¿De verdad esta es “la mejor etapa de nuestras vidas”? Entre noches sin dormir, empleos mal pagados y un reloj que nunca se detiene, millones de jóvenes cargan con rutinas que desgastan su cuerpo y su mente. Se les celebra la resistencia, pero pocas veces se reconocen las pérdidas silenciosas: la salud, el tiempo propio, los sueños postergados.
Una juventud que se mide en desvelos:
“Antes de levantarme de la cama ya estoy agotada”, confiesa Verónica, de apenas 22 años. Su voz arrastra cansancio y las ojeras confirman lo que dice. Es el retrato de una realidad que pocos quieren aceptar: jóvenes que trabajan y estudian hasta la extenuación, mientras la sociedad aplaude esa rutina insostenible bajo el disfraz de productividad o de lo que “se debe hacer”.
Verónica tiene dos trabajos y, además, estudia Diseño Interactivo. Su día comienza antes de las cuatro de la mañana. Ni siquiera ha terminado de vestirse cuando ya debe alistar a su hermana menor, salir corriendo a clases y, mientras escucha al profesor, pensar en las responsabilidades de su primer empleo. Desde ese instante, el tiempo deja de pertenecerle. Su descanso se mide en fragmentos de tres o cuatro horas, y dormir una noche completa se ha convertido en un privilegio inalcanzable.
Ha llegado a trabajar como mesera durante 18 horas seguidas, incluso estando enferma, convencida de que ese sacrificio “algún día valdrá la pena”. Sin embargo, el agotamiento dejó cicatrices profundas en su salud mental: ataques de ansiedad, episodios de depresión e incluso un intento de suicidio han marcado su historia.
“No he perdido mi juventud, pero sí mis ganas de vivirla”, dice entre una risa que se confunde con tristeza. Sus palabras revelan un cansancio que no solo desgasta el cuerpo, sino también el espíritu.
Y Verónica no está sola. Daniela Gallo, de 19 años, también soporta jornadas extenuantes. En las mañanas estudia en la Fundación Universitaria de Ciencias de la Salud y, a la una de la tarde, ya debe estar trabajando como cajera en una licorera. “En la noche ya no doy más”, reconoce. Su memoria y su rendimiento laboral se han deteriorado, pero aun así continúa: “La universidad no se paga sola”.
A sus 18 años, Valery Castro —conocida como Yaggi— encarna la misma lucha. Divide su vida entre estudiar Producción Musical, ser DJ y perseguir su sueño de cantar, mientras trabaja en un call center y, los fines de semana, se transforma en mariachi. Su jornada empieza a las siete de la mañana en la universidad y puede extenderse hasta pasada la medianoche, entre clases, turnos y presentaciones.
“Normalmente no suelo dormir mucho, a veces me olvido de comer o de descansar”, admite, tan acostumbrada a ese ritmo que lo cuenta como si fuera lo normal. La falta de tiempo le ha robado hobbies, viajes familiares y encuentros con amigos. Y también empieza a pasar factura en su salud: agotamiento físico, desórdenes de sueño y problemas digestivos derivados de comer a deshoras o, muchas veces, de no comer.
Cuando la rutina la ahoga, Valery busca refugio en breves pausas: un respiro en el parque, un rato de silencio para escapar de las mismas paredes que la rodean cada día. Aun así, lo que la mantiene en pie es la convicción de que tanto sacrificio tiene un propósito. “Mi futuro puede llegar a ser algo y lograr lo que muchos creen imposible”, afirma con la mirada puesta en sus sueños. Pero también lanza una crítica directa a la presión que recae sobre su generación: “Desde que salí del colegio me dijeron que debía estudiar y trabajar al mismo tiempo porque era lo que había que hacer. La sociedad lo tiene muy romantizado”. Para ella, estudiar debería ser un espacio para aprender y disfrutar, no para sobrevivir.
Las tres jóvenes coinciden en lo mismo: sus días transcurren entre buscar el dinero para sostener la universidad, cumplir con responsabilidades familiares o laborales y tratar de inventarse más horas de las que realmente tiene el reloj. Y, a pesar de tanto esfuerzo, nunca hay tiempo para ellas mismas.
Entre risas que se mezclan con un nudo en la garganta, Verónica confiesa: “Quisiera que el día tuviera más horas, para hacer algo que me sacara de tanto estrés”. En esa frase se resume el sentir de una generación que camina entre la esperanza y el agotamiento, intentando no perderse a sí misma en la carrera por cumplir con todo lo que se espera de ella.
La paradoja de los jóvenes:
No todos logran sostener ese doble rol de estudiar y trabajar sin romperse en el intento. Algunos, como Aarón Ortiz, de 19 años, tuvieron que enfrentarse a la difícil decisión de poner en pausa sus sueños académicos.
Aarón intentó durante meses equilibrar la universidad con un empleo que le exigía demasiado. El cuerpo y la mente no resistieron. “Sentía que la carga de cumplir con la universidad y el trabajo era demasiado grande”, admite con la voz arrastrada por el sueño y unas ojeras que hablan más de lo que él mismo se atreve a decir. El cansancio no se escondía: lo habitaba, lo dominaba.
Al final, tomó la decisión de dejar de estudiar un semestre. No se trató de un abandono definitivo, sino de una pausa obligada para respirar. Hoy trabaja como domiciliario con la esperanza de ahorrar lo suficiente para, cuando retome sus estudios, poder concentrarse sin la presión de no saber si tendrá con qué pagar la matrícula o los gastos básicos. Una estrategia de supervivencia que significa retrasar el camino académico para ganar un mínimo de estabilidad económica.
Cristian Simbaqueva, de 21 años, escogió un camino distinto, pero igualmente desgastante. Estudia Administración de Empresas de manera virtual y, al mismo tiempo, trabaja como ejecutivo de cobranzas en un call center. Decidió no abandonar ninguna de sus responsabilidades, aunque eso significara transformarse en alguien muy diferente al que era antes.
Hasta hace un par de años, Cristian se describía como extrovertido, lleno de energía, con tiempo para sus pasiones y para compartir con amigos. Hoy, su voz revela el contraste: ya no es el mismo. El trabajo y el estudio simultáneos le han robado esa vitalidad que antes lo definía. “El trabajo me quitó tiempo y ya no me puedo concentrar en aprender”, reconoce con una mezcla de frustración y resignación.
En lo académico, el golpe ha sido evidente. Pasó de ser uno de los mejores estudiantes, con promedios destacados cuando solo se dedicaba a estudiar, a apenas lograr conectarse a sus clases virtuales. La concentración se diluyó entre llamadas interminables de trabajo y las obligaciones de la universidad. La motivación también se desdibujó.
Aarón y Cristian representan dos caras de la misma paradoja que viven miles de jóvenes en Colombia y en América Latina: trabajan para poder sostener su educación y cumplir el sueño de graduarse, pero ese mismo trabajo termina siendo el mayor obstáculo para lograrlo. Una paradoja cruel, donde el esfuerzo se multiplica, pero las oportunidades siguen escasas y los costos personales demasiado altos.
Lo psicológico detrás de tanto esfuerzo:
El psicólogo clínico Julián Muñoz explica que, aunque combinar estudio y trabajo puede aportar aprendizajes valiosos en lo personal y lo profesional, también deja consecuencias emocionales profundas. “El aumento del estrés y la ansiedad es significativo cuando las responsabilidades sobrepasan los recursos que cada joven tiene para enfrentarlas”, advierte.
Los testimonios de Verónica, Daniela, Valery, Aarón y Cristian lo confirman: frustración, agotamiento emocional, insomnio, pérdida de concentración y deterioro de la memoria son algunos de los efectos más comunes en quienes intentan sostener jornadas interminables. La falta de descanso convierte la rutina en una carrera de resistencia que casi nunca se gana.
El problema, señala Julián, va más allá de lo individual: es cultural. “Vivimos en una sociedad que aplaude el rendir más, el hacer más, incluso si está por encima de la salud”. El descanso se percibe como pereza; el ocio, como pérdida de tiempo. Bajo esa lógica, generaciones enteras crecen normalizando el sacrificio extremo y creyendo que posponer su bienestar es la única manera de acercarse al éxito. “La autoexigencia y la sobreexigencia no pueden estar por encima de nuestro bienestar emocional ni de nuestra salud”, concluye.
La voz de un menor de edad:
En medio de tantos relatos, impacta la voz de Stiven, un adolescente de apenas 17 años cuya rutina parece la de un adulto con décadas de experiencia laboral.
“Mi día es un poco pesado porque me toca levantarme a las 5 a. m. para alistarme y salir para el colegio. Llego a las 7:30 a. m. y tengo clases hasta las 11. Luego tengo que estar en el trabajo a las 12 y salgo a las 10 de la noche”, cuenta, como si un horario de 15 horas fuera algo natural. Tras 10 horas de trabajo, regresa a casa a cocinar y apenas logra dormir cinco horas.
Las consecuencias ya son visibles: ha perdido peso, el estrés se volvió cotidiano y la fatiga física y mental marcan su vida. En su relato se cuela la tristeza de haber perdido espacios que deberían estar llenos de deporte, amigos y descanso. “Me encantaría retomar mis entrenamientos de microfútbol y boxeo, que dejé por estudiar y trabajar tanto”. Aun así, mantiene la esperanza de ahorrar para independizarse joven, comprar una moto y ayudar económicamente a su madre.
Cuando habla del sistema laboral, su voz se endurece: “Me gustaría que los dueños de las empresas no fueran tan explotadores con los trabajadores menores de edad. Como somos jóvenes piensan que pueden pagarnos poco, ponernos a hacer cosas extras sin ningún pago adicional y darnos horarios excesivos”.¿
Stiven no es una excepción. Su testimonio se suma a un coro de voces juveniles que denuncian lo mismo: un sistema que, al ver su juventud, solo piensa en su capacidad de aguante, no en su derecho a vivir con dignidad.
Una petición colectiva:
De los seis jóvenes entrevistados, todos coinciden en una crítica central: el sistema laboral es indiferente a sus realidades. Son estudiantes y trabajadores a la vez, pero sus empleadores rara vez lo reconocen. La universidad se convierte en un lujo que deben costear con jornadas que superan lo permitido, mientras su salud y su bienestar quedan relegados.
En muchos empleos, la falta de flexibilidad se combina con la indiferencia hacia la doble carga académica y laboral. Se asume que la disciplina y el sacrificio justifican cualquier exceso, aunque eso signifique desgastar cuerpos jóvenes y quebrar mentes que apenas comienzan a formarse.
Tantos jóvenes en Colombia viven rutinas extenuantes que hemos aprendido a normalizar bajo la frase “así debe ser”. Pero en esas palabras se esconde una trampa peligrosa: aceptar como natural que la juventud se mida en desvelos, en cansancio extremo y en sueños postergados.
El mensaje, repetido con distintas voces, es el mismo: los jóvenes piden un sistema educativo y laboral más justo, que reconozca sus derechos, que les dé espacio para descansar y crecer, y que deje de exigirles como si fueran máquinas, cuando apenas están empezando a vivir.
*La imagen de portada de esta historia fue generada en IA. Los protagonistas de la crónica no quisieron aparecer en la publicación*