El acuerdo de paz y el plebiscito en Colombia: del punto final de la guerra al punto de interrogación sobre la paz

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El acuerdo de paz y el plebiscito en Colombia: del punto final de la guerra al punto de interrogación sobre la paz
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Jueves, Noviembre 3, 2016
El acuerdo de paz y el plebiscito en Colombia: del punto final de la guerra al punto de interrogación sobre la paz. Por: Miguel Barreto Henriques, Director del Observatorio de Construcción de Paz
Festejos antes del plebiscito. Cuando la paz parecía a la vuelta de la esquina. Foto: Pablo Uncos

EDITORIAL:

El acuerdo de paz y el plebiscito en Colombia: del punto final de la guerra al punto de interrogación sobre la paz

 

Por: Miguel Barreto Henriques, director del Observatorio de Construcción de Paz

 

El pasado 26 de septiembre del corriente año bien podría haber representado para los colombianos el primer día del resto de sus vidas, pero la historia y la voluntad popular no lo quiso así. En esta fecha, en la ciudad de Cartagena de Indias, el gobierno colombiano, presidido por Juan Manuel Santos, y Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”, comandante máximo de las FARC-EP, firmaron el “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, que pretendía colocar un punto final a 52 años de conflicto armado, responsable por más de 8 millones de víctimas.

El acuerdo de paz, negociado en la Habana a lo largo de más de cuatro años (y en una fase inicial en Noruega), era el corolario de más de treinta años de procesos de paz en Colombia, pues había llegado con las FARC donde ninguno anteriormente pudiera.

Se sentía en el aire un ambiente de gran optimismo: a la ceremonia de la firma asistieron innumerables jefes de estado; la comunidad internacional aplaudía unánimemente el acuerdo; en las zonas rurales de Colombia sonaban las campanas de las iglesias celebrando el fin de la guerra; víctimas entonaban en coro “Sí, se pudo!”.

 

Un acuerdo de paz inédito en la historia colombiana

Varios factores permitieron que este proceso de paz, al contrario de otros anteriores, culminase en un acuerdo con la más antigua y poderosa guerrilla de América Latina. En primer lugar, distinto a lo ocurrido en el último proceso de paz con las FARC en Colombia durante la presidencia de Andrés Pastrana (1998-2002), en el cual este grupo insurgente llegaba a las negociaciones con la máxima fuerza en toda su historia, la guerrilla que negoció con el gobierno Santos se encontraba muy debilitada militarmente, en retracción territorial y con escasa base social, después de los duros golpes y reveses militares sufridos durante los ocho años de “Política de Seguridad Democrática” del gobierno de Álvaro Uribe. La correlación de fuerzas cambió, lo que inyectó en las FARC una dosis de realismo, responsable de su redefinición política y estratégica: por un lado, una consciencia del agotamiento de la vía armada; por otro, una des-radicalización y contención en sus reivindicaciones en la mesa de negociación.

De la misma forma, encontraron en el equipo de negociación del gobierno –encabezado por Humberto de la Calle– a un interlocutor que entendió, pragmáticamente, que la guerrilla estaba debilitada, pero no derrotada, permitiendo que este fuera un proceso político de negociación y no de rendición. Lo anterior se tradujo en la apertura de un verdadero espacio para discutir temas políticos de fondo, como la reforma agraria, la participación política, el problema del narcotráfico y la búsqueda de soluciones de compromiso, lo que implicó cedencias políticas de ambas partes.

La paz parecía próxima, pero faltaba una prueba de fuego: someter a un plebiscito el acuerdo negociado, para legitimar popularmente el proceso de paz. Esto implicaba riesgos en un país altamente fragmentado, polarizado y con poderosas fuerzas políticas en contra del proceso de paz, lideradas por el expresidente Álvaro Uribe. Las encuestas indicaban una clara tendencia en favor del “sí”, pero el 2 de octubre, no solo el huracán Matthew causó daños en Colombia. El resultado inesperado del plebiscito fue un baldazo de agua fría para los que esperaban la paz en el país. El “no” ganó, aunque por un margen mínimo: 50, 21% (contra 49,78% del “sí”). Menos de 60.000 votos dictaron el destino de la nación en un proceso con una elevada tasa de abstención (62,59%) (El Tiempo, 2016).

 

Las dos Colombias y una guerrilla desprestigiada

La lectura del plebiscito es compleja. Varios son los factores que explican el rechazo popular al acuerdo de paz. En primer lugar, los resultados constituyen, tal como ya había pasado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, una radiografía del país: revelan una sociedad profundamente polarizada y dividida en la percepción del conflicto armado y en la proyección de salidas para la paz. La geografía de los resultados del plebiscito tiende a corresponder a las dinámicas regionalmente diferenciadas del conflicto armado. En algunas de las zonas más hostigadas y afectadas por la violencia armada, prevaleció mayoritariamente el “sí”. Por su parte, en el centro del país y en gran parte de los centros urbanos, donde la población ve el conflicto armado desde la comodidad de su sofá y de la pantalla del televisor, tuvo gran impacto el “no”. Son dos Colombias antagónicas, que escasamente se conocen, comprenden o dialogan entre sí, factor que dio origen al mismo conflicto armado y que complica hasta el día de hoy su resolución.

En segundo lugar, el rechazo popular del acuerdo con las FARC se relaciona con una satanización generalizada de esta guerrilla en la sociedad colombiana, provocada por sus propios errores (secuestros, extorsión, masacres, conexiones con el narcotráfico, etc.). Pero también por los medios de comunicación dominantes, que vehiculan una percepción desequilibrada del conflicto armado sobrevalorando y exponiendo la violencia guerrillera, mientras ocultan la violencia paramilitar y del Estado colombiano. De la misma forma, el rechazo a las FARC se explica porque gran parte de la población colombiana desconoce la historia del conflicto armado, la naturaleza de esa guerrilla y sus miembros, y fenómenos como el genocidio de la Unión Patriótica –partido político creado por las FARC que fue exterminado en los años 80. Estos factores conducen a un entendimiento muy generalizado de este grupo insurgente como un bando de delincuentes, narcotraficantes y terroristas sin objetivos políticos ni ideológicos, lo que complica profundamente su incorporación al sistema político colombiano.

Lo que estaba en juego con este acuerdo de paz era también reintegrar en la comunidad política colombiana a la izquierda. Para muchos de los que salieron a votar o a manifestarse en Cartagena por el “no” –vistiendo la camiseta de la selección nacional colombiana, como un acto performático de patriotismo–, en el país no hay lugar para comunistas. Para estos sectores las izquierdas son “enemigas de la Patria” y no merecen otro destino que no sea morir o “pudrirse en la cárcel”. En este sentido, la paz y la reconciliación en Colombia encuentran serios obstáculos, no solo por la permanencia de grupos armados ilegales, sino también por la cultura política reinante.

Así, en gran medida, la victoria del “no” en el plebiscito representó la supremacía del rencor, del odio y del deseo de venganza sobre los guerrilleros de las FARC, en detrimento de la paz y de la reconciliación en el país. Para una muy significativa parte de la población colombiana era inaceptable que los guerrilleros de las FARC pudiesen tener asiento en el parlamento colombiano y se sometieran a mecanismos de justicia transicional que no necesariamente implicaban penas de cárcel efectiva; de la misma forma que era ilegítimo negociar y definir temas políticos de importancia para el país, con un grupo guerrillero o terrorista.

Todo este escepticismo fue aprovechado por la campaña del “no” –liderada por el actual senador y ex presidente, Álvaro Uribe Vélez– que se basó en el miedo y la manipulación de las masas, alzó la bandera del fantasma y amenaza comunistas, de la “entrega del país” a la guerrilla y del peligro de la conversión de Colombia en un régimen “castro-chavista”. Para ello, desarrolló una estrategia de indignación y desinformación a través de rumores vía redes sociales, diciendo cosas como que los pensionados perderían parte de su sueldo para pagar elevados salarios a los guerrilleros desmovilizados. Por último, consiguió movilizar a los sectores cristianos más reaccionarios contra el enfoque de género y las menciones a derechos de la comunidad LGBTI en el acuerdo de paz, denunciados como un atentado a la institución de la familia.

 

Una paz imperfecta

En realidad, como todos los acuerdos de paz, este no era un acuerdo perfecto. Había falencias, ausencias y limitaciones en su texto. Tampoco encontraría el país en este documento la panacea para todos sus problemas políticos y sociales. La verdad es que la paz es un proceso siempre inacabado e imperfecto (Muñoz, 2000), como imperfecto es el mismo ser humano. Pero, efectivamente, como muchos subrayaron, entre los cuales el Presidente Santos, “es preferible una paz imperfecta a una guerra perfecta” (El Espectador, 2016). Realmente, la paz no se firma, ni se materializa como un café instantáneo con la finalización de una negociación; la paz se construye. Es un camino exigente y de largo plazo, que presupone múltiples actores y dimensiones, más allá del papel y ámbito de los actores armados. Como refiere Lederach (1997), más que un proceso de paz se necesitan procesos de paz a varios niveles.

Sin embargo, este acuerdo significaba un paso de gigante en el camino hacia la paz, pues significaba el cierre de uno de los más oscuros capítulos de la historia de Colombia y de los más visibles rostros de la violencia en el país. De la misma forma, respondía a algunas de las deficiencias estructurales y problemas políticos de Colombia, además de que establecía mecanismos para la justicia, la reparación a las víctimas y la verificación de la exigente tarea de desmovilización, desarme y reintegración de combatientes.

El primer punto acordado en la agenda de negociación buscaba saldar una deuda histórica del país e incidir sobre tal vez la principal raíz del conflicto armado: el problema agrario y el subdesarrollo de las zonas rurales colombianas. Establecía una reforma agraria y un programa integral de promoción de desarrollo en el campo colombiano y de extensión de los servicios públicos en las zonas más recónditas del territorio nacional. Estas reformas eran y son necesarias, independientemente del conflicto armado y de la cuestión guerrillera.

Situación similar ocurría con los acuerdos referentes a las drogas y cultivos ilícitos. Promovían un cambio de paradigma relativo a este tema: romper con el pasado de “guerra contra las drogas” y fumigaciones aéreas, abordando el asunto como un problema de salud, de alternativas de desarrollo y producción agrícola para los campesinos. Por lo demás, reconocía el carácter necesariamente internacional del narcotráfico y su solución, comprometiendo a el Estado colombiano con la realización de una gran conferencia internacional para re-evaluar la política internacional antidrogas.

El acuerdo sobre participación política tenía como eje fundamental lo que la literatura anglosajona llama “ballots for bullets”, esto es, transformar el conflicto colombiano mediante la conversión de las FARC en un partido, redireccionando la lucha política hacia un plano civil, sin armas. Adicionalmente, pretendía contribuir a la “democratización de la democracia” (Sousa Santos, 2003) colombiana por vía del aumento de los canales de participación ciudadana, del establecimiento de mayores garantías para la oposición y la movilización social.

En el tema de víctimas la base de lo negociado era la creación de una jurisdicción especial para la paz, cimentada en un equilibrio entre la amnistía a delitos políticos y la sanción a las más graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario (como crímenes de guerra) y violaciones a los derechos humanos (delitos de lesa humanidad tales como la desaparción forzosa). No obstante, no establecía penas de prisión efectiva, sino sanciones alternativas que pasaban por la reparación a las víctimas y la “restricción de libertad” en condiciones especiales. Este elemento fue profundamente controvertido en la sociedad colombiana y motivó entre los sectores de oposición al acuerdo la repetición constante del mantra “impunidad, impunidad”.

Nada había de “castro-chavismo” en el acuerdo: las FARC aceptaban las reglas del juego de la democracia liberal y pluralista; no se tocaba lo esencial de la política económica del Estado, ni de la estructura agraria, institucional y jurídica del país; y mucho menos se establecía la colectivización de los medios de producción. Pero subyacía al acuerdo una visión política progresista de la sociedad, que sentaba las bases para reformas y procesos de transformación social importantes.

 

¿Una nueva oportunidad?

Hoy el acuerdo está moribundo o gravemente herido. El país dio un salto en la oscuridad, abriendo una caja de pandora que lo ha sumergido en un pantano de incertidumbres. El futuro de la paz y del acuerdo es un gran punto de interrogación. Renegociarlo con vistas a endurecer los mecanismos de sanción a las FARC y a bloquear su participación política, como lo defienden los líderes del “no”, es profundamente difícil o, incluso, irrealista. En esta medida, se podrían abrir las puertas a la continuación de la guerra con las FARC (o algunos de sus frentes), al mismo tiempo que continúa por solucionarse el conflicto con el ELN y el fenómeno paramilitar de extrema derecha, que se recicló y reconfiguró después de la extinción oficial de las Autodefensa Unidas de Colombia (AUC).

No obstante, no todo es negro: el dirigente de las FARC, “Timochenko”, manifestó la misma noche del plebiscito su voluntad de no volver a la guerra y de “usar solo la palabra como arma de construcción de futuro” (El Espectador, 2016b). Igualmente, entre las voces por el “no”, hubo mensajes conciliadores defendiendo no botar el acuerdo integralmente a la basura, sino renegociar ciertos puntos. De la misma forma, la sociedad civil permaneció en el clamor de la paz. El 5 de octubre, veinte mil personas marcharon en la ciudad de Bogotá exigiendo que las perspectivas de paz no colapsaran y se encontraran soluciones de consenso para no dejar caer el acuerdo. Dos días después, el Comité del Nobel de Paz en Oslo atribuyó la distinción a Juan Manuel Santos, dejando un mensaje de esperanza y de aliento. Así, tanto a nivel interno como internacional, es notoria la presión para perseverar en la búsqueda de la paz y enlazar a Santos, Timochenko y Uribe en este designio.

Claramente el camino hacia la paz en Colombia se vislumbra difícil, pero no imposible. Dependerá en gran medida de la posibilidad y capacidad para que se establezcan puentes y pactos entre los dos países que se confrontaron en el plebiscito, aproximando posiciones entre los defensores y líderes del “si” y del “no”.

 

 

Referencias bibliográficas:

El Espectador (2016) “Mejor paz imperfecta que guerra perfecta”, 6 setiembre

El Espectador (2016b) “Las Farc mantienen su voluntad de paz”, 2 octubre

El Tiempo (2016) “La del plebiscito fue la mayor abstención en 22 años”, 2 octubre

Lederach, John Paul (1997) Building Peace. Sustainable Reconciliation in Divided Societies, Washington DC: United States Institute of Peace Press

Muñoz, Francisco (ed.) (2000) La paz imperfecta. Granada: Editorial Universidad de Granada, Colección Eirene.

Santos, Boaventura de (ed.) (2003) Democratizar a Democracia: Os Caminhos da Democracia Participativa, Porto: Edições Afrontamento

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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