Camila Yopasa y Estefany Moreno, dos historias de resistencia muisca y protesta en Bogotá

En Bogotá hay días que empiezan con café y otros con copal encendido. Esa mañana, en una mesa del restaurante Matria, Estefany llegó con afán y el cabello alborotado por el viento del centro. A unas cuantas colinas de allí, en la parte alta de Suba, Camila recordaba un trasnocho ceremonial con abuelos y niños, cuando la comunidad muisca veló el territorio para pedir permiso y cuidado. La ciudad cruza sus historias: una joven que aprendió a alzar la voz en la calle y una autoridad indígena que heredó la palabra de sus mayores. Dos mujeres que, desde lugares distintos, sostienen lo mismo: la vida en común.

Estefany se presenta como “una pelada de los barrios populares”. Creció en Patio Bonito, en Kennedy. Su abuela le enseñó a desconfiar de lo que se da por sentado y a preguntar hasta encontrar sentido. Desde niña se movió sola en buses y en tramos de ciudad que exigen más astucia que edad. De grande eligió estudiar ciencia política —pudo ser derecho, pudo ser presidencia, bromea— y en la universidad encontró colectivos feministas, la primera marcha, la primera asamblea. En 2019 salió a protestar; en 2020 vio de cerca el miedo; en 2021 llegó el estallido social. Dice que no hubo improvisación: con otras y otros armaron comités, actas, vocerías. “No éramos ‘un montón de vagos’, había estructura”, repite.

Estefany Moreno fue una de las protestantes en el estallido social del año 2021. Foto de Valentina Triana. 

 

En su relato asoman los costos. Nombra a Duván Felipe Barros, joven de 17 años de Kennedy, desaparecido en medio de las movilizaciones y hallado sin vida días después. Nombra a David Fernández Soler, su mejor amigo, reclutado y desaparecido por disidencias armadas; dos de los compañeros fueron reportados muertos. “Yo lo busqué como si estuviera vivo, aun sabiendo la verdad”, dice, y se le quiebra la voz. También habla de amenazas, del temor por su familia, de la decisión de irse un tiempo y luego volver para trabajar desde una entidad pública del área social. “Participar del estallido me permitió saber qué quería con mi vida”, resume.

Camila, por su parte, se presenta desde otro hilo. Es autoridad de comunicaciones, cultura y lengua del Cabildo Indígena Muisca de Suba. Creció oyendo a sus abuelos contar cómo se pescaba en el humedal, cómo la chicha y la música marcaban los días, cómo se entierra el ombligo de los recién nacidos para anudar la vida a la tierra. Su infancia no fue la de sus mayores: la ciudad ya había cubierto buena parte del territorio con barrios, avenidas y centros comerciales. Aun así, en su casa se comió lo de siempre, se bailó lo de siempre, se habló —cuando se podía— lo de siempre. A los quince empezó a ir a reuniones, primero al Consejo de Mujeres, luego a los encuentros de jóvenes, después a las clases de lengua. “En Bogotá la lengua estuvo prohibida mucho tiempo; el despertar del pueblo trajo de vuelta las palabras, dice.

 

Camila Yopasa es líder de comunicación indígena de Suba. Siempre en busca de proteger su territorio. Foto de Valery Reyes. 
 

Un día un líder le pidió grabar un video. A partir de ahí armó, con otros, un equipo de comunicaciones. Estudió diseño gráfico, sumó herramientas, abrió redes y cámaras para contar lo propio sin filtros ajenos. En 2023, junto a compañeros, lanzaron Noosca, la primera emisora del pueblo muisca, para tejer noticias, música, historias y avisos a la comunidad. “La comunicación es doble: la de los abuelos, oral y ritual; y la occidental, con la que peleamos el algoritmo”, explica.

Ambas historias se cruzan en el borde donde la vida cotidiana choca con el poder. Camila cuenta que a comienzos de año hicieron un ritual en la parte alta de Suba Rincón, territorio sagrado. Hubo velación, palabra, niños que se dormían entre mantas. La actividad fue disuelta por orden local con apoyo del dispositivo antidisturbios. “Este sigue siendo nuestro resguardo —dice—. ¿Por qué hacen esto?”. Para ella el problema no es solo un operativo: es un mapa de decisiones que, por décadas, redujeron el territorio a lotes y a papeles; es la “falsa tradición”, como llama a escrituras y engaños que arrancaron tierra a abuelos que no sabían leer ni escribir. Recuerda el censo autónomo de 2015 —cuando la comunidad contó a más de tres mil quinientas personas frente a cifras oficiales mucho menores— y repite que Suba y Bosa son las dos comunidades muiscas reconocidas en la ciudad. “Nosotros ya estábamos aquí antes que la urbe”, dice, y no suena a eslogan: suena a biografía.

Estefany escucha esa parte y asiente. Ella habla de otro tipo de choque: portar casco y vinilo en la noche mientras la respiración se pega al trapo, coordinar logística para que pasen suero oral, gasas y leche, buscar abogados cuando detienen a un chico que solo llevaba un escudo artesanal. Habla de lo que pasa después, cuando se acaban los cánticos y vuelve la casa: el insomnio, la ansiedad, la depresión que muerde a varios y el trabajo de volver a una rutina que ya no calza. “Uno aprende a organizar la rabia”, dice. Y agrega que la organización —la que se escribe en papeles y la que se teje con confianza— salvó vidas.

De los dos lados aparece la misma pregunta: ¿cómo se sostiene un nosotros en una ciudad que no siempre escucha? Camila responde con práctica: con lengua, con huertas, con guardia indígena, con ceremonias como la de las flores Tibabuyes en el sitio sagrado Chupqua. Con acuerdos claros con la Alcaldía cuando los hay y con exigencias públicas cuando no. Con radio encendida para que el mensaje llegue a quienes están lejos. Estefany responde con otra lista: con comités, con asesoría jurídica, con redes de cuidado para niñas y niños durante las marchas, con memoria de los que no volvieron. Con espacios de conversación que no repitan trincheras.

No romantizan. Camila sabe que la vida urbana aprieta y desdibuja lo propio; por eso insiste en que la escuela comunitaria enseñe a los más pequeños desde la identidad y en que la guardia cuide sin violencia. Estefany no niega los excesos, pero reclama que se cuente todo, no solo lo que cabe en titulares. Las dos han visto la fragilidad de los cuerpos: Camila, en abuelos que se fueron durante la pandemia y en madres que sostienen la casa cuando aprieta la necesidad; Estefany, en compañeras y compañeros con secuelas, en familias que aún buscan.

Al final, cualquiera diría que hablan de mundos distintos. Y, sin embargo, cuando piensan en futuro, se parecen. Camila quiere que la emisora crezca, que la lengua suene en patios y buses, que el Santuario y los cerros sigan siendo lugares de llegada, no de paso. Estefany quiere publicar su historia —la suya y la de sus amigos— y fortalecer procesos en barrios donde se aprende temprano a cuidar al de al lado. Las dos quieren que la ciudad, a ratos sorda, afine el oído.

Bogotá no es una sola. En Suba la bruma baja tarde y se quedan flotando las voces de la noche ritual. En el centro, a mediodía, el ruido de la carrera séptima entra por la puerta del café. Dos mujeres ponen palabras donde otros ponen consignas o expedientes. Una defiende el territorio con la memoria de los abuelos y un micrófono abierto; la otra defiende la dignidad de la protesta con organización y cuidado. 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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