Tato caminaba por el mundo. Pero iba solo, sin un perro o una margarita en su mano. Aun sin un pan en la boca y con el aliento agrio, débil, como a punto de desfallecer. Sus manos descolgaban y solo sostenían con fuerza la única presencia en su vida que era el costal de latas y de viejos cartones. Tato era un viejo conocido de las cuadras por donde pasaba, pero la gente poco sabia de él. Iba caminando por las calles dibujando su sombra al viento, pero nadie seguía sin tener certeza. Lo señalaban los vecinos. Uno y otro le decían: es Tato es Tato, y este frenaba para verlos de reojo, con la mirada cansada de siempre y como un nazareno que sigue su ruta, ensimismado en su pasión desapasionada, continuaba a ritmo lento, lento pero seguro, como diría alguien que no era como Tato. Tato no tenía perro como todos los de su clase, pero viaja tranquilo, firme a pesar de todo, de la edad y del polvo y del sol y de la melancolía que llevaba su alma de un mundo a otro que eran las calles bogotanas.
Él pudo ver el antes y después de la ciudad y a pesar de ello decía siempre, más como una deplorable hazaña que como un remedio: "bueno, qué se le hace. Hemos sobrevivido un día más, y así, día tras día". Porque Tato no contaba minutos, ni horas ni aun ni días, él vivía de las latas y de los recortes de periódicos, aunque no dieran un centavo por ellos. Porque estos últimos le daban la poca vida que tenía. Era, a pesar de todo un lector compulsivo y crónico, sin mayor problema con los titulares o las revistas, un científico de las letras; examinando una por una hasta dar con un indicio interesante. A veces y a ratos salía en el periódico que la gente se moría, de tal o cual cosa.
Al final hubo en el último año, o sea dos atrás, resultó que hubo un virus, y él solo caminaba, pero había un virus mientras tanto, como siguiéndole los pasos, pero él ignoraba todo; porque él solo caminaba. Caminaba y recogía latas. Tato y las latas, resultaba icónico decirlo en las calles, como una frase de interés. Pero un día vio como la gente comenzó, a raíz del virus, a cerrar las puertas, a tirar todo de forma desmesurada a la calle. Esto le causó gran tristeza, a pesar de que tenía muchas cosas por recoger y hasta mayores ganancias. Esto a Tato solo le producía tristeza, y esto a causa de la gente, que al parecer sacaba a relucir su tedio y su cobardía ante la difícil situación. Entonces Tato veía con más frecuencia cosas como abusos y violencia en las calles, hurtos y asesinatos, gente llorando y sin consuelo, personas que de súbito caían a la acera sin más. Incluso llegó a ver muchachos, en las calles al parecer sin rastro de vida, así como animales abandonados por sus dueños, pero todo parecía no ser suficiente, puesto que, para Tato, así como para más de uno en aquellas calles, la maldad parecía no tener límites. Pero Tato seguía andando las calles. Su único fuerte, su único deber en el mundo, recoger latas, o como él decía, salvar de a poco el mundo.
Tato iba entonces, por la desolada calle, sin esperanza alguna y con dolor de alma: habían pasado trece meses y poco más de unos días desde que la gente se encerró y la violencia salía por las calles, en todas sus formas, pero en especial en forma de suciedad, porque para él el peor virus no era la enfermedad sino la suciedad, siendo irónico que quien recoge latas es de las personas más presumiblemente prolijas del entorno. Así era Tato, quien tras trece meses de angustia y de ver una buena cantidad de cosas en las calles, ahora veía el sol salir, un reluciente astro, de una tarde ya no fría ni tan siquiera memoriosa, una tarde de un eterno presente. Eso vio un día Tato, en medio de sus latas y su camino, del centro al sur o del sur al norte, o como fuera necesario siempre que cumpliera su deber. Pronto vio entonces que las puertas que la gente cerró por un tiempo se volvieron a abrir. Que la gente que decía cosas malas ahora creían un poco más en el otro, y que su palabra era firmeza para la construcción de otros tiempos mejores. Vio entonces Tato que su destino se aproximaba y con él el de los demás, que ahora no eran personas de antes, que cuyas almas grises ahora parecían tomar el brillo de la aurora o de la luz, ahora el presente era lo único en las calles. Una señora por ejemplo, dio abrigo a uno de los hombres que mendigaba por su cuadra, Tato lo vio y siguió entonces su camino con algo de alegría por ese ser soñoliento y golpeado de la vida, y vio entonces también a un hombre que ayudaba a otro a cruzar la calle, aun cuando el contacto por el virus seguía siendo de consideración, siendo que el hombre mayor que recibió la ayuda se sentía agradecido, tanto como Tato, quien ahora podía ver cómo la calle poco a poco recuperaba su brillo y sintió entonces un espasmo fuerte, no de dolor sino de honra, que no había de sentir jamás en la vida, por ocasión segunda.
Lo último que vio Tato, en pleno centro de Bogotá, no lo creerá nadie que escuche en sus palabras y que oiga voz alguna que haya de parecérsele a su testimonio. Los cielos despejados danzaban a su alrededor; el rosicler de la tarde era un bello destello que había de hacerse perenne. Una brisa de la tarde destapó entonces la nostalgia de otro tiempo, ahora de un recuerdo presente, un precioso recuerdo que estaría en la paz de su lecho antes de su deceso. Se sintió agradecido por tan bella imagen que la vida pudo darle, antes de que su cuerpo se hiciera anciano y más débil. No viviría mucho más de aquellos años, pero consideró que era más que suficiente, pues las calles de otros tiempos que había visitado errante, sucias y miserables ahora recuperaban su color. Una calle gris que Tato tanto evitaba, ahora resultó ser su mejor lugar para avistar el firmamento siempre acompañado de alguna lectura que se encontraba.