Aun así, estas personas, que a diario reciben maltrato, críticas e incluso amenazas por parte de la comunidad, siguen firmes, trabajando con dignidad. Luchan y persiguen los sueños que en algún momento han tenido que dejar a un lado por distintas circunstancias. Y, pese a todo, cuando hablan, rara vez borran la sonrisa del rostro.
Las cicatrices que también construyen:
Son las 4:30 de la mañana en Bosa Centro. Carlos Arturo se levanta, organiza su desayuno y su almuerzo, prende la moto y se va camino al trabajo. Entre 45 minutos y una hora tarda en llegar a la obra de la Avenida 68, donde trabaja desde 2018. Allí, entre redes eléctricas, acueducto y telecomunicaciones, comienza su jornada a las siete de la mañana, aunque nunca sabe con certeza a qué hora terminará.
Aunque su nombre es Carlos Arturo, todos lo conocen como “Mocho”. El apodo lo tiene desde 2004, cuando un trapiche de moler caña, en una finca, le quitó dos dedos de la mano derecha. El sobrenombre nunca ha sido una carga, sino el sello de su identidad. En la obra casi nadie lo llama por su nombre: Mocho es el hombre que inspira y lidera con una mezcla de disciplina y carisma. No solo cumple con su rol de inspector; también es un amigo que escucha los dilemas de sus compañeros. Es un guía al que le gusta enseñar y motivar a su equipo, en especial cuando una de sus funciones es el cambio de redes de alcantarillado, tanto secas como húmedas.
“Todas las actividades realizadas en la obra están identificadas en la matriz de riesgos. Sin embargo, hay tareas delicadas, como la construcción de puentes y ciclorrutas, el cambio de redes de alcantarillado existentes, trabajos en alturas, excavaciones profundas, soldaduras, espacios confinados y redes subterráneas”, explica Jorge Avellaneda, inspector de medio ambiente y de seguridad y salud en el trabajo - MAS.
Carlos Arturo, más conocido en la obra como “Mocho”. Foto de Natalia Vanegas.
Mocho siempre ha hecho labores de finca. Trabaja desde los 11 años; pasó por el Ejército, donde fue seleccionado entre los diez mejores soldados de su contingente en 1992 y elegido con visa al Sinaí (no viajó para no dejar sola a su madre). Nunca se imaginó estar en una empresa, y menos después de su accidente, pero la oportunidad llegó y lo sorprendió: lo contrataron sin importar su condición física y, desde entonces, se ha convertido en un ejemplo de resistencia dentro de la obra. Carlos apenas estudió hasta quinto de primaria, pero en la práctica encontró su escuela. Con dedicación y disciplina aprendió de todo un poco: topografía, electricidad, herramientas de obra. Ese conocimiento empírico, sumado a su empeño diario, le ha permitido avanzar y ganarse un lugar respetado entre sus compañeros, escalando posiciones que muchos no imaginarían.
Tiene dos hijos, ya mayores de edad (25 y 24 años). Son su mayor motor e inspiración. Los formó en medio de ausencias inevitables por el trabajo, pero siempre estuvo pendiente de ellos. Hoy hacen su propio camino. Carlos sueña con la pensión para poder descansar y disfrutar más tiempo con su familia, pasear, salir a comer y recuperar los años que el trabajo le quitó.
Cuando llega a casa se quita el chaleco y la chaqueta, busca una sudadera o una pantaloneta. Prepara lo del día siguiente, cocina su almuerzo y se baña mientras pone la ropa a lavar. Luego ve un rato televisión y, cerca de las diez de la noche, se acuesta para iniciar el siguiente día con la mejor actitud.
Entre botas, casco y polvo, Carlos Arturo carga una certeza: la dignidad también se construye en la obra. El Mocho es más que un obrero, es un hombre que convirtió su apodo en bandera, su trabajo en orgullo y su vida en ejemplo.
En el corazón de la obra:
Entre todos los trabajadores está Wilson, quien, con 56 años, sigue luchando. Es de baja estatura, con poco pelo y algunas arrugas en las manos y el rostro. Su expresión es seria, pero de vez en cuando asoma una sonrisa contagiosa. Algunos compañeros le dicen de cariño “abuelito”.
Durante mucho tiempo trabajó en diferentes construcciones, muchas mal remuneradas —incluso algunas nunca le pagaron—. En su vida prestó servicio militar como soldado voluntario; después fue celador hasta que la empresa quebró, dejándolo sin ingresos. Luego colaboró en diversas obras: pala, pica, transporte de cemento, ladrillo y demás materiales. Hasta que, el 20 de junio de 2023, ingresó a la empresa en la que trabaja hasta hoy.
Es auxiliar de tránsito, un puesto con sus propias dificultades: lidiar con vehículos y ciudadanos por cierres, salidas de camiones o desvíos. La intolerancia de algunas personas, en repetidas ocasiones, lo ha puesto en riesgo. Por seguridad, Wilson evita confrontaciones: nunca se sabe qué pueda llevar alguien consigo.
En este tiempo ha aprendido cosas que en otros lugares no le exigían: charlas de seguridad, importancia del uso de cada elemento de protección, lista de implementos diarios. Sin embargo, una noche su vida cambió: el 23 de noviembre del año pasado sufrió primero un preinfarto y luego un infarto. Desde entonces, su cuerpo emite un leve sonido; su corazón ya no es tan fuerte como antes.
"En ese momento la empresa activó el protocolo adecuado: atención inmediata con primeros auxilios, remisión a un centro médico, e investigación con participación de todas las áreas involucradas, el comité COPASST y los líderes del área", contó Jorge Avellaneda.
Actualmente, la empresa lo mantiene en oficina, con actividades sin mayor esfuerzo físico. Cada que tiene cita médica se va con la tranquilidad de que no lo van a molestar: todos sus compañeros están pendientes del “abuelo”. Aunque no es el único con quebrantos de salud, sí es uno de los más queridos.
Sin familia y viviendo solo en arriendo desde los 19 años, Wilson tiene un sueño sencillo: comprar una casa propia. “Toda la vida pagando arriendo… ya es hora de tener algo mío”, dice con una mezcla de cansancio y esperanza, mientras sigue firme en su trabajo.
La fuerza detrás de un casco:
El despertador suena desde las cuatro de la mañana, pero Yenaidis casi nunca lo necesita. Sus gemelos de dos años, y su hijo mayor de ocho, pronto están listos. Es madre soltera, proveniente de un corregimiento del Atlántico; llegó a Bogotá hace ocho años con su pareja y un sueño que hoy sigue vivo.
Trabaja en la Avenida 68. Aprendió a cargar sobre sus hombros no solo el peso del uniforme y las botas, sino el de sus tres hijos y una vida que no le dio tregua. Se separó, consiguió empleo en construcción y no volvió a mirar atrás. Su jornada inicia antes del amanecer y termina a las seis de la tarde. En ese lapso lleva a sus hijos al jardín, a pocas cuadras del trabajo; va a la obra y, en el tiempo de lactancia, recoge a los gemelos para dejarlos con la señora que los cuida, y así poder terminar la jornada.
Aunque el ambiente con sus compañeros es respetuoso, no faltan las miradas incómodas o los transeúntes que insultan cuando debe frenar el tráfico para permitir el paso de las máquinas o las volquetas. Aun así, Yenaidis sigue en pie. Sus ojos brillan cuando habla de estudiar Ingeniería Civil o de la casa que pronto será suya. “Ese es mi sueño: tener mis cosas, la casa de los bebés… En eso estamos”, dice, dejando escapar unas lágrimas al hablar de sus tres hijos.
“Ese es mi sueño: tener mis cosas, la casa de los bebés… En eso estamos”, dice Yonaidis. Foto de Natalia Vanegas.
Con una sonrisa contagiosa, mirada profunda y apenas 29 años, Yenaidis trabaja mientras el cemento se seca y la ciudad sigue su ritmo. Construye, paso a paso, no solo el futuro de los bogotanos, sino el de su familia.
Gracias a las políticas del proyecto, Yenaidis y otras personas pueden hacer parte de esta obra: “Al menos el 40% de la mano de obra no calificada debe provenir de localidades cercanas como Suba, Engativá y Barrios Unidos; además, un 2% está destinado a víctimas del conflicto y un 5% a población vulnerable”, comenta Andrea Ramírez, profesional del área social de la empresa.
De tierras y recuerdos:
María, de 44 años, es proveniente de San José del Guaviare. Llegó a la capital desplazada por la violencia entre Ejército, guerrilla y paramilitares. En diciembre —de ese año— estos hechos la obligaron a dejar todo atrás y a llegar a Bogotá con sus hijos pequeños. Su esposo falleció en 2021 y, desde entonces, María ocupa el lugar de madre y padre a la vez. Incluso uno de sus hijos tuvo que emigrar al exterior por amenazas de muerte.
Su día inicia a las cuatro de la mañana: alista todo, deja a su hija menor en el colegio y se dirige al trabajo. Allí levanta, barre, acomoda y carga a sus hombros pala y escoba. Al comienzo, sin querer, golpeó a un compañero con las herramientas; lograron resolver el incidente sin mayores consecuencias.
Su hora favorita es el almuerzo: puede estar un rato sola o, a veces, con sus amigos para hablar y relajarse. Se entiende mejor con los hombres que con las mujeres: ha estado rodeada de hombres toda la vida y eso le facilita la colaboración.
En varias ocasiones ha sufrido agresiones de ciudadanos que la confunden con un hombre, pues su uniforme ancho, casco, pava y balaclava le cubren el rostro. Cuando se acercan y escuchan su voz, desisten.
María se siente orgullosa de ser mujer y de trabajar en obra; orgullosa también de su origen campesino. Aunque nunca imaginó trabajar en Bogotá, aprendió a vivir con ello y a hacer lo que le gusta. No abandona la idea de estudiar y sacar a sus hijos adelante.
Su vida no ha sido fácil: al llegar a Bogotá duró un tiempo viviendo en la calle con sus hijos, recostados entre costales. Eso la volvió una mujer rebelde y de mal genio; hoy es distinta: alegre y más tranquila.
De la topografía:
Wilmer, de 42 años, lleva el cabello largo hasta la cintura, usa aretes y tiene pinta roquera. Debajo del uniforme, el casco y el chaleco, carga con él su historia. Su día se reparte entre su esposa, su hijastra de 22 años, sus padres —hoy con problemas de salud— y su hija de nueve, su mayor motor.
A las 4:30 de la mañana su esposa se levanta a preparar el desayuno y el almuerzo, mientras él se arregla y alista a la niña para llevarla al colegio y partir rumbo al trabajo. Vive en Alquería La Fragua; su trayecto en moto hasta la Avenida 68 con 80 toma entre 35 y 40 minutos. Sabe que el tiempo es su mayor desafío: sale muy temprano y regresa tarde; a veces trabaja fines de semana u horas extra para solventar la economía del hogar, lo que resta tiempo con su familia.
Wilmer es cadenero en el área de topografía. Maneja estaciones, niveles y miras. Su maleta pesa unos 15 kilos; la lleva al hombro junto con papeles —por si hay interventoría— y el almuerzo que su esposa le empacó. No tiene lugar fijo para comer: a veces en la oficina; otras, junto a una tubería, con un fogón improvisado de dos ladrillos, una lata de atún y alcohol para calentar la comida y hacer el rato más amigable. Los olores a veces son fuertes, pero el cuerpo se acostumbra.
Wilmer en su día de trabajo, observando por medio de la estación de topografía. Foto de Natalia Vanegas.
En su piel lleva el peso del trabajo y la nostalgia de la infancia. “Yo era el chavito del barrio, viendo a unos ‘kikos’ con sus juguetes; por eso me esfuerzo aquí, para que a mi hija no le falte nada, que no tenga que acostarse con una aguapanela y un pan o, de onces, una mandarina. Quiero lo mejor para ella”, dice con un nudo en la garganta.
Tiene sueños: seguir estudiando, aprender a tocar guitarra, ampliar su campo laboral. Por ahora, lo que más anhela cada día es llegar a casa y recibir el abrazo lleno de amor de su hija.
De cintas y ladrillos:
Con 42 años, una sonrisa franca y manos curtidas por el trabajo, Alci Cárdenas empieza cada jornada antes del amanecer. Vive en Suba y, en moto, recorre durante cuarenta minutos la ciudad hasta llegar a la obra donde ha pasado casi tres años. Allí, en medio del ruido de las máquinas y el polvo del asfalto, es brigadista de sostenibilidad, encargado de que todo esté en orden para que la construcción avance sin poner en riesgo a nadie.
Su rutina comienza con el registro de llegada, el cambio de uniforme y la asignación de tramos. Verifica que no haya objetos sueltos, que las señalizaciones estén en su sitio y que cada espacio sea seguro para peatones, ciclistas y conductores. Antes fue ayudante de obra, uno de esos hombres que cargaban bordillos de hasta 120 kilos bajo el sol o la lluvia. Con el tiempo ascendió a brigadista, un cargo que le permitió aprender sobre logística, seguridad y atención de emergencias.
Alci habla con orgullo de la empresa, a la que describe como un lugar que no discrimina y donde hombres y mujeres tienen las mismas oportunidades. En la obra hay mujeres en brigadas de tráfico, en logística y en cargos de supervisión, lo que convierte el entorno en un espacio más justo y diverso.
Separado y padre de una niña, reparte su tiempo entre el trabajo y la familia. Los domingos intermedios están reservados para ella, aunque la mayor parte del tiempo lo absorbe la obra. Aspira a seguir creciendo dentro de la empresa y participar en nuevos proyectos, convencido de que su trabajo, aunque silencioso, mantiene en pie el ritmo de la ciudad.
En medio del caos urbano, Alci es uno de esos hombres invisibles que hacen posible que todo funcione. Su vida, como las obras que ayuda a construir, es un trabajo constante, firme y necesario. Su labor es clave porque “la integración no solo es vial, también es con la comunidad: cómo llegan, cómo acceden y cómo conviven con la obra”, agrega la arquitecta Angélica. Y es él quien ayuda a que eso ocurra.
Tras el timón de carga
Cada mañana, cuando Bogotá apenas comienza a desperezarse, Andrés Carrillo ya está en movimiento. Vive en Bosa Magraná y, a las cuatro de la madrugada, inicia su rutina: levantarse, bañarse, vestirse, subirse a la moto y emprender el camino hacia la obra. A las seis en punto ya está en el lugar donde pasa la mayor parte del día: una ciudad dentro de la ciudad, hecha de cemento, polvo y planes por cumplir.
Lleva casi tres años conduciendo camiones para Pavimentos Colombia. Llegó por recomendación de un amigo y, desde entonces, se ha convertido en una pieza más del engranaje que mueve la obra. Transporta cemento, varillas, ladrillos, arena: materiales que para muchos son simples insumos, pero que para él representan progreso, sueños que se levantan desde el suelo.
El trabajo es exigente: jornadas largas, tráfico pesado, horarios que rara vez terminan temprano. Sin embargo, Andrés no habla de dificultad; habla de cuidado, de paciencia y de amor por lo que hace. Cada carga requiere precisión; cada maniobra, atención total. “Hay que tener cuidado”, dice con el gesto —no con palabras— mientras señala el camión que conduce todos los días, como si fuera un compañero silencioso.
Su inspiración va más allá del asfalto y las máquinas. Piensa en el futuro, en la casa que quiere terminar de construir, en cambiar la moto por un vehículo mejor, en los proyectos personales que vendrán cuando la obra termine. Lo mueve la idea de dejar huella, de saber que cuando Bogotá estrene una nueva vía, él podrá decir que ayudó a hacerla posible.
En la obra lo conocen como un hombre colaborador. Ayuda a los ingenieros, a los de tráfico, a quien lo necesite. Cree en el trabajo en equipo y en la paciencia que hay que tener con los compañeros y con la ciudad misma, esa que a veces se impacienta cuando el tráfico se detiene para dar paso a las máquinas que transforman sus calles.
No recuerda accidentes graves ni momentos difíciles. Para él, cada día es una oportunidad de hacer su parte y aprender algo nuevo. Cuando la obra termine, se sentirá satisfecho: habrá puesto su granito de arena; habrá dejado un pedazo de sí mismo en esa Bogotá que, entre sombras y polvo, sigue creciendo.
El epílogo
Son las seis de la tarde. Afuera, el trancón crece mientras la gente sale de la universidad o del trabajo. Dentro de la obra, en cambio, el movimiento disminuye poco a poco. Algunos trabajadores ya se cambian para correr a casa; otros siguen concentrados en sus labores y unos cuantos apenas llegan para el turno nocturno. La construcción casi nunca duerme: siempre hay manos que levantan, máquinas que resuenan y luces que iluminan un trabajo que parece no tener fin.