El duro trabajo de ganarse la vida en el rebusque

En cada esquina de Bogotá amanece una historia distinta. Olga, Jimmy, Fanny, Humberto, Rodolfo y Sandra encuentran en las calles la forma de ganarse la vida, ya sea vendiendo productos o prestando pequeños servicios. Ninguno de ellos cuenta con seguridad social ni cotiza para una pensión. Son parte de los más de un millón de vendedores informales que, según una encuesta del DANE en 2025, sostienen su día a día en medio de la incertidumbre.

 

Son las seis de la mañana y la ciudad empieza a despertar. Antes de que lleguen las rutas llenas de estudiantes o los oficinistas, algunos vendedores informales ya ocupan las calles. Sacan cajas, bolsas y plásticos. Instalan sus puestos sobre los andenes. Cada movimiento es rápido y medido. Preparan alimentos, acomodan productos y organizan la mercancía. Todo debe estar listo antes de que la ciudad despierte del todo.

"Si no estoy acá temprano, no vendo nada", dice Olga Zambrano, que vende dulces y periódicos desde muy pequeña. Los semáforos marcan la rutina. Verde: moverse entre carros y motos para ofrecer los productos. Rojo: esperar, mirar, calcular cuánto falta para cubrir los gastos del día. Cada pausa es un conteo silencioso: cuánto alcanza para comida, arriendo, transporte.

No hay jefe ni horario fijo. La lluvia o el calor cambian los planes. Una equivocación puede significar perder horas de trabajo. Rodolfo Monfoin es vendedor de camisetas en la carrera Séptima de Bogotá, él comenta que "hoy vendí poco, pero mañana puedo recuperarme" Cada puesto improvisado representa un ingreso diario y una forma de sostener a la familia.

Muchos llegaron de otras ciudades buscando seguridad y oportunidades. Otros nacieron en Bogotá. Todos coinciden en una cosa: el trabajo informal es la única manera de mantenerse. Sandra Ramos, que vende dulces y arepas, cuenta: "Trabajo para mis hijas y mis nietas. Aquí no hay descanso, no hay otra opción".

El tráfico crece, las calles se llenan de pasos, bocinas y voces. Mientras muchos pasan de largo, estos vendedores generan ingresos diarios que sostienen a sus familias y mueven la economía informal de la ciudad. Cada puesto improvisado es un testimonio de esfuerzo diario, de personas que adaptan su vida a la ciudad para sobrevivir y avanzar.

El día avanza y las calles no dan tregua. Fanny Mocote, que trabaja como señora de aseo, añade: "El trabajo es duro, pero uno sigue para sacar el día". Jimmy Micheleno, vendedor de frutas, manifiesta: "Trabajamos muchas horas para sacar algo, pero es lo que nos mantiene en pie". Entre lluvia, calor o días lentos, cada uno maneja su esfuerzo, ya sea limpiando las calles o acomodando productos, para que el día rinda y puedan cumplir con sus responsabilidades.

Jimmy atiende con dedicación su pequeño puesto de frutas.
Foto de Nicol Téllez.

En el barrio Socorro, al sur de Bogotá, Humberto Buitrago organiza pacas de aguacates sobre el andén de una esquina. Llegó hace más de veinte años y desde entonces madruga para conseguir la fruta en la plaza. "Esto toca trabajarlo con amor, si no, no sale", afirma. Lo que gana se reparte entre arriendo, comida y el estudio de sus hijos. Para él, la calle es trabajo y también vida.

El oficio de vender en la calle no es solo intercambio de productos, es una práctica que combina destreza y resistencia. Cada vendedor conoce cómo llamar la atención, cómo ofrecer sin incomodar y cómo mantener la calma cuando las ventas son bajas. La calle se convierte en su taller, donde el regateo, la organización de la mercancía y la paciencia son las herramientas de un trabajo que sostiene hogares y da vida a la ciudad.

Estas historias no son aisladas de la realidad. En Colombia, el 56% de los trabajadores vive de la informalidad, una situación que se refleja con intensidad en calles como las del Socorro. Allí, el rebusque manda: oficios como la venta de aguacates sostienen hogares sin seguridad social ni contratos. Lo que parece una cifra fría, para Humberto y miles como él es la rutina de un país que sobrevive entre el trabajo visible y la economía oculta.

En el centro de Bogotá, la vida de Olga Zambrano ilustra esa cotidianidad de la informalidad. Cada mañana organiza su puesto de periódicos mientras recuerda los años en que su hijo, hoy estudiante de Derecho, la acompañaba a vender para ayudar en la casa. Aunque él ya sigue otro camino, todavía pasa por su lado algunos días, como un eco de aquel pasado compartido en la calle. En su relato se siente cómo el trabajo informal no solo garantiza el sustento diario, sino que moldea vínculos y deja huella en la historia familiar.

A pocos metros de su puesto, la ciudad "formal" avanza con prisa: ejecutivos apurados, buses llenos y vitrinas brillantes. Ese movimiento contrasta con la rutina de Olga y otros vendedores que dependen del día a día. Bogotá aparece entonces como un lugar de contrastes, en el que la estabilidad y la incertidumbre comparten la misma calle.

Rodolfo Monfoin atiende su pequeño puesto de camisetas deportivas en una esquina del centro. Al principio evita hablar: la policía estaba rondando y lo habían estado molestando. Solo cuando los uniformados se alejan se anima a responder, aunque con cierta cautela. Su manera de bajar la voz deja ver la tensión constante de trabajar bajo la mirada de las autoridades.

Rodolfo llegó a Bogotá desde Medellín, la llamada Ciudad de la Eterna Primavera, huyendo de la violencia que lo obligó a dejar atrás su tierra. En la capital empezó vendiendo dulces en TransMilenio, luego frutas en el centro, y desde hace seis meses tiene su puesto de camisetas deportivas. Cada jornada de ventas es para él una forma de resistir y dejar atrás las heridas del pasado, mientras busca sostener a su familia con tranquilidad.

El paso del tiempo también marca a quienes se ganan la vida del rebusque. Sandra Ramos, con su carrito de dulces y arepas, y Jimmy Micheleno, con frutas frescas, ocupan esquinas distintas de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Entre el ir y venir de los estudiantes, ellos se han convertido en parte del paisaje cotidiano del sector. La calle les ha enseñado a resistir lluvias, jornadas largas y días en los que apenas se vende, mostrando que sobrevivir allí requiere no solo fuerza, sino también paciencia para seguir adelante.

Fanny Morcote, por su parte, no vende en la calle, pero también hace parte del rebusque que sostiene a muchos en Bogotá. Lleva más de diez años trabajando como señora de aseo en casas de familia, de lunes a sábado, saliendo de Soacha para cumplir con sus jornadas. Con ese esfuerzo sacó adelante a sus hijos y hoy en día apoya a su hija menor. Aunque la pensión sigue siendo un sueño lejano, su historia muestra que los oficios invisibles también sostienen familias y son parte de la resistencia cotidiana.

Fanny, señora del aseo, haciendo sus labores diarias. 
Foto de Nicol Téllez.

La búsqueda de sustento en la ciudad no se limita a vender en la calle o limpiar en casas. Está en quienes cargan bultos, venden minutos o lavan ropa ajena, oficios que rara vez se reconocen, pero que sostienen a miles de familias. Esa diversidad muestra que la lucha diaria por sobrevivir es compartida por muchos, aunque permanezca casi oculta.

La presencia de vendedores en las calles despierta sentimientos encontrados: algunos los valoran como parte de la vida cotidiana, mientras otros los rechazan o simplemente los ignoran. Esa contradicción refleja cómo la ciudad convive con esta economía de la supervivencia sin reconocer del todo su importancia.

Más allá de la mirada ciudadana, la realidad de vendedores y trabajadores informales revela la falta de alternativas estables. En una ciudad donde el empleo formal no alcanza para todos, el trabajo en la calle se convierte en la única opción para sostener a las familias.

La vida en la informalidad no solo exige largas jornadas, también deja huellas silenciosas en el cuerpo y en la mente. Dolores de espalda, cansancio acumulado y la ansiedad de no saber cuánto se ganará al día siguiente hacen parte de la rutina. A pesar de eso, muchos siguen adelante porque no hay otra opción. La incertidumbre se vuelve compañera constante, recordando que en este trabajo la estabilidad es un privilegio lejano.

Puesto de camisetas deportivas de Rodolfo. 
Foto de Nicol Téllez.

A pesar de las dificultades, los vendedores encuentran motivos para continuar. Sueñan con ver a sus hijos estudiar o con ahorrar para un negocio propio. En medio del ruido, la esperanza se convierte en un motor que sostiene la rutina. Este tipo de oficios, aunque duros, también guardan resistencia y el deseo de un futuro distinto.

El trabajo informal sostiene a hogares enteros, pero también encierra la incertidumbre de un mañana sin garantías. Mientras la ciudad crece con nuevas obras y comercios, muchos trabajadores siguen atrapados en la inestabilidad. Su esfuerzo constante merece más que la indiferencia de un sistema que poco reconoce sus aportes.

Ese futuro incierto se hace visible en la fragilidad de sus proyectos. Metas que dependen del día a día y que pocas veces logran materializarse. Entre la urgencia de sobrevivir y la falta de opciones, la economía informal avanza con pasos cortos, siempre a la espera de una oportunidad que nunca termina de llegar.

En medio de la competencia diaria, la solidaridad también se hace presente entre los vendedores. Si alguien llega tarde, otro le guarda el puesto; si falta el cambio, se lo prestan sin dudar. A veces comparten un termo de tinto o una sombrilla cuando la lluvia sorprende. Esa red silenciosa de apoyo se convierte en un escudo frente a la dureza de la calle, mostrando que no se trata solo de resistencia individual, sino también colectiva.

Esa solidaridad, sin embargo, convive con la tensión en una ciudad que privilegia lo formal. Mientras los vendedores se apoyan entre sí, enfrente brillan vitrinas, locales y centros comerciales con permisos, en contraste con los puestos improvisados en los andenes. Allí surge una frontera invisible que los obliga a resistir, recordando que su lugar en la ciudad siempre está en disputa.

Con el paso del tiempo, el trabajo callejero ha dejado marcas que se confunden con la propia memoria de la ciudad. Cada esquina tiene la historia de un puesto que resistió al desalojo, cada plaza guarda el eco de quienes ofrecieron allí su mercancía y cada semáforo recuerda las manos que extendieron dulces o botellas de agua. Aunque se intente invisibilizar su presencia, los vendedores informales forman parte del pulso urbano, un testimonio vivo de las luchas cotidianas que han acompañado a generaciones enteras.

Más allá de la resistencia, este tipo de oficios también se instalan en la memoria afectiva de la ciudad. El tinto compartido en una mañana fría, el dulce comprado en el semáforo o la fruta fresca de la esquina son parte de rutinas que dejan huellas silenciosas. Esos gestos simples tejen vínculos que acompañan el día a día y hacen que los vendedores sean parte del pulso emocional de Bogotá.

Entre esos puestos también crecen muchos niños, acompañando a sus padres en las jornadas y aprendiendo desde temprano a moverse entre la calle y sus ritmos. Para algunos, es un espacio de juego improvisado; para otros, el inicio de una rutina que podrían repetir más adelante. La informalidad, así, también deja huellas en la niñez, entre la obligación y la esperanza de que el camino cambie con el tiempo.

En medio de esa memoria que guardan las calles, también han surgido intentos de reconocer a quienes viven de estas actividades. El Decreto 801 de 2022 planteó rutas de apoyo y protección, y más recientemente el Decreto 315 de 2024 estableció un protocolo para regular las ventas en espacio público. Son medidas que buscan garantizar derechos, aunque muchos vendedores sienten que esas promesas aún quedan lejos de su día a día.

"Que no nos ignoren, que nos den un apoyo para salir adelante, sobre todo a las mujeres cabeza de familia”, dice Sandra Ramos, vendedora de dulces y arepas en la esquina de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Su voz manifiesta el reclamo de quienes buscan que sus derechos se reconozcan en la práctica, más allá de las promesas.

El trabajo informal no solo habla de la economía, también revela cómo se construye ciudad desde lo cotidiano. Reconocer a los vendedores es aceptar que su presencia forma parte de la memoria urbana y de una lucha diaria por la dignidad. La calle, con sus voces y resistencias, recuerda que detrás de cada puesto hay una historia que merece ser contada y escuchada.

Según el DANE (2025), más de 1,2 millones de personas en Bogotá dependen de la informalidad para sobrevivir. A nivel nacional, el 56 % de los trabajadores vive de este tipo de actividades, sin acceso a seguridad social ni pensión. Estas cifras, lejos de ser un simple dato estadístico, muestran la magnitud de una realidad que sostiene familias, pero que al mismo tiempo evidencia la deuda del país con quienes hacen de la calle su lugar de trabajo.

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

Institución de Educación Superior sujeta a inspección y vigilancia por el Ministerio de Educación Nacional.