Escrito por : Laura Ximena Avella Fonseca
Corregido por: María Sofía Rodríguez Sarmiento
Ilustración: Julian Diaz
Nacido en 1996 como homenaje al compositor bonaverense Petronio Álvarez Quintero, también conocido como “Rey del currulao”; el festival se pensó en principio como un concurso musical, pero con el tiempo se consolidó como un ecosistema cultural de alcance internacional que descentra la mirada del país hacia el Pacífico, una región históricamente marginalizada. En sus tarimas, miles de asistentes descubren el latido de la marimba de chonta, los cununos, el bombo y el guasá, junto con las voces de las cantoras que, con arrullos, bundes, jugas y currulaos, nombran la vida, el río, la fiesta y también el duelo. La inclusión de categorías como Marimba y cantos tradicionales, Chirimía de flauta y clarinete, Violines caucanos y Modalidad libre, permite, no solo que coexistan tradiciones con trayectorias distintas, sino que se visibilicen geografías musicales del litoral y la montaña que hacen parte del mismo universo afrocolombiano. No es casual que la UNESCO haya inscrito en 2010 las marimbas y cantos tradicionales del Pacífico Sur en la Lista de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad; ese reconocimiento no solo legitima la importancia de este universo cultural, sino que obliga al Estado y a las comunidades a emprender procesos de salvaguarda frente al riesgo de folclorización y comercialización indebida.
Pero el Petronio va mucho más allá de la competencia musical. La Ciudadela Petronio es un espacio en el que se tejen cocinas, saberes y estéticas, conformando un verdadero mercado cultural y popular. Las cocinas tradicionales se convierten en aulas vivas donde las maestras cocineras ofrecen encocados, tapao’, pianguas y dulces de coco, mientras transmiten historias y técnicas que conectan con la memoria de los ríos y manglares. Entre todas las bebidas, el viche —destilado de caña elaborado en comunidades del Pacífico— se ha transformado en símbolo de resistencia cultural; primero perseguido como licor artesanal, y luego reivindicado hasta obtener en 2021 un marco legal propio con la Ley 2158, además de una categoría sanitaria especial del Invima que reconoce su carácter ancestral y protege la autoría comunitaria.
El festival también ha tenido un impacto profundo en la formación de nuevas generaciones. Las cantoras, guardianas de los cantos y la oralidad, y los luthiers, maestros en la construcción de marimbas, violines caucanos y cununos, encuentran en el Petronio una plataforma que legitima su oficio y asegura la continuidad de sus saberes. Escuelas comunitarias de Guapi, Timbiquí, Tumaco, Quibdó y Buenaventura envían agrupaciones jóvenes que hacen de la música un proyecto de vida, mientras que la modalidad libre abre la posibilidad de experimentar con fusiones de jazz, rock, hip hop o electrónica, siempre que se mantenga la raíz del tambor y la ética comunitaria. Esa coexistencia entre tradición y vanguardia evita dos extremos: el congelamiento del Pacífico en un folclor turístico para consumo externo, o la dilución de sus identidades en experimentos sin arraigo. Al mismo tiempo, el festival es una escuela de públicos, pues, gracias a la gratuidad de la mayor parte de su programación y a las transmisiones por Telepacífico y medios digitales, millones de personas en Colombia y en la diáspora internacional aprenden a distinguir un currulao de una juga, a diferenciar un viche artesanal de una bebida industrial y a entender que lo que parece “folclor” es, en realidad, infraestructura de vida. Incluso durante la pandemia de 2020, cuando se migró al formato virtual, el Petronio demostró resiliencia y creó archivos digitales que hoy sirven para la enseñanza y la investigación.
El Petronio Álvarez es una de las instituciones culturales más potentes de Colombia porque articula fiesta y política, cocina y legislación, música y pedagogía, identidad y economía. Cada edición moviliza ingresos para miles de familias, visibiliza la lucha contra el racismo, abre debates sobre el impacto de la minería ilegal y los megaproyectos en los territorios, y refuerza el orgullo de una región que ha sufrido desplazamientos forzados y violencias múltiples, pero que sigue encontrando en la música, el canto, la gastronomía y la estética corporal formas de resistencia y de afirmación. El festival descentra el eje cultural del país del interior andino hacia el litoral pacífico, repara invisibilizaciones históricas, organiza el orgullo colectivo y nos recuerda que la cultura no es un accesorio sino una infraestructura social y política que conecta río con ciudad, tarima con escuela, cocina con legislación. Por eso, vivir el Petronio no es ser turista en una feria, sino participar de un proceso de memoria, dignidad y futuro: escuchar con respeto la marimba como si fuera biblioteca, beber el viche como si fuera medicina, mirar los turbantes y trenzados como mapas de historia, y reconocer en cada bunde que el Pacífico le da a Colombia no solo música, sino una manera de habitar el mundo.