El sistema de salud en Colombia, un eslabón frágil en esta cadena de errores

Relato de una niña en primera persona

Milagro, así me dice mi familia, así me llama mi madre. Milagro será mi nombre en estas líneas.

Nací el 3 de diciembre de 2014, con 26 centímetros, la piel traslucida marcada por mis venas y en contraste con el rubio claro de mi cabello. Pesé 526 gramos y la gente con facilidad podía cargarme con una sola mano, o eso dice mi madre cuando narra el momento en que me sostuvo por primera vez, luego de cinco días de nacer.

Mi nacimiento al igual que mi concepción fue algo sorpresivo, inesperado y lleno de retos para mis padres. Mi madre es una mujer organizada, que le gusta mantener en orden los detalles de su vida, por lo que siempre procuró cuidarse con métodos anticonceptivos hasta que llegara el momento de abrazar la maternidad. Por años esto le funcionó, hasta que en junio de 2014 tuvo que ser operada por apendicitis y, debido a eso, su ciclo menstrual se descontroló. Mi mamá desde hace varios años ha ido al mismo ginecólogo y él fue quién le recomendó estar un mes sin usarlos para que este se normalizara y todo tomara su curso de nuevo. A mi mami, sus doctores le habían dicho que tendría que pasar un año o más sin usar medicamentos para no tener bebés y así poder tener hijos, por lo que para ella fue muy sorpresivo al enterarse que en ese mismo mes fui concebida. Creo que esa fue la primera teoría médica fallida en esta historia.

Mamá iba a una empresa donde los doctores la entendían, y en las primeras visitas que hicimos juntas, le informaron que ella y yo estábamos bien, que mi desarrollo era bueno y que todo se encontraba en perfecto orden. Mi familia dice que, si mis padres se hubiesen quedado con esa opinión, tal vez las dos ya no estaríamos aquí. Por fortuna para nosotros, mi madre seguía yendo con su ginecólogo, el mismo que sin saberlo ayudó a mi aparición en la historia, y fue gracias a eso que se dio la primera alarma prenatal. Debido al tipo de sangre de mi madre y a su nivel de vida, donde primaba el estrés, la presión y el trajín urbano, ella tenía una gran probabilidad de sufrir una enfermedad que nos ponía en mucho riesgo.

—Puedes sufrir de preeclamsia —dijo el ginecólogo a mi madre, en uno de los chequeos de rutina.

—¿Qué significa eso? –le preguntó preocupada ella.

—Es una enfermedad afecta a las mujeres gestantes y que, en los casos más graves, puede llevar a la muerte. Puedes sufrir de hipertensión y eso pone en riesgo tu vida.

 

El estilo de vida de mi madre la hacía propensa a sufrir de esa enfermedad, fue una situación difícil para mis padres ya que era el primer embarazo que podría volverse riesgoso en nuestra familia, sin embargo, mi madre se sentía tranquila por la forma en que le explicaron la situación, como una lejana posibilidad, algo que con tranquilidad se podría evitar si se cuidaba. Para mi madre, era cuestión de seguir las instrucciones de su ginecólogo y estaríamos bien.

Mamá asistía a todas las citas, tanto con la empresa de los médicos, como con su ginecólogo, y fue él, que en la doceava semana le advirtió que la probabilidad de la preclamsia había aumentado. 

—Entonces, ¿Qué debemos hacer ahora, doctor?

—Lo mejor para ustedes dos es que solicites a la EPS una incapacidad, para que descanses y así haya una mayor posibilidad de que el embarazo llegue a término. 

Sin embargo, el doctor de la empresa le aseguró a mis padres que no había alguna razón para preocuparse, que sí tenía la tensión alta pero que eran picos y solo era debido al estrés, algo normal y que por eso no le podía dar la incapacidad: 

—Usted está embarazada, no enferma. No le voy a dar una incapacidad. 

De esa forma transcurrieron los primeros cinco meses del embarazo, hasta que el 3 diciembre en una nueva cita con el ginecólogo, donde mis padres suponían que solo sería una cita de rutina, el doctor se dio cuenta que yo no tenía líquido amniótico. La situación se complicó en cuestión de segundos, le avisaron a mamá que ella podría morir y que lo mejor era practicarse un aborto urgente.

Ese día, mi madre fue hospitalizada de emergencia, ya no era una cuestión lejana de la preclamsia, ahora era eclampsia materna vs hipoglicemia. Los médicos gritaban, todo era un caos y el estrés que mamá sentía subió su tensión a 204/220, y ella convulsionó.

Cuando mamá reaccionó yo ya estaba lista para nacer, para los médicos las probabilidades de que naciera con vida eran escazas, en ese año, solo 460 bebés con casi las mismas semanas de gestación habían nacido, y si lo llegaba hacer, las consecuencias serían desastrosas, ellos dijeron que no podría hablar, jamás lograría conectarme con mi familia, que moverme sería improbable, que me costaría expresar mis sentimientos y que tendría que pasar toda mi vida dependiente de una máquina de oxígeno. Además, prepararon a mis padres para mi partida, y también les avisaron que, si yo no nacía respirando sola, ellos no me ayudarían. Mis padres dicen que ese día escucharon una pregunta que jamás pensaron oír: 

—¿A quién de las dos salvamos? 



A pesar de que nací respirando sola, aunque fue solo por unos momentos, los pronósticos no eran buenos, mi madre me cargó cinco días después de nacer y el tiempo en que estuve en neonatos tuve que ser reanimada. Debido a todo lo que mamá había pasado yo sufrí un derrame cerebral que afectó mi desarrollo.

La doctora que me atendía constantemente le decía a mi madre que debía despedirse de mí. De esa forma pasaron cuatro meses, en abril del 2015, el mes en que debí de nacer, fui operada debido a que no podía procesar el líquido cerebral, una consecuencia del derrame cerebral que había sufrido, esto hacía que mi cerebro no se desarrollara de la mejor forma, para ese momento, solamente el 30% de mi cerebro funcionaba como se suponía, o eso me explican ahora.

En mi primera operación me abrieron un huequito en mi cabeza, esperando que el líquido que retenía lograra salir, pero no funcionó, por lo que a los pocos días fui operada nuevamente, esta vez me pusieron una maquinita que ayudaba a que mi cabeza no retuviera el agua.

Esta cirugía me dejó con parálisis del lado izquierdo y sin la posibilidad de expresarme con mi familia por un tiempo, todo fue un golpe muy fuerte para ellos, y, a su manera, trataron de estar conmigo. Por ese lapso, mi madre dejó su trabajo para poder estar todo el tiempo conmigo, además de la difícil situación por la que pasábamos, quedamos en un limbo legal, puesto que nuestras condiciones económicas no eran las más bajas, (lo que hacía que no pudiéramos calificar para la ayuda del gobierno o de fundaciones) tampoco eran suficientes para que cubrir con todos los gastos, por lo que mamá se pasó a vivir con mis abuelos maternos, y gracias al apoyo familiar, logramos conseguir asistencia médica externa para mí.

Luego de eso, todo estuvo bien, me enfermé un par de veces, pero no fue nada que pusiera mi vida en riesgo, hasta que, a finales del 2015, gracias a una virosis, mi salud se vio comprometida. Mamá primero me llevó a la clínica donde me atendieron y dijeron que ya había pasado lo peor, el medico externo que me atendía le aconsejó a mi madre dejarme en casa y solo darme antibióticos. Fue ella quien notó que algo no estaba bien conmigo. En diciembre de ese año fui trasladada a la clínica Los Nogales de emergencia, mamá me había notado ida, casi no reaccionaba, ahí me atendieron e hicieron estudios de meningitis y de todos los cultivos, para luego remitirme al Centro Policlínico del Olaya, en este nuevo sitio estuve cinco días en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), en compañía de mi familia, fue en esa clínica que los doctores le informaron a mis padres que todo había sido causado por convulsiones, ya que por el daño de mi cerebro, era muy probable que sufriera de epilepsia, pero que no era nada grave, por lo que volví a mi hogar con un medicamento para combatir la nueva enfermada que sufría.



 

De nuevo todo estaba bien, mi madre ya había retomado su trabajo y yo tenía terapias para recuperar el movimiento de mi cuerpo y para poder hablar. Con lentitud, pero con calma, pasaron los meses y en diciembre de 2017, dos años desde que me dijeron que tenía epilepsia y tres de mi súbita llegada, todo volvió a cambiar para mi familia y para mí. En diciembre de ese año, en uno de mis seguidos controles, el médico que me atendía decidió que era un buen momento para quitarme el medicamento contra la epilepsia, ya que todo estaba bien y no era necesario seguir con ella, en su prescripción graduaron la dosis que tenía que tomar, sin embargo, a finales de enero de 2018, tuve un episodio raro, de la nada me atoré, comencé a salivar y luego perdí la conciencia, de inmediato me llevaron al hospital donde concluyeron que había convulsionado por la baja de la dosis del medicamento, esa esa ocasión estuve dos días mientras me analizaban.

A los dos meses, el 11 de mayo, volví a convulsionar, esta vez tuve movimientos involuntarios, de nuevo mi familia me trasladó a la Clínica Colina donde informaron que no soportaría el traslado al Hospital de la Misericordia, puesto que es ahí donde está mi historial clínico completo. La nueva crisis se debió a una virosis que desató la convulsión, nos dijeron lo mismo, debía seguir con el tratamiento actual, pero este no funcionaba como antes porque a final de julio volví a convulsionar, esta vez me llevaron al Hospital de la Misericordia, estuve 15 días internada, me examinaron para saber qué estaba pasando conmigo, porque mi epilepsia era controlada. La primera teoría medica que se formuló fue que el aparatico que sacaba el agua de mi cabeza estaba drenando de más, pero luego dijeron que no, que estaba bien. Así que salimos sin saber el origen de mi problema.

De esa forma hemos estado, a pesar de las primeras conclusiones médicas, puedo decir que siempre he podido volar y conectarme con mi familia y disfrutar el tiempo junto a mi madre. Mamá dividió su tiempo entre el trabajo, mi enfermedad y mi vida, trata de entender qué es lo que pasa, por qué los médicos no parecen tener respuesta. Nuestra familia procura estar con nosotras, apoyándonos con constancia en este proceso, y mi madre, quien para muchos puede ser una más en las estadísticas de salud colombiana, está luchando con este sistema de salud pública que ha puesto en más de una oportunidad nuestra vida en riesgo, en busca de una mejor vida para ella y para mí.

 

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Esta crónica hace parte del especial "Bogotá, de espaldas a la niñez", producido por el CrossmediaLab de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que busca sumergir al lector en una realidad en la que el Estado colombiano se ha quedado sin manos para cumplirle a quienes considera su presente y su futuro. 

 

 

 

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