Texto: Ximena Gallego
Correción/edición: Maria Navarro
Ilustración: Julian Diaz
Mi trabajo como recolector de datos en la oficina oculta del recinto había hecho que la espalda se me encorve un poco y que las ojeras aumenten de tonalidad. Con el paso de las horas, el nudo de la corbata se torna apretado y las manos resecas por el contacto con el papel. Una rutina que fue ahogadora hasta que ya no lo fue.
Había entrado allí siendo un estudiante recién graduado de Trabajo Social, una carrera que en mi ciudad solo la daban de forma remota; lo que quiere decir que de la sociedad solo sabía la teoría y me faltaba, por mucho, toda la práctica. Allí mi trabajo era simple y cómodo, porque aunque yo sabía el gran vacío que tenía, no estaba ni medianamente interesado en llenarlo investigando a las corrientes sociales que explicaban en las diapositivas que mostraba la profesora en las clases de 8. Yo me encargaba de recoger datos que llegaban y organizarlos en letras de la A a la Z y viceversa. Eran 7 horas de rutina asfixiantes, pero yo me acostumbré a no darle importancia.
Me gustaba mucho escuchar música mientras los demás venían a tirarme carpetas o papeles, o lo que fuera que necesitaran que organizara. Un día escuchaba una de mis playlist favoritas cuando, al terminarse, empezó a sonar una canción bastante extraña: El Platanal, de 1280 Almas. Miré raro al vacío, pero sin ánimo de cambiarla la dejé y quise no ponerle cuidado, hasta que en la voz del cantante una estrofa con un significado extraño se pronunció:
“Bala viene, bala va, ya no sabes ni de dónde
la bala te va a alcanzar, si no corres y te escondes”.
Fue en ese momento en el que dejé lo que estaba haciendo, no por inercia sino por miedo. Aún en esa habitación de cuatro paredes yo podía correr riesgo; la muerte, al final de cuentas, estaba en todas partes, fue lo que pensé antes de toparme con uno de los papeles que organizaba y en el que, en un título escrito en letra medio grande y señalado en un círculo rojo, decía: “Aquí está la lista de los muertos del peor asesino de todos, el terror”.
Con la curiosidad al flote y las manos temblorosas, apagué la música y me senté a leer y releer aquellas extrañas palabras. ¿Acaso era una señal, un mensaje? Sí, sí lo era, porque cuando miré con detalle lo que proseguía debajo de aquel extraño letrero me dejó atónito.
Eran más de 100. Más de 100 personas que habían muerto y se habían convertido en datos, en estadísticas, en nombres sin renombre. Pasé a revisar las carpetas desperdigadas y en todas había lo mismo: tablas, diagramas, números que decían más que manuscritos, pero a la vez perpetuaban al olvido como principal fuente de evasión. Ahí entendí que todo ese tiempo había estado guardando en carpetas las historias de aquellos a quienes la justicia no los alcanzó ni en la vida ni en la muerte; la mayoría campesinos, líderes de sus comunidades, líderes políticos cuyos nombres nunca salieron en los periódicos, y si lo hicieron fue solo por la forma en la que la guerra acabó con su destino.
Ahí comprendí que había perdido el tiempo y que no tenía derecho a hablar de la muerte como una cuestión de lástima cuando, afuera de la oficina y del mundo “bonito” que yo tenía, la gente se iba para siempre no por elección propia, sino por la decisión de otro de disparar.
Ahí me propuse nunca más perder de vista el tema, a dejar mi trabajo si era necesario, para salir a buscar respuestas, y eso fue lo que hice. Renuncié no sin antes haberle sacado registro de nombre y lugar de residencia a las familias de cada uno de esos muertos con entierro, pero sin justicia, y empecé mi viaje por los territorios y con miedo, con temor y con la ambición de hacerle ver a los demás lo que yo, por casualidad, había visto, y más aún lo que había entendido. Recolecté todas y cada una de las historias que pude, las eché a una maleta, una que dejé abierta todos los días al lado de la puerta por si acaso tocaba salir de emergencia.
Esta historia es totalmente ficticia, pero está basada en datos pertenecientes a Indepaz en los que se retratan las cifras de líderes sociales asesinados en el país, los cuales con el paso del tiempo se han convertido en víctimas directas de una violencia sin fin.
Con este relato se pretende hacer una reflexión de los dos lados de la sociedad: el que ignora y el que ve todo y más aún es víctima del poder convertido en miedo. Además, se perpetúa como un mensaje en homenaje a las víctimas de terrorismo a nivel mundial, para que su memoria sea tan fértil como la tierra y sus ideologías no sean la herencia que, asimismo, atrae la muerte a sus casas y a sus territorios.