimas incluso durante intentos de acceder a suministros. La OMS y UNICEF advierten un deterioro sanitario extremo: se confirmó hambruna (IPC Fase 5) en la gobernación de Gaza, con al menos 361 muertes por malnutrición (130 niñas y niños) y proyecciones de más de 500.000 personas en condiciones catastróficas. En paralelo, continúan los bombardeos israelíes y las presiones diplomáticas por un alto el fuego durante la última Asamblea General de la ONU. El mundo observa en vivo y en directo un genocidio.