¿Existe o no el infierno? Esta es una cuestión que, durante siglos, ha sido tema de debate y de constantes modificaciones en los dogmas de la Iglesia Católica. Según el consejero de Utadeo, José Fernando Isaza, en su columna de opinión en El Espectador, el concepto del infierno como lugar es relativamente reciente, propio del Nuevo Testamento, dado que en el Antiguo se hablaba tan solo de un sitio oscuro similar al Hades de los griegos.
Sin embargo, en la era del Dios del amor, se habla de un lugar de tormentos donde habrá llanto y crujir de dientes por toda la eternidad para los condenados: “esto requirió tiempo y un sadismo altamente sofisticado para inventarse el infierno con llamas que no se extinguen y torturas que hacen palidecer a los nazis o a los camboyanos bajo el régimen de Pol Pot”.
En todo caso, es en el Concilio IV de Letrán, en 1215, cuando se proclama la existencia del infierno como lugar de tormento, y 790 años después, el Papa Juan pablo II desmitificó la existencia de este como un lugar, argumentando que se trataba más bien de la privación de la visión de la divinidad, argumento del que el propio pontífice se retractó al poco tiempo.
Por su parte, su sucesor, Benedicto XVI, fortaleció el concepto del infierno como lugar físico y no mental, mientras que el actual pontífice, Francisco, revivió el debate sobre el infierno como lugar de castigo, opinión que rápidamente la curia romana salió a corregir: “El catecismo del padre Farias, que recoge lo dogmas religiosos imperantes en la mitad del siglo XX, es preciso al afirmar que el infierno existe, es eterno, hay pena de daño al desorden por la separación de Dios, hay pena de sentido; llamas, dolor físico agravado por la ausencia de Dios. Con la reciente volatilidad de los conceptos papales sobre este fundamental aspecto, nos quedamos sin saber si el castigo eterno permanecerá o no”, argumenta Isaza.