Un buen día para morir

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Un buen día para morir
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Jueves, Octubre 22, 2020

Redacción: Miguel Esteban Rodríguez Ramírez

Ilustración: Luisa Mora

 

Todo comenzó en la madrugada de ese día, me desperté en un par de ocasiones con pensamientos nublados, algo estremecedor atormentaba mi mente sin cesar, era la premonición de lo que pasaría, supongo que lo veía venir. El tictac del reloj no me dejaba encontrar la calma con la que suelo dormir, el sonido era más intenso por cada segundo que pasaba. Cuando dieron las seis, el pájaro de aquel reloj salió para avisarme que tuve una noche pesada y que no dormí más de cuatro horas.

 

Me levanté de mi solitaria cama, abrí las cortinas de mi habitación y era un día oscuro. Serví mi café matutino, tomé un libro que mi exesposa dejó: “Memoria de mis putas tristes”, de Gabriel García Márquez, la cual fue la última novela que el Nobel de Literatura escribió. Llegaron las siete y el día dejó de ser oscuro, me dirigí al baño parándome frente al espejo que allí había, no podía dejar de verme mientras pensamientos silenciosos recorrían todo mi cuerpo, cuestionaba mi inservible existencia. Volví del trance y me lavé la cara, tomé la espuma de afeitar que siempre estaba al lado de las tijeras; primero esparcí la espuma en mis manos, luego pasé mis manos por mi cara, dejándome lleno de espuma (solía tener una enorme barba, pero desde que me dejó mi exesposa suelo cortármela), pasé por mi cara una cuchilla muy afilada, volví a entrar en trance y en ese momento supe que no sería un día cualquiera, pues tuve el deseo de pasar esa cuchilla por mi cuello para acabar con mi vida, cuando desperté completamente de ese trance estaba en mi bicicleta camino al trabajo.

 

 Llegaron las diez y se asomó el primer cliente, parecía un señor de unos noventa años, su cara se me hizo un poco familiar, creo haberlo visto en la televisión, era actor o periodista. Pidió un corte de cabello y que le afeitara la barba, dijo que esa noche tendría una cita, tomé las tijeras que siempre estaban al lado de la espuma, comencé a cortarle el cabello, luego usé la máquina que estaba al lado de una nueva cuchilla. Pasaron unos diez minutos y el anciano pidió que encendiera la radio, lo primero que salió de ahí fue el titular de una noticia, ‘‘Nueva masacre se presenta en el sur del país’’. Inmediatamente cambié de estación, dejé El Último Beso, solían poner buena música ahí, le pregunté al viejo que cómo sería su cita, el soltó una carcajada y contestó:

 

     —Me conoceré con la mujer con la que hablo por teléfono, tiene una voz muy joven, espero pasar una buena noche con ella para que mañana sea un buen día para morir.

 

     Sus últimas palabras me dejaron pensativo, buen día para morir.

 

     —¿Acaso hoy no es un buen día para morir? —pregunté.

 

     El hombre suspiró, me miró a los ojos y contestó:

 

     —Amigo mío, desde que cumplí mis setenta años, es un buen día para morir.

 

 No podía dejar de ver al anciano mientras pensamientos silenciosos recorrían todo mi cuerpo, cuestionaba la existencia de este curioso personaje que ese encontraba frente a mí, volví del trance y le eché un poco de agua en su cara, tomé la espuma de afeitar que siempre estaban al lado de... no recordaba que hice con las tijeras, no sé dónde las había dejado. Le esparcí la espuma con una brocha, lo dejé lleno de espuma, el viejo interrumpió mi ritual de afeitar diciendo:

 

     —No vengo a un barbero desde que mi esposa falleció.

 

     Tomé la cuchilla y pensé “es un buen día para morir”, este anciano no tiene más razones para vivir, se le ve en la cara que es desdichado, matarlo sería hacerle un favor, pasé por su cara una cuchilla nueva, tomó mi mano y me dijo ‘‘máteme, por favor’’, (aunque realmente no sé si dijo eso o fue producto de mi imaginación). Tuve unas inmensas ganas de pasar mi cuchilla por su cuello, pero para ese anciano no era un buen día para morir, tendría una cita, quizá con quien le dé ganas de vivir otra vez.

 

    Me pagó siete pesos, me dejó tres de propina. Tan pronto este anciano dio la vuelta para irse de mi barbería encontré mis tijeras, estaban clavadas en la espalda de aquel viejo sabio.

 

     —¿Cómo la ve señor taxista? Aún no sé si fue impulso mío, o el viejo tenía ganas de morir y me mandó indirectas. Lo que sí sé es que desde ese día la barbería se hizo muy popular entre los ancianos.

 

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