Pero él ya no era mi amigo

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Pero él ya no era mi amigo
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Martes, Octubre 6, 2020

Redacción: Ariana Parra

 

Durante un muy buen tiempo, Don Luis Pinzón, también conocido como mi abuelo, y yo tuvimos una muy bella relación que nadie jamás podrá comparar o igualar siquiera. Mi mamá me contaba que al estar embarazada, mi viejito le consentía mucho el vientre y se acercaba lo suficiente para contarme, una seguida de otra, historias maravillosas, esperando ansioso mi llegada a este mundo.

 

Cuando nací, me cuentan que mi abuelo acompañó a mi madre en el parto y que incluso fue uno de los primeros en verme y alzarme; me tuvo en sus alegres brazos admirando mi aspecto físico y lloró de alegría al presenciar el momento en el que nacía su primer y único nieto, llamado Gabriel Agudelo. Mi padre, por otro lado, abandonó a mi madre apenas se enteró del embarazo, por lo que en mi vida sólo la tenía a ella y a mi abuelito. Cuando a mi mami se le acabó la licencia de maternidad, tuvo que empezar a trabajar de nuevo, y mi abuelo, encantado por tal situación, iba a mi casa todos los días para cuidarme.

 

Tengo recuerdos sólidos de la imagen de mi viejito cuando tenía unos cuatro o cinco años: era un antiguo ingeniero naval con barba y pelo gris que siempre vestía de forma elegante y llevaba un bastón de madera porque era un poco cojo. Me recogía del colegio y sin falta me compraba helado de chicle, cuando llegábamos a casa hacíamos las tareas y posteriormente empezábamos nuestro proyecto de diseñar, con objetos reciclables y demás, un submarino que nos llevaría al fondo del océano para explorar y conocer calamares gigantes. No toleraba ni a medias pasar un día sin su compañía, y como yo era sumamente consentido por ser el único hijo, cuando él no podía cuidarme porque tenía una cita médica o tenía que ir al banco, yo pensaba que no me quería más y me había abandonado. Sencillamente, él era mi mejor amigo. Además de pasar momentos divertidos llenos de imaginación, él me enseñaba constantemente buenos valores como la tolerancia, el respeto y la honestidad para que, cuando creciera, fuera una persona de calidad. Recuerdo que me decía “Gabito, mijo, no importa si eres el mismísimo presidente del mundo y tienes todo el dinero de la existencia, si no eres buena persona, no eres nadie”, y atesoro bastante esas palabras.

 

Con el pasar de los años, mi mentalidad fue madurando, mis gustos e ideales cambiaron y mis ambiciones iban más allá de construir un submarino de cartón. A pesar de esto, todo el cariño y el amor que cultivamos en el pasado nunca pereció y mi abuelito también “aceptó” la situación: yo era prácticamente un hombre, entonces pasábamos tiempo juntos hablando de libros, actualidad, deportes o ingeniería náutica.

 

Cuando tenía 17 años, mi abuelo dejó de ir tan seguido a la casa y manteníamos contacto por teléfono. Afortunadamente, siempre me contaba que estaba muy bien y que lo único que le molestaba era que el televisor fallará en la hora de las noticias. Sin embargo, una vez llegó agitado a mi hogar con una bolsa enorme de tierra y depositó todo el contenido en la lavadora. Sorprendido, le grité que por qué hacía eso y me contestó muy sereno que era una excelente maceta para sembrar girasoles. Pensé que estaba jugando, pero la expresión en su rostro y sus acciones mostraban que estaba convencidisimo que eso era una materia. Un poco molesto y confundido, le dije que fuera a ver las noticias en la sala, que aquí no fallaba la señal y con gusto me obedeció. Rápidamente, empecé a sacar la tierra y a limpiar minuciosamente esa máquina para que mi mamá no notara tal desastre. Mi viejito era mi mejor amigo, pero tampoco estaría de acuerdo en hacer con él una locura de esa magnitud.

 

Y así, cosas extrañas fueron pasando durante cuatro largos meses: mi abuelo acomodaba la ropa limpia donde iban los platos, lavaba con jabón la fruta “para que quedara reluciente”, metía el jugo en bolsas plásticas, todos los libros los metía debajo de la cama y curiosamente en varias ocasiones veía la foto de mi madre y me preguntaba quién era (aunque unos minutos después la recordaba). Don Luis Pinzón tenía 83 años, y aún con todo lo que hacía últimamente, no podía aceptar que algo le estaba afectando su cabeza. Durante ese tiempo arregle todas sus barbaridades a escondidas de mi madre, pues temía que lo regañara por su edad o lo mandara a un asilo para que no la molestara.

 

Luego de ese mes, pasaron unas dos semanas que no sabía nada de mi viejito y no volvió a mi casa; lo llamaba y no me contestaba, empecé a preocuparme. Le comenté a mi mamá que tenía un mal presentimiento sobre él y me dijo que estaba exagerando, que seguramente estaba ocupado y por eso no podía atenderme. Con angustia fui a la casa de mi abuelito negando rotundamente la posible enfermedad que padecía, golpeé la puerta, me abrió y con una amigable sonrisa me preguntó quién era yo, qué quería y a quién necesitaba. Quedé impactado, no moví ni un músculo ni dije una sola palabra. Las palabras de mi abuelo rompieron mi corazón de una manera tan veloz que creí que fue una pesada broma de su parte. Al ver que no expresaba nada, mi abuelo se despidió y cerró la puerta.

 

No lo podía creer, no se acordaba de mí. Duré unos cuantos minutos sentado en la acera con los ojos llenos de lágrimas pensando en lo que debía hacer. ¿Me iba y ya? ¿Trataba de convencerlo de que era su nieto? ¿Le decía a mi madre todo lo que le oculté todo este tiempo? Me sentía fatal, añoraba los increíbles momentos que disfrutamos por tantos años y que ahora nunca volverían.

 

  • A menos que haga mi último intento para recuperar a mi amigo - dije en medio de la tristeza.

 

Le envié un mensaje a mi madre contándole todo lo ocurrido en estas últimas semanas y nuevamente fui a la puerta de mi abuelo, y con la misma amabilidad de antes, me recibió. Con una falsa sonrisa y con los ojos llorosos le dije que era Gabriel Agudelo, un joven ingeniero que necesitaba al gran Luis Pinzón para realizar un gran navío que explorará enormes calamares. Se quedó mirándome pensativo, pero luego me dejó entrar. La casa estaba hecha un caos, todo estaba sucio y desordenado. Mientras observaba el lugar, con el ceño fruncido me dijo que era un proyecto muy serio y que llevaría años construirlo, pero que con gusto me ayudaba. Empezó a tomar los muebles caídos y a decirme que buscará la caja de herramientas para ensamblar las partes del submarino.

 

Volvimos a esos tiempos donde yo tan sólo era un niño creativo que recibía la ayuda de su abuelito para conseguir su sueño. Ver a mi viejito tan empeñado en construir el submarino me sacaba un llanto que tenía que ocultar para no preocuparlo. Me decía a cada rato cumplidos como “eres muy bueno en esto, mijo” o “tu familia debe estar orgullosa por lo que haces”  que destruían aún más mi alma. No pude ocultar mis emociones cuando se detuvo y me dijo: “Oye, yo como que te conozco. Muy poca gente ama la ingeniería naval como yo, ¿de dónde eres?”.

 

Corrí a abrazarlo y entre mis incesantes lágrimas le dije: “Abuelito, debes volver a mí. Yo soy tu nieto Gabriel, Gabito, no me olvides, por favor. Algo de mí tiene que estar en tu memoria. Desde que era un bebé estuviste conmigo y eres mi mejor amigo. Tienes que acordarte de todo el amor infinito que te tengo, el amor infinito que me tienes. Si me olvidas en lo único que me sumergiré será en una irremediable depresión”. Nunca me abrazó mientras expresaba lo que sentía, no vi su rostro, tal vez estaba asustado e incluso extrañado. Me aparté de él esperando una respuesta esperanzadora, pero no sucedió. Se quedó mirándome y me dio unas palmaditas en el hombro, dijo que no tenía idea de lo que estaba hablando y que lamentaba mi tristeza, también me reiteró que no me preocupara por el submarino que él me ayudaría.

 

Unos segundos después llegó mi mamá y con dificultad logró subirlo al carro. Lo llevamos a la clínica, lo diagnosticaron, y en efecto, una enfermedad azotaba su mente: tenía Alzheimer y demencia senil.

 

Desde allí, no pude verlo más, no aguantaba esa situación. Mi madre empezó a cuidarlo. Mi amor hacia él persistía, pero nada era igual. Don Luis no me reconocía en ningún aspecto por más que yo intentara. Tristemente, él ya no era mi amigo.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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