Entre agujas, murales y tablas de teatro, las madres buscadoras convierten el dolor en memoria. En cada puntada, en cada trazo y en cada palabra laten las ausencias de sus seres queridos desaparecidos y la certeza de que el arte puede desafiar el olvido.
Para muchos académicos, el arte traduce las historias y permite que todos se aproximen a ellas. “No hace distinción sobre la capacidad de entender qué fue lo que pasó antes, sino que asume una igualdad en las inteligencias. Por eso se vuelve relevante, porque es una manera inclusiva de hacer que la ciudad y el país entero se aproximen, sin que lo hayan vivido de manera directa”, dice Diana Zoraida, docente universitaria en Historia.
En Colombia, el número de personas desaparecidas refleja una realidad compleja. Según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), hay más de 126.000 casos vinculados al conflicto armado, mientras que Medicina Legal reporta cifras variables en los últimos años, con 882 desapariciones en Bogotá hasta julio de 2025.
María del Pilar Navarrete Urrea es activista social y vocera oficial del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice). Forma parte de un grupo de mujeres que realizan prácticas artísticas comunitarias. Aunque ninguna ha pasado por una academia de arte, creen que, para expresarse, simbolizar el dolor y ser reconocidas lo esencial es la sensibilidad para transmitir sus historias y preservar su memoria.
María del Pilar Navarrete lleva tejida la imagen y el nombre de Jimmy, Héctor Jaime Beltrán Fuentes. Foto de Abril Mahecha.
No es solo un taller de arte: es un espacio donde las ausencias encuentran forma y donde las mujeres que buscan a sus hijos, hermanos y esposos desaparecidos convierten el dolor en trazo, pintura o palabras. Cada una llega con una historia distinta y con una manera particular de cargar el peso de la ausencia. El arte se convierte en un idioma compartido, aunque las voces nazcan de dolores diferentes.
Sobre la calle 26, en la entrada de la Universidad Nacional, los colores de un mural reciben a quienes pasan. Allí, en grandes letras, se lee: “Aunque no esté, estoy”. No es un muro cualquiera: es el espacio que las madres buscadoras han hecho suyo, un lugar de encuentro, de conmemoración y de memoria compartida.
Empieza la historia:
Aquel día estaban reunidas, sentadas frente al mural que custodia la entrada de la Calle 26 de la Universidad Nacional. Se hacían compañía. Lo que se escuchaba no era un silencio solemne, sino vida: risas que se cruzaban con conversaciones que iban y venían, pausas llenas con las voces de unas y los silencios de otras. Algunas madres hablaban animadamente, otras se recogían en un silencio profundo mientras pasaban la aguja sobre la tela del bordado que, poco a poco, tomaba forma.
No estaban solas. Las rodeaban sus familias: hijos, nietos, hermanas y hermanos. La memoria no quedaba encerrada en la herida individual, circulaba entre generaciones como un legado compartido. No eran casos aislados ni historias fragmentadas, sino una sola memoria bordada en común, puntada a puntada, sobre la tela que dibujaba el mapa de Colombia.
Ana Milena Rey tomaba un hilo rojo y lo pasaba con calma de un lado a otro. A veces reía con las demás; a veces se recogía en su propio silencio. El bordado parecía ayudarle a concentrarse, a ordenar las palabras antes de contarlas. “Carlos Hernando Rey, mi hermano, desapareció en Buga hace más de 20 años”, dijo. Carlos era taxista; le gustaba estar actualizado, era apasionado por los aviones, le encantaba leer, coleccionaba postales de aeronaves y disfrutaba tomar Coca-Cola. Un hombre común, hasta que tres desconocidos se subieron a su carro y nunca volvió. Nadie volvió a verlo.
La última vez que Ana Milena lo tuvo cerca, él había viajado a Bogotá. Conoció a su sobrina recién nacida y se despidió con una frase que ahora suena a premonición: “Me voy con buenos recuerdos de Bogotá porque no sé cuándo vuelva”. En ese momento, y aún sin saberlo, fue la despedida de aquellos dos hermanos.
El día de la desaparición, Ana estaba en una reunión de trabajo cuando recibió la llamada de Gloria, la esposa de Carlos, a quien ella llamaba “el Gordo”. Algo no estaba bien: Carlos no había llegado a almorzar, aunque había prometido regresar. Ana intentó tranquilizarla: “Esperemos un poco, de pronto tuvo una carrera larga en el taxi”. Pero Gloria no parecía convencida.
Pasó una hora, luego dos. A las cuatro de la tarde el silencio se volvió inquietante; a las cinco y a las seis, la preocupación se instaló. Ana le sugirió a Gloria que lo reportara. No utilizó la palabra “desaparecido”. Esa idea todavía parecía ajena, imposible de aceptar. Gloria fue a la estación de policía. La respuesta fue: “Tiene que esperar 72 horas”.
No se quedó quieta. Empezó a recorrer el barrio, a preguntar entre los vecinos, a armar un rompecabezas con pedazos de relatos. La tarde cae y el tiempo avanza, pero desde ese instante él parece haberse desvanecido.
En los primeros días tras la desaparición, Ana creía que la respuesta podía estar a la vuelta de la esquina. Seguía pistas que se encendían como chispas y luego se apagaban en la nada: la voz de un conocido que aseguraba haberlo visto, rastros de personas parecidas a él. Cada vez que la esperanza prendía, una mentira la devolvía a la oscuridad.
“Hoy estoy tranquila en comparación con el año pasado…”, dijo. No porque el sufrimiento se haya ido, sino porque ha aprendido a llevarlo. Ha asimilado la ausencia, pero no ha dejado de preguntarse ni de imaginar: ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué pudo pasar para que alguien decidiera arrebatarle la vida? ¿Cuánto tiempo lo tuvieron con vida? ¿Sufrió?
Levantó la vista un instante y confesó que era la primera vez que se sentaba a bordar. “Un compañero me tejió el retrato de Carlos Hernando”, contó. “Me lo mostró en el celular y me hizo llorar. Porque eso hace que sean visibles, que la gente no los olvide. Que haya una memoria colectiva que se dé a conocer ahorita y que quede para el futuro”.
El amor en medio de las ruinas:
Jaime Beltrán Fuentes era costeño, bromista, un hombre alegre que llenaba con dichos y risas cada rincón de la casa.
“Júrame que me la devuelves”, fueron las últimas palabras que María del Pilar Navarrete le dijo a su esposo antes de entregarle una foto de sus hijas. Era el 6 de noviembre de 1985, día de la toma del Palacio de Justicia, donde trabajaba Jaime.
Horas más tarde, el país vio las imágenes: tanques apuntando a la fachada, humo sobre la Plaza de Bolívar, llamas devorando ventanas y pasillos. María lo imaginaba saliendo entre los sobrevivientes, protegido por militares. Esperó verlo entre los evacuados, pero Jaime nunca salió.
Intentó sostener la rutina y ser fuerte por sus hijas, mientras se aferraba a cualquier noticia. Su cuñado, escolta de un diplomático israelí, se movía por las inmediaciones del Palacio. Cada tanto subía a la avenida Jiménez, buscaba un teléfono público y llamaba para contar lo que alcanzaba a ver: humo, gritos, disparos, cuerpos imposibles de identificar.
Así transcurrieron la noche y la mañana del 6 y 7 de noviembre, sin respuestas, entre llamadas cortas y la espera frente a una pantalla que repetía el incendio. “Es un día que no se puede borrar, pero tampoco se quiere recordar”, dijo María.
Pasaron los años y llegaron otros momentos. La Corte Interamericana condenó al Estado colombiano y ordenó reabrir las búsquedas. Entonces aparecieron cuerpos que habían sido entregados de manera equivocada a otras familias.
María recuerda uno de esos casos: a la hija del magistrado Julio César Andrade le entregaron restos diciendo que eran de su padre. El sustento fue mínimo: un pedazo de pantalón y una cédula bastaron para declararlo identificado. Ella dudó, pidió que desenterraran los restos y esperó el resultado.
Las pruebas de ADN confirmaron la sospecha: no era su padre. La sorpresa fue mayor: eran los restos de Jimmy, Héctor Jaime Beltrán Fuentes.
A partir de esa sentencia se reabrieron nuevas pruebas. Un día, mientras María trabajaba en un proyecto de formación para funcionarios judiciales sobre entregas dignas —explicaba que las familias no podían seguir recibiendo restos en bolsas o cajas de cartón—, recibió una llamada. Era una amiga de Medicina Legal: “Te están buscando”. Pensó de inmediato: apareció Jimmy.
Poco después la contactó su abogada: “La Fiscalía te está buscando”. Otra vez lo mismo: apareció Jimmy. La confirmación tardó. La mezcla de alivio y culpa la desbordó: “¿Qué hice mal? Si él estaba allá y yo no lo vi, ¿qué hice mal?”.
El primero de junio recibió la noticia oficial. En Medicina Legal le mostraron fotografías de cómo lo habían hallado en Barranquilla. La prueba de ADN arrojó 99 % de coincidencia. Había sido identificado. El informe describía disparos de bala, la ausencia del cráneo y de la mano donde tenía un platino. Detalles dolorosos que era imposible imaginar en 1985.
“Yo lo recuerdo, yo hago cosas muy importantes por él”, dice María del Pilar. Nunca había tejido. “Odio tejer, no sé coser ni un dobladillo”, admite con una sonrisa que se le escapa. Y, sin embargo, terminó con las manos enredadas en hilos, creando tejidos con piedritas, cada puntada dedicada a Jimmy, cada forma pensada para él.
En cada puntada estaba él: el padre de sus hijas, su primer amor, el hombre del que seguía enamorada cuando se lo llevaron. Recordarlo era inevitable; hacerlo con cariño se convirtió en su manera de resistir.
El arte le abrió otros caminos. Descubrió que no siempre bastan las palabras para decir la verdad de lo vivido. En un colegio, frente a un grupo de niños, entendió que la historia sola no tocaba fibras. Recurrió al teatro: con títeres, gestos y risas logró lo que el relato no alcanzaba. En escena compartía lágrimas y carcajadas junto a Inés, su compañera, y cada función se transformaba en un acto de memoria.
No se quedó ahí. Con sus manos elaboró collares, pulseras y aretes con pepitas de colores. Cada pieza llevaba un nombre: Jimmy, el magistrado, su abogado Eduardo Umaña, los desaparecidos. Eran objetos diminutos cargados de sentido, pequeñas memorias que se llevaban como fragmentos de vida. Para ella, cada bolita era un pedazo de Jimmy, un recordatorio de que seguía presente.
El arte se volvió una forma de transmitir y mantener viva la memoria. No fue un oficio para ganarse la vida, sino una manera de mostrar que la ausencia no venció al amor ni al recuerdo. En cada función, en cada tejido, Jimmy volvía a estar.
Cárceles, ríos y tumbas: el camino de la búsqueda:
Lucía Osorno Ospina es líder social y defensora de derechos humanos. Su camino en los procesos sociales empezó cuando tenía doce años y, desde entonces, no ha dejado de recorrer el país reclamando justicia social.
Lucía Osorno sostiene en sus manos la imagen de Pedro, su hermano desaparecido hace más de tres décadas. Foto de Abril Mahecha.
Trabajó en la Unión Nacional de Empleados Bancarios y se formó como auxiliar de odontología y auxiliar contable. Hoy está pensionada, pero dedica su tiempo al Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) y al Cinturón Ambiental del Suroeste, organización que defiende el territorio frente a proyectos mineros en Jericó, Antioquia.
Su vida transcurre entre Antioquia y Bogotá: en Pueblorrico, donde vive su madre y a quien acompaña y cuida; en la capital se suma a distintas luchas por la defensa de los derechos humanos.
Pedro Nel Osorno Ospina desapareció el 13 de mayo de 1989. Ese día uno de los hermanos de Lucía se casaba y Pedro había prometido asistir a la boda. Nunca llegó. Ese mismo día desapareció Dora Bolívar Hernández, una joven de 16 años.
El 14 de mayo, la madre de Lucía viajaba hacia Bogotá. Al pasar por el río San Juan vio cómo sacaban un cuerpo del agua: era el de una niña, con siete disparos de metralleta, signos de violencia sexual y sin la ropa de la parte superior.
El presentimiento no tardó en confirmarse. Pasaron ocho, quizá quince días, hasta que llamaron a la madre de Lucía: Pedro no había aparecido y debía viajar de inmediato porque ya era evidente que no volvería. Poco después, Lucía viajó con su hijo mayor y su bebé de ocho meses. Llegaron a Bolombolo y Peñalisa buscando noticias, rastros, respuestas.
Cuando se encontraron de nuevo, la madre de Lucía la recibió con unas palabras que aún pesan: “Mija, tu hermano está desaparecido, porque la niña que yo vi en el río San Juan, la que estaban sacando, estaba con tu hermano ese día. Entonces lo desaparecieron”.
Lucía sintió que la tierra se la tragaba. Luego un conocido, que vivía cerca de la vereda La Linda donde se celebró la boda, contó que había visto a Pedro dentro de un carro, con la boca tapada, pidiendo auxilio. Ese testimonio fue el detonante de la desesperación: la impotencia de no poder ayudarlo, de no saber dónde estaba, de no volverlo a ver.
Pedro era líder social. En 1983 intentaron desaparecerlo; en 1984 sobrevivió a un atentado. En 1989 lo lograron: la desaparición cumplió su cometido. “La desaparición es lo peor y lo más horroroso que le puede suceder al ser humano —dice Lucía—, porque tú no sabes qué pasó, qué le hicieron, dónde está, a dónde lo llevaron, quiénes son los autores”.
El mapa de Colombia se iba llenando de puntadas rojas. Sobre la tela se cruzaban ausencias y recuerdos, cada aguja trazando un camino propio.
Ana Milena bordaba mientras hablaba de Carlos Hernando, el hermano taxista que un día desapareció en Buga y nunca volvió. María del Pilar detenía el hilo de vez en cuando para recordar a Jimmy, el esposo alegre que recuperó después de tres décadas gracias a una prueba de ADN. Lucía marcaba en la tela los territorios donde buscó a Pedro: cárceles, cementerios y ríos que todavía guardan silencio. Inés sostenía la aguja con firmeza, evocando a Ana Rosa, su hermana desaparecida en el Palacio de Justicia.
Las voces se mezclaban entre risas, conversaciones y silencios. A sus espaldas, el mural pintado por ellas mismas repetía el mensaje que también bordaban en la tela: “Aunque no esté, estoy.”
No era solo un bordado ni un mapa, era la memoria viva de un país atravesado por la ausencia y la resistencia. Cada puntada era distinta, pero juntas formaban un mismo tejido: el de la verdad que ellas se niegan a dejar en el olvido.
Inés Castiblanco participa en la jornada de memoria en honor a su hermana Ana Rosa, desaparecida en el Palacio de Justicia. Foto de Abril Mahecha.
La actualidad:
El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) —fundado en 2005— articula más de 200 organizaciones de víctimas y DD. HH., con presencia en 15 departamentos del país, y trabaja en lucha contra la impunidad, memoria, búsqueda de desaparecidos e incidencia ante instancias judiciales y de derechos humanos. En Colombia, la magnitud de la desaparición forzada sigue siendo crítica: la Comisión de la Verdad registró 121.768 víctimas entre 1985 y 2016 y estimó un universo que podría llegar a 210.000 con subregistro, mientras la UBPD mantiene como prioridad la búsqueda de más de 120.000 personas. Por eso, el tejido y la palabra que sostienen estas mujeres también sostienen una exigencia colectiva de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición