De lluvia y otros recuerdos

Es mediodía, pero parecen las cinco de la tarde. A lo lejos, una gigantesca nube negra acecha a quienes caminan por la calle empinada y empapada: se acerca con pasos lentos y fuertes que retumban en un trueno.  Sombrillas de colores sobre el paisaje gris y opaco decoran el barrio Monte Blanco. Sobre la calle 93 B sur se escucha el pito de los autos y buses atrapados en una interminable línea, se respira aire espeso, hace frío.  

La casa es grande. Tiene una fachada con ladrillos pintados de vinotinto, tres pisos y dos puertas blancas sin timbre. La puerta de la derecha se abre y Javier Rivera, un hombre alto, de piel blanca y cejas gruesas sale a mi encuentro. Después de un breve saludo cruzamos un corredor largo y oscuro. El interior de la casa es aún más grande y sencillo: a mano derecha un baño, más adelante una cocina y al fondo una puerta que da paso a dos cuartos medianos: uno es sala y comedor y el otro un dormitorio. 

En tres de las cuatro paredes de la sala de estar hay fotos de Naira y Karen, sus hijas de nueve y tres años respectivamente. En las fotos las niñas están disfrazadas o abrazadas a sus padres cuando eran bebés; un ramo tejido con fique con granos de maíz, arroz y arveja pegados junto a monedas de diferentes denominaciones “para que nunca falte la comida ni el dinero en la casa”, y dos diplomas con marcos dorados, otorgados por la Policía Nacional de Colombia, a Héctor Javier Rivera Núñez. El patrullero Rivera tiene 34 años y ha servido por 12 en la Policía.

En la cuarta pared destaca la silueta, en madera y pintada de negro, de un fusil galil 156. Sobre el centro del fusil, de abajo hacia arriba, hay una bala de una pistola M-60 calibre 162, dos balas calibre 156 para ese tipo de fusil, una bala de un AK-47 y una bala Punto 50, (que solo la tienen los helicópteros, aviones fantasmas y embarcaciones por la fuerza de su impacto: parte a la mitad troncos de árboles adultos). 

Ese fusil, el galil 156, fue una de las armas que Rivera tuvo que usar un amargo día de junio. Me descubre mientras observo el arma falsa: 

—  Lo hice con mis manos, lo corté, lo lijé y lo pinté. Es el recuerdo físico que tengo de lo que pasó ese día. 

El sonido de un trueno lo interrumpe, llueve a cántaros. Respira profundo, se sienta y recuerda: 

— Ese día también llovía.

 

 

***



Recibieron la orden la noche del 22 de junio de 2009. La Fuerza Aérea había bombardeado el Campamento de Juan Carlos Úsuga, alias El Enano, jefe del frente Manuel Cepeda Vargas de las entonces Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Javier Rivera y el resto de los hombres que conformaba el Grupo de Operaciones Especiales (GOES), debía ir a hacer una inspección de cadáveres, después del bombardeo, en la zona montañosa del Alto Naya, Cauca. 

A medianoche Rivera y su amigo, el patrullero “El Ñote” García se preparaban para el operativo. “Le decíamos Ñote porque medía metro y pico, era un enano bien simpático”. Se vistieron: uniforme de dril verde oscuro, un casco blindado y botas negras; y alistaron su dotación: una pistola MR, granadas de 60 milímetro y un fusil tavor 21 calibre 156.

—  Cuando me ponía el uniforme para el GOES sentía que tenía el deber de luchar contra la delincuencia y el crimen. Y cuando iba a una operación no sentía nada, pero de regreso sí sentía miedo y adrenalina por no saber si uno iba a salir completo. Esa vez sentí algo en el pecho antes de salir para la operación. 

Uniformados y armados de valor, los hombres del GOES, después de encomendarse en una oración, partieron desde la escuela de Carabineros de Cali hacia Jamundí, en el departamento del Valle del Cauca. Allí se reunieron con un grupo de los Escuadrones Móviles de Carabineros (EMCAR) de Cali y la SIJIN (seccional de investigación criminal a nivel municipal y departamental). Juntos conformaron un grupo de casi cien hombres y una caravana con cinco camionetas tipo estacas y un camión. A las 3:40 a.m. la caravana partió desde Jamundí al Alto Naya, Cauca, en el corregimiento de Buenos Aires.

A las 7:00 a.m. llegaron a la base del Alto Naya. Caminaron dos horas cerro arriba para llegar al lugar del bombardeo. 

— Hacía mucho frío y había neblina, la mañana estaba gris. Parecía que el Sol no quería salir. Yo pensé “va a llover”. 

A las 9:00 a.m. los hombres del GOES, el EMCAR y la SIJIN hicieron el recorrido donde habían bombardeado: encontraron los cadáveres, (entre ellos el de alias El Enano), e hicieron el levantamiento de los cuerpos. Descendieron del cerro por otras dos horas, subieron los cuerpos de los guerrilleros a la caravana y arrancaron de regreso a Buenos Aires, Cauca. El camino era de bajada. 

A la 1:30 p.m. sintieron tres explosiones: las antiguas FARC atacaron con morteros el inicio, el medio y el final de la caravana. Javier Rivera y Ñote quedaron justo atrás de la camioneta impactada en la mitad de la caravana. Lo que vino después fue caos: llovía a cántaros, sonaban disparos y el radio con llamadas de auxilio para los compañeros heridos y otros pidiendo refuerzos. 

Aún aturdidos, Rivera y Ñote salieron del vehículo donde estaban y buscaron refugio en una caseta de madera y teja al lado del camino. Llovió aún más fuerte. Luego, Javier disparaba con el MGL hacia la parte de arriba del cerro, de donde venían los disparos de los guerrilleros. Mientras Rivera disparaba, Ñote pasó al otro lado de la carretera corriendo. Luego, desde el otro lado del camino, Ñote disparaba y Rivera iba a su encuentro. Así, con relevos para disparar y desplazándose en zig zag, los dos uniformados avanzaron hacia la parte inicial de la caravana para auxiliar a sus compañeros.

— El uniforme me pesaba y casi no veía por la lluvia. Al disparar sentí mucha adrenalina, se me secó la garganta y me dio mucha sed. Por alguna razón eso me dio más valentía para seguir. 

En el camino se encontraron con un enfermero de combate auxiliando a un compañero herido. “Tranquilos compañeros, de esta salimos”, les dijo Rivera, sin saber que ambos, el herido y el enfermero morirían. El enfrentamiento de fuego cruzado con las FARC continuaba. 

— Ellos tenían la ventaja: estaban en el cerro y nos podían ver así nos escondiéramos, los escondía la maleza y uno no veía a dónde disparaba, pero uno tenía que defenderse. 

Siguieron desplazándose con la misma estrategia hacia el inicio de la caravana: encontraron siete cuerpos tendidos en el suelo sin vida. Camino abajo corría un río de sangre mezclado con agua lluvia. 

Aún llovía y la neblina era espesa. El apoyo aéreo llegó a las 4:20 p.m. y los disparos cesaron. Procedieron entonces a recoger los cuerpos de los compañeros que habían muerto y los subieron a la parte de atrás de una camioneta tipo estacas. 

— Parecía una carnicería. A un compañero lo impactó un proyectil en la frente y le levantó toda la parte de atrás del cráneo. Recogí los cesos, los puse en su cabeza y con Ñote lo subimos a la camioneta. El conductor era un duro para manejar, pero ese día casi bota la camioneta por el abismo. 

A las 4:40 p.m., refugiados en una escuela, estacionaron la camioneta, sacaron ponchos de plástico, cortaron palos e hicieron hamacas improvisadas para poner allí los cuerpos de los fallecidos. Un helicóptero aterrizó allí, recogió los cuerpos y salió para la sede de la Fuerza Aérea de Cali. Los demás siguieron su camino hasta el municipio de Timbio, Cauca, donde había un equipo médico para atenderlos y un grupo de psicólogos. 

En la tragedia murieron seis patrulleros de la policía y un teniente. Los dos heridos (un patrullero y un subintendente) fueron trasladados a centros asistenciales de Santander de Quilichao y Cali. 

—  Los primeros días tuve pesadillas: lo que les pasó a mis compañeros me pasó a mí. De alguna manera su muerte también fue mía — dice Rivera mientras mira la pantalla de su computador. Es una foto de sus compañeros de operación del GOES, horas antes de las detonaciones a la caravana. Posan veintiocho hombres. Algunos sonrientes con sus manos extendidas con el pulgar arriba y otros serios sosteniendo su fusil en el pecho. 

— ¿Qué siente al ver esa foto? 

— Creo que aún tengo sentimientos de rabia y rencor, incluso pensé en vengarme alguna vez. Recordar eso es como ver la cicatriz de una herida que sanó, pero que sigue ahí. Esto es una familia muy pequeña, lo que le pasa al compañero le duele a uno. 

— ¿Sigue en contacto con Ñote o alguno de sus compañeros? 

— No. Todos tomamos caminos separados, unos en Cali, otros en Medellín, Pereira y Bogotá. Lo único que tenemos es esta foto y recordarnos uno al otro. Pero así es la vida institucional: hoy estamos acá, no sé mañana.


 



*** 



Javier Rivera se levanta dos horas antes de que comience su turno de trabajo. Ahora, el uniforme verde oscuro de la policía representa autoridad, poder y responsabilidad con la institución y con la comunidad. Siente el deber de ayudar a la convivencia y el bienestar ciudadano.

Trabajó como gestor de prevención y participación ciudadana en la policía por año y medio. Allí ayudaba a las comunidades de diferentes localidades de Bogotá a conformar frentes de seguridad, con el fin de crear toda una cultura de la seguridad ciudadana. La idea es integrar a los vecinos de un sector específico por cuadras, sectores, conjuntos cerrados, edificios y localidades, junto con la policía, con el objeto de contrarrestar y prevenir los problemas de seguridad que afectan al orden ciudadano, diseñando mecanismos especiales (como grupos por WhatsApp o de vigilancia) para combatirlos oportunamente. 

Ahora hace parte del plan piloto de la Policía Metropolitana de Bogotá para reincorporar la Policía Comunitaria (POLCO).  El plan cuenta con cuatro grupos de diez hombres aproximadamente en localidades como Rafael Uribe Uribe, Usme, Ciudad Bolívar y San Cristóbal.  

La POLCO busca, principalmente, recuperar la relación de confianza y respeto entre la comunidad y la policía, y que las personas de una comunidad se unan para combatir el crimen y la inseguridad. “Si la gente se uniera como realmente debe de unirse, no habría delincuencia”.

La POLCO organiza actividades con y para la comunidad, en alianza con los residentes de las juntas de acción comunal y con grupos de uniformados que manejan habilidades de recreación como payasos y cantantes. 

El compañero del patrullero Rivera, Jairo Lancheros, un hombre de estatura media, moreno y de sonrisa tierna, hace parte del plan piloto para reincorporar la POLCO. “De eso se trata este trabajo. La policía es un consejero de la sociedad. Buscamos que las personas cambien el chip del “tombo”, del policía corrupto e intocable al del policía amigo y humano”. 

Para Javier Rivera, la policía ha sido como otra escuela y otro hogar. Le ha enseñado sobre la vida, sobre geografía y sobre derecho. Le gusta lo que hace, pero confiesa que si le dieran la oportunidad de ser parte de un equipo de operación de nuevo se iría, sin pensarlo. 

— ¿Haría parte de un grupo operativo a pesar de que puede volver a vivir un evento similar al del 2009? 

—  Todos tenemos en el trabajo un factor de riesgo. Sea policía, militar o abogado. Yo tomaría el riesgo.

 

 

***

 

Oriundo de Ibagué, Javier Rivera es el menor de cuatro hermanos: tres varones y una mujer. Vivió allí por tres años y los siguientes diez en El Guamo Tolima. Pasaba sus días entre travesuras y ayudando a su padre José Santo Rivera, un cuidador de fincas, a prestar guardia y con las labores del campo mientras que su madre, Clementina Núñez, permanecía en casa. 

Encomendado a la Virgen de Santa Marta, Javier era un devoto que soñaba con ser sacerdote hasta que tuvo contacto con la institución de la policía. Ahora se conforma con congregarse en la iglesia católica y a embellecer el altar de imágenes santas que tiene en la sala de su casa. 

Fue parte de la Policía Cívica Juvenil (PCJ), un programa de la Policía Nacional que consiste en conformar un grupo de jóvenes entre los 7 y los 15 años de edad, con el propósito de prevenir su vinculación a cadenas delictivas y fomentar su participación en la comunidad y en actividades cívicas, con el fin de fortalecer las relaciones entre la policía y la comunidad. 

Quince días antes de cumplir dieciocho años fue reclutado por el Batallón Caicedo Chaparral en Tolima para prestar el servicio militar. Al no ser mayor de edad el Ejército le pidió la firma de autorización de sus padres, José Santo Rivera y Clementina Núñez, para poder prestar servicio. 

— Quería ir sí o sí. En la mañana me dijeron que debía llevar la autorización lo más pronto posible y en la tarde lo entregué. Mis papás no supieron nada sino hasta cuando yo ya estaba adentro. 

Más tarde, la Escuela Gabriel González de la Policía Nacional enviaron un oficio al batallón Caicedo Chaparral: necesitaban 200 hombres, y Javier Rivera fue trasladado a continuar el servicio militar en El Espinal, Tolima. A los seis meses salió para el departamento del Caquetá. Allá estuvo en los municipios Curillo, Doncello y después regresó al Tolima, donde terminó de prestar el servicio militar. 

— Los primeros días fueron los más difíciles pero los que más me gustaron.  La disciplina militar es increíble. Definitivamente, la policía y el ejército son como una universidad: todo es calificable.

 



En el 2005, Rivera inició el proceso para ingresar a la policía para el grado de patrullero. En mayo del 2006 quedó seleccionado para hacer el curso en la Policía Nacional, recibió entrenamiento en diferentes tipos de combate, estrategias y tácticas para aumentar, de manera oportuna, su pie de fuerza para afrontar las situaciones de amenaza a la población civil. Se graduó como patrullero en noviembre de ese mismo año. 

En 2010 trabajaba como policía de vigilancia en el corregimiento Santiago Pérez en el departamento del Tolima. En la estación de policía, Javier Rivera y sus compañeros hacían un muñeco relleno de arena y disfrazado de policía. En la cabeza, a manera de casco le ponían una tutuma, le dibujaban facciones en el rostro y en la boca le hacían un hueco pequeño. Cada noche, a las diez, bajaban los tacos de la luz, sacaban al muñeco a “prestar guardia”, encendían un cigarrillo y lo ponían en el agujero de sus labios. La chispa roja y naranja del cigarrillo ayudaba a distraer al enemigo: “piensan que el muñeco es un policía. Si decidían atacar, atacaban al muñeco primero y nosotros teníamos más tiempo de reacción”. Una vez el muñeco estaba afuera, los uniformados regresaban a la estación y encendían las luces. 

— Cada vez que al muñeco se le acababa un cigarrillo le poníamos uno nuevo. La gente pasaba y decía “agente buenas noches”, pero el muñeco qué iba a responder. Seguía fumando el cigarrillo — recuerda Rivera entre risas. De repente, las facciones de su rostro se endurecen. 

En mayo de 2011, Rivera y sus compañeros prestaban guardia en la estación y el muñeco, como cada noche, cumplía su misión en la parte de afuera de la estación. De repente, el silencio se vio interrumpido por un cañonazo que se escuchó a lo lejos. Al salir a revisar qué había pasado, Rivera se sintió aliviado y aterrado a la vez: desde la montaña, un francotirador le dio un tiro al muñeco y le toteó la cabeza.

 

 

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Esta crónica hace parte del especial "Historias sin uniforme" producido por el CrossmediaLab en asocio con la Policía Metropolitana de Bogotá, a través de su Modelo de Policía para el Posconflicto, que busca contar un puñado de historias que tienen como común denominador: la vida, la reconciliación y el perdón de sus protagonistas. 

 
 
 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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