Escrito por: María Navarro
Correción de estilo: Sofia Rodríguez
El evento, organizado por Penguin Random House, la Cámara Colombiana del Libro y con España como país invitado de honor, reunió al escritor Héctor Abad Faciolince y al ensayista Carlos Granés en una conversación sobre el legado literario y humano del escritor peruano. Más que un tributo, fue un acto de reconocimiento a una figura compleja que dedicó su vida al oficio de escribir, pero también a pensar críticamente su tiempo.
Vargas Llosa fue un escritor voraz, pero también un lector insaciable. Quienes lo conocieron de cerca lo describen como alguien completamente entregado a la literatura, no solo como arte, sino como una herramienta de comprensión del mundo. Su ética del trabajo literario era rigurosa y apasionada. No improvisaba: planificaba, corregía, estudiaba. Cada novela suya era un acto de compromiso. Escribía con una precisión quirúrgica, siempre buscando nuevas formas de narrar, nuevas estructuras que le permitieran revelar las tensiones humanas y políticas de sus historias.
La conversación en la FILBo reveló también al Vargas Llosa político, ese que incomodó tanto a la izquierda como a la derecha. Que en la década de los 60 apoyó con entusiasmo la Revolución Cubana, convencido de que representaba un modelo de justicia social para América Latina. Sin embargo, al poco tiempo, y con un análisis crítico y honesto, se desencantó del régimen de Fidel Castro. Descubrió que aquel socialismo no era ni libre ni respetuoso con los derechos humanos. Fue entonces cuando rompió con la izquierda autoritaria, sin por ello abrazar la derecha tradicional. Su postura liberal lo hizo blanco de ataques desde todos los extremos. Pero él se mantuvo firme, defendiendo la libertad individual, la democracia y el pensamiento crítico. Nunca fue un político, sino un intelectual comprometido con las ideas.
Lo que muchos no saben —y quizá por eso lo odian— es que Vargas Llosa fue también un gran ser humano. Era generoso, buen amigo, amante de la conversación y del debate. Recomendaba libros con entusiasmo y leía con rigor. Lo odiaban quienes no lo leían, quienes lo reducían a un titular, a una postura política descontextualizada. Pero sus novelas están ahí, vivas, abiertas, llenas de complejidad, de crítica y de belleza. Desde La ciudad y los perros hasta El héroe discreto, pasando por Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo, su obra ha sido un espejo incómodo para una región que prefiere a veces la consigna fácil antes que la reflexión incómoda.
El homenaje en la FILBo fue, en el fondo, un acto de justicia. Porque si algo dejó claro Mario Vargas Llosa fue que la literatura es, o debe ser, una forma de rebeldía contra la ignorancia, el dogmatismo y el poder abusivo. Su legado no se mide solo en premios o ventas, sino en la capacidad de sus libros para hacernos pensar, para incomodarnos, para enfrentarnos a nosotros mismos. En tiempos de banalidad y polarización, recordarlo es también recordar que escribir —como él lo hizo— puede ser un acto político, pero también humano.