Texto: Luna Martínez Rodríguez
Correción: Ximena Gallego
Ilustració: Julián Díaz
Hoy, 2 de octubre, amanecemos en el Día Internacional de la No Violencia. La paradoja nos golpea con la fuerza de los titulares: asesinatos, guerras, atentados. En Colombia, hace poco un candidato presidencial fue silenciado con balas, porque aquí sigue siendo más sencillo disparar que respetar la Constitución y la vida del otro. En el mundo, el eco de los bombardeos en Gaza, de los conflictos enquistados en tantas geografías, nos recuerda que seguimos lejos de ese horizonte prometido. Y entonces surge la pregunta: ¿para qué conmemorar una fecha que más bien parece un chiste cínico y malintencionado?
La respuesta quizá esté en los resquicios, en los territorios donde el horror no fue definitivo. En esos lugares que después de haber sido marcados por el dolor, en la actualidad son espacios restaurados por la persistencia de la gente.
El Bronx, en el corazón de Bogotá, fue durante décadas sinónimo de infierno urbano. Allí se levantaba la L, uno de los epicentros más temidos del microtráfico. Entre humo y ruinas parecía que nada podía renacer. Y sin embargo, hoy ese mismo sitio se convirtió en un circuito cultural: murales, talleres, presentaciones artísticas y espacios de formación reescriben su historia. En uno de sus edificios, donde antes funcionaban hornos crematorios clandestinos, ahora se levanta una biblioteca. Esos mismos hornos, antes destinados al olvido, se transformaron en hornos de palabras, en fogones de memoria. Esa imagen — de bibliotecas que nacen donde antes ardía la muerte— se convierte en metáfora de cómo los espacios pueden mutar, de cómo lo imposible encuentra grietas para brotar.
En otra orilla de la ciudad, detrás de los muros de la cárcel de mujeres El Buen Pastor, florece el proyecto Sembrando Libertad. Allí las internas han sembrado más de doscientas plantas a lo largo de un sendero floral que rodea la biblioteca, un espacio que fue reabierto para el encuentro con la lectura, el cine, los talleres y el aprendizaje.
Y más allá de Bogotá, en San Carlos, Antioquia, se levanta otro testimonio. Durante los años más crudos de la guerra existió un pequeño edificio que se ganó el nombre de la “casita del terror”: allí se cometieron torturas, desapariciones y ejecuciones. Hoy ese mismo lugar ha sido resignificado por la comunidad como el Centro de Acercamiento para la Atención y la Reparación (CARE).
Estos ejemplos no borran lo que sigue ardiendo, pero nos susurran que todavía hay razones para nombrar este día sin sentirlo del todo vacío. Que el gesto de recordar, en medio de la brutalidad, es también sembrar. Y creer que la creación puede más que el plomo.