¡Fuerza es lo que hay, resistencia es lo que viene!

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¡Fuerza es lo que hay, resistencia es lo que viene!
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Jueves, Noviembre 28, 2019
Esta es una columna acerca del paro presente en Colombia desde el 21 de noviembre que está dando tanto de que hablar. Este refleja la opinión de su autora. Léelo, dale una oportunidad.

Redacción: Daneisi Julied Rubio Rosero

 

Escribo delante del lugar donde cayó Dylan en el centro. Un amigo suyo está acurrucado delante del montón de frases y flores que han dejado para hacerle un homenaje. A la altura de la Carrera Décima oigo unas patrullas acercarse. “¡Resistencia!”, gritan los presentes y que pase lo que tenga que pasar. 

 

La misma escena no para de replicarse desde hace una semana. El jueves 21 Bogotá amaneció colapsada y efervescente. Se reportaron manifestaciones en la 80, en el Portal Usme y en la Autopista Sur. No había manera de movilizarse y cerca a los puntos de concentración los locales estaban cerrados. Llegué a la Universidad Nacional a eso de las 10:30. Me reuní con colegas e ingresamos. Adentro, la manifestación era una fiesta. El grupo de percusionistas Aainjaa armonizaba con tambores furiosos la llegada de los estudiantes de las diferentes universidades que se habían puesto cita en el claustro. La plazoleta de Che, emblematica y rebelde, estaba copada por la euforia.  

  

“¡Que nuestra existencia sea continuamente una hijueputa lucha sin cesar por el respeto a la vida! ¡En este país hacen lo peor que se puede hacer contra un ser humano: Desaparecer su existencia. Por colombia y por el planeta, lo que necesitamos es amor y tolerancia!”,  gritó en medio de la plaza uno de los músicos ante los aplausos de la multitud y partimos hacia la 26. Así, al son de los tambores, comenzó el estallido del Paro Nacional, una ola expansiva que no se ha detenido pese a que el Estado nos quiere parar.



21N: La hora cero.

 

¡Sin violencia, sin violencia! Gritabamos en masa cientos de estudiantes con los brazos hacia el cielo. La 26 era en ese momento un tablero de ajedrez sin estrenar, porque nadie se estaba moviendo. Delante de nosotros, como un monumento a la represión, estaban ellos forrados hasta el corazón con su armadura. Nos miraban y en el espacio vacío que había en medio comenzaba a colarse el miedo. Nosotros sentimos temor de ellos, ellos lo sintieron de nosotros. Una mujer arropada con la bandera nacional alzó los brazos frente al grupo que me acompañaba y gritó: “Avancemos despacio, sin atacarlos. Somos más que ellos”, y nos fuimos como peones al encuentro de los uniformados debajo del puente de la Av. 68.

 

“Déjenos pasar. Déjenos pasar”, repetimos delante de ellos una vez se dió el encuentro. Del otro lado, las fichas negras no había decidido hacer aún ningún movimiento, o tal vez sí, tal vez quien sea que estuviera detrás de la operación estaba esperando, porque en ese momento una periodista de CityTv dejaba precedente del primer contacto. Los estudiantes cantaban arengas al gobierno para hacerle frente a su silencio, mientras tanto yo esperaba, con el corazón constreñido, que lo peor no estuviera por venir. 

 

Cuando la cámara dejó de transmitir y la periodista se retiró del lugar, los presentes volvimos a alzar nuestras voces para recomenzar la avanzada hacia el aeropuerto El Dorado. “¡Sin violencia, sin violencia!”. En medio de la multitud ondeaban carteles, cintas de colores y banderas con frases como: “De los indígenas asesinados te hablamos, viejo”. Éramos una ola gigante de voces jóvenes demasiado cansadas del dolor que este país ha cargado por décadas. Caminábamos impulsados por la fuerza de los hombres y mujeres que han sido arrancados de raíz, y le hacíamos frente a la fuerza pública, siempre de pie, como los miles de desprotegidos que han partido de la tierra sin doblar rodilla, sin mirar atrás, sin despedirse. 

 

De pronto se rompió su silencio. Bombazo. Humo. Desesperación. Pánico. Nuestra gran ola quedó convertida en un río que regresó a toda velocidad por su cauce y se dispersó como una inundación en las cuadras conjuntas. Atrás venían ellos, lanzandonos aturdidoras y gases a quemarropa como soldados robot. A un jóven le dieron en un brazo pero ni él tuvo tiempo de detenerse para verificar su herida. Corrimos. Nos escondimos en los callejones y en las tiendas, y una vez estuvimos a salvo seguimos oyendo las explosiones a lo lejos. Allá estaban todavía los nuestros.

 

***

 

Esa mañana nadie imaginó que se extendería tanto la movilización social. Nadie vió venir la estampida de pánico colectivo que nos azotó esa noche. En mi casa no dormimos. Disparos fantasma y patrullajes continuos de uniformados siguiendo a quién sabe quien, mantuvieron a mis vecinos pegados a la ventana. A lo lejos llegaban gritos y toda la ciudad estaba despierta, molida por el cansancio de esperar la catástrofe. “No pasó nada, gracias a Dios”, comentó mi vecina la mañana siguiente, y era de suponerse, esa noche nos timaron. 

 

El dueño de las fichas negras las movilizó a su antojo por la ciudad para vendernos miedo y algunos le compramos con alivio el paquete de soldados entrando en la ciudad. Sin embargo, incluso en medio de una de las noches más negras, nadie adivinó que el miedo del Estado a la protesta ciudadana alcanzaría días más tarde a Dylan Cruz en la carrera 4 con calle 19; al soldado Brando Cely, que se suicidó para evitar las represalias en su contra por apoyar el paro; ni a Cristian Camilo Caicedo, quien cayó del puente de la 183 huyendo de la represión del Esmad. 

 

Los días siguientes a esa noche la manifestación social se hizo más fuerte y curiosamente no hubo más operativos nocturnos, vándalos imaginarios queriendo entrar a conjuntos residenciales, ni patrullajes permanentes en los barrios populares. La represión siguió en las calles, donde los jóvenes siguieron gritando. Si la fuerza pública moviera sus fichas con tanto ahínco para proteger a líderes sociales o para perseguir a los corruptos, seguramente el relato que hoy les estaría contando sería distinto. Pero no es así. 

 

Me tocó contarles que desde ese jueves, por las manifestaciones, los estudiantes nos acostumbramos a huir y a buscar recovecos como ratas infames por las calles de la capital, porque nos han negado el derecho a la protesta pacífica. No somos los violentos, estamos desarmados, nos blindamos con pañoletas y pancartas de papel. El día que salí a marchar mi madre que es muy creyente se quedó orando, como si afuera me esperara un pelotón de fusilamiento. Afortunadamente ese jueves, con la ciudad incendiada, logré volver a casa, pero, ¿y los que no lo han hecho estos días con su integridad intacta, qué? ¿Por ellos quién responde?

 

Esa tarde, de regreso a mi casa estaba cansada. En todo el día había caminado casi unos 30 kilómetros y el recibimiento fue abrasador. Mi barrio, con su orquesta de cacerolas, también estaba incendiado, pero de fuerza. Quién diría que el Estado y toda su maquinaria temblaría de miedo ante un grupo gigante de sartenes aporreados. La represión, la violación de los protocolos y la persecución en últimas es eso: miedo. Miedo de la cúspide del poder por el temblor de la base, miedo por nuestra unión. Eso es motivo suficiente para seguir saliendo.

 

Las movilizaciones sociales, el toque de queda, la represión, la ira, el dolor, las cacerolas y la música, son palabras que pueden usarse para referirse a los últimos días, pero yo prefiero quedarme con  aquella que entonan las voces en la última calle que vió a Dylan con deseos de luchar: ¡Resistencia!

 

Esucha el paisaje sonoro realizado por: Daneisi Julied Rubio Rosero, para acompañar su columna

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