La crónica que cambió todo, la historia de Adolfo Ochoa

Aquí nace un periodista

Adolfo Ochoa es caleño. Nació en 1982 un sábado a la una de la tarde, o eso cree. Proviene de una familia pequeña compuesta por sus papás, su hermano y él. Es un tipo rural, su formación infantil siempre fue en su casa, se crio con sus abuelos paternos y de ahí tiene varias historias por contar. Su abuelo Jairo Ochoa fue quien lo impulsó a vivir grandes cosas, a pensar más allá, a no conformarse con cualquier minucia. Fue el que le enseñó que podía ser bueno para la vida, impulsando este crecimiento personal que se mide en experiencias, en saber de lo que está hecho.

El abuelo Jairo es una de las mayores influencias de Adolfo. Cuando era pequeño, sus papás, su hermano y él se fueron a vivir a Estados Unidos. No era el sueño americano, era una oportunidad para abrir nuevas puertas, entre esas, la laboral, a la que sus padres no podían negarse. Después de un tiempo decidieron volver a Colombia, a una finca que queda a cincuenta minutos de Cali en la que vivían sus abuelos paternos. Adolfo confiesa que una de sus actividades favoritas era jugar con Pinto, el perro de su vecino Pedro Nel; pero también, en medio de tanto campo y naturaleza, existían algunos días muertos en donde no se hacía gran cosa. En ese tiempo no tenía internet, ni computador y ni pensar en un celular. “Cuando yo era niño solo existían dos canales de televisión”, cuenta Adolfo, recordando que era casi obligado consumir la información que estos transmitían.

“Me crie en medio de la libertad de un campo y la intelectualidad de una biblioteca”, recuerda Adolfo con una gran sonrisa. Volver a pensar esto lo lleva a ese momento en el que veía a su abuelo leyendo Las memorias de Adriano. Jairo, su abuelo, era un lector hambriento por nuevas historias, tanto así que no había libro en su biblioteca que no hubiera reposado en la palma de su mano. Adolfo quería y sabía que debía ser como él: “No me enseñó a leer, me enseñó a amar la lectura”, explica. 

Dice que tiene una imagen tatuada en la cabeza: su abuelo leyendo el periódico El País, de Cali, en una silla más bien incómoda, mientras tomaba café negro. Adolfo veía que a su abuelo casi se le apagaba el cigarrillo en la mano y no entendía qué era lo que tanto leía; para él, su abuelo era el hombre más inteligente del mundo, y él, con tan solo seis años, también pensaba que las personas que escribían en ese periódico eran mucho más inteligentes que su abuelo. Desde ese instante, Adolfo pensó que él tenía que trabajar en ese diario porque él quería que aquella persona que lo inspiraba y aquel personaje que siempre veía sentado leyendo por horas el periódico, algún día tenía que leer algo escrito por ese niño inocente, “ahí me hice periodista”, dice Adolfo.

Adolfo y su familia en uno de sus cumpleaños. Foto de archivo familiar.

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Aquel hombre de ojos verdes y cejas pobladas le lee a Adolfo una columna de opinión de Mario Fernando Prado, un hombre tradicional que hacía reír a carcajadas a Jairo. El pequeño niño anhelaba que su abuelo no quitara la mirada del periódico y que, mientras leyera un texto de su autoría, se le apagara el cigarrillo que siempre llevaba en su mano. 

Tuvo una niñez increíble en su natal Cali. Le encantaba jugar a ser detective con su hermano Sergio. Cuando estaba en el colegio le gustaba ser parte de todo lo que tuviera que ver con periodismo. Por mucho tiempo estuvo en la emisora, luego, a los quince años, fue director del periódico Huellas. Nunca pensó en estudiar algo más, no le importaba lo que tuviera que hacer para poder estudiar periodismo y la literatura alimentaba su pasión por ese oficio.  

Después de hacer su primera comunión, su abuelo Jairo le regaló una ternera a la que llamó Alfa. Recuerda el animalito con mucha alegría, pero se entristece al reconocer que tuvo que venderla para poder costear el primer semestre de la universidad. Sus papás querían que estudiara Medicina, Derecho o Ingeniería, pero para él esas opciones no estaban en la cabeza, lo único que él quería era estudiar Comunicación Social y no le importaba lo que tuviera que hacer para poder ser periodista. Estudió en la Universidad de Santiago de Cali, sus profesores fueron Pedro Pablo Aguilera y Júver Delgado.

Adolfo recibió una gran lección en una clase dictada por Luis Alfonso Mena Sepúlveda, entonces director de El País. Lo bajó de una nube de ego en la que se había elevado diciéndole que no sabía escribir. Adolfo perdió la batalla y la materia. Asumió el comentario de Mena Sepúlveda como un reto personal para ser el mejor escritor. 

Hizo sus prácticas universitarias en la sección de entretenimiento en el periódico El País. La primera semana publicó su primera nota firmada por él. “Recuerdo cuando, en 2005, estaba sentado junto a mi abuelo. Estábamos en la finca leyendo el periódico. Él leía exactamente ese artículo que yo había publicado hace unos días, eso era lo que yo quería, pero iba por más”, cuenta Adolfo con un brillo especial en sus ojos. Luego de trabajar en la sección de entretenimiento tuvo que escribir en la sección comercial. No le gustaba, pero lo aceptaba. Sabía que lo de él era la calle, puro y neto periodismo investigativo. 

Jairo Ochoa, su abuelo, quien le inculcó el amor por la lectura, y Adolfo Ochoa, en la finca Vulachi, Valle del Cauca. Foto archivo familiar.

 

Un calvario de 48 horas

La crónica se dio en 2009, Adolfo pertenecía a la sección de política, año en el que Álvaro Uribe terminaba su segundo mandato presidencial. En ese tiempo, el periódico del domingo era la joya de la corona, la cereza del postre, el que se lee letra a letra hasta el punto final.

El Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), publicó un estudio en el que revelaba que un habitante de calle en Cali sobrevivía con dos mil pesos diarios. El País quería esa historia relatada en sus páginas. Pero ¿quién iba a ser capaz de hacer una crónica? ¿Quién se atrevería a pasar 48 horas en la calle para vivir en carne viva lo que hacen quienes la habitan? “Yo era un man que conocía la calle, al jíbaro, al asesino, porque me crié con muchas personas así. Soy alguien que tomó en la calle y que sabía perfectamente cómo recorrerla”, confiesa.

Lo citaron a una reunión y le dijeron que había sido elegido para hacer este trabajo. La idea era que fuera a la calle por tres días a sobrevivir con dos mil pesos diarios. En julio de 2009, se contactó con la fundación Samaritanas de la calle, quienes se encargan de darle alimento, baño y algunas cosas más a personas que habitan la calle. A diario brindan ayuda a más de 30 personas en un hogar de paso. 

Logró contactarse con una de las voluntarias de esa fundación y le contó la travesía que iba a emprender. Maritza, la voluntaria, le advirtió que no podía hacer todo lo que pensaba: no todas las personas reaccionan de la misma forma. Tuvo que caracterizarse, preparar un tipo de personaje, tuvo que dejarse crecer su barba, su pelo, las uñas, y cambiar su forma de vestir. Adolfo tuvo que convertirse en un habitante de calle.

Un lunes de septiembre de 2009, el calvario de 48 horas de Adolfo comenzó. Antes de iniciar, paró por un segundo y pensó: hasta aquí llega Adolfo el periodista y se convierte en Adolfo el habitante de calle. Empezó a contar sus pasos mientras se entraba a las instalaciones, recuerda haber dado 137 pasos entre el Palacio de Justicia y el hogar de paso. Hasta la fecha no le cabe en la cabeza cómo un lugar tan peligroso y desolado (el hogar) está tan cerca de quienes dicen cuidarnos, de quienes imparten leyes. 137 pasos que definían su vida y que lo ponían a prueba con él mismo. 

Fotografía en Medellín. Ese día estaba en el reporteo de una de sus historias. Foto de Adolfo Ochoa.

El olor era impresionante, “mierda revuelta con basura, muerte, suciedad, olores que generan miedo”, cuenta. Llegó al hogar de paso y sintió la soledad que nunca se imaginó vivir. Estaba vulnerable y abyecto de desespero. Mientras hacía la fila para entrar, sentía que cada minuto era eterno, interminable. Con él llevaba una fotocopia de la cédula por si le pasaba algo, los cuatro mil pesos de los dos días y un único aliciente: las llaves de su casa, uno de los objetos que le recordaban que podía salir de ahí y que esa situación no sería para siempre.

“Antes de que él ingresara yo lo acompañé hasta “la gruta”, un punto de encuentro cerca al centro de Cali”, explica Sergio, su hermano, con preocupación. No se sabía qué podía pasar en ese sitio, ¿sería capaz de hacerse pasar por uno de ellos o lo descubrirían?

Adolfo recuerda que en el momento en el que estaba haciendo la fila para ingresar al hogar de paso, una de las personas que se formaba detrás de él sacó su almuerzo y se lo ofreció. Fue un golpe duro en el corazón, puesto que una persona que no tiene nada es capaz de dejar de comer para ayudar a otro, nunca se lo imaginó, no pensaba que fuera posible una situación así, fue la primera lección aprendida. Al entrar a ese sitio, sintió la soledad completa, un sentimiento que no había experimentado en toda su vida.

Recuerda que le hicieron lavar la ropa, quitarse la camisa y ver si en su cuerpo no había ninguna herida. Pensó que lo descubrirían. Entre preguntas y cuestionamientos, tuvo que inventar una historia, y en medio de la juventud y el aspecto, Adolfo era un supuesto estudiante que había caído en las drogas. La misma persona que le había ofrecido su almuerzo en la fila, esta vez le dio una camisa para que se abrigara mientras se secaba el resto de su ropa. Cuánta entrega, valores y buenos sentimientos existen en las personas que se discriminan por una condición, por un estigma social, por una mala pasada, por un crimen o un  castigo imperdonable, se decía. “Adolfo dejó de ser periodista por 48 horas para convertirse en el mismo asfalto que lo sostuvo por ese tiempo. Fue el director, actor principal y guionista de su propia película. Estaba armado solamente de valor y unas "huevas” de acero”, relata un amigo, quien es casi como su hermano.

Al cumplirse las 48 horas, el calvario no acabó por completo. Aún sentía tristeza infinita, sentía el frío de la calle en su espalda a pesar de que dormía en su cama. Lloraba. “Cierro los ojos y las imágenes vuelven de nuevo. ¿Quién puso el peso del mundo sobre mis hombros? Niñas prostitutas, bebés asesinos, cuerpos desmembrados por una deuda de cinco mil pesos. Ya no lo puedo soportar más. Me doy vuelta en mi cama y desolado, rompo a llorar”, escribe Adolfo en esa crónica que vivió por largas 48 horas.

Gracias a su labor y a su entrega con esta crónica, Adolfo ganó en 2010 el Premio Simón Bolívar por su crónica titulada Un Calvario de 48 horas, en la que relata sus difíciles horas y todo lo que encontró estando allí; una alegría inmensa para él y para su familia, lo que había querido. Un gran texto publicado en el periódico El País, un reconocimiento dedicado a su abuelo, a la persona que siempre lo inspiró.

Al paso de unos días y con el pecho latiendo al borde de felicidad, Adolfo decidió ir a la finca de su abuelo para mostrarle el premio que se había ganado. “Abuelo, mira, me gané un premio Simón Bolívar con este texto”, le dijo. Con la voz quebrantada, cuenta con tristeza que don Jairo ya no lo reconocía. Tenía alzheimer y murió en la ignorancia de su alegría, una tragedia que sigue presente en su corazón. 

 

Noticia publicada en el diario El País de Cali luego de que Adolfo fuera galardonado con el Premio Simón Bolívar. 

 

Diez años después

Han pasado diez años desde que él vivió dos días de calvario como habitante de calle. Es inexplicable ese sentimiento de temor o dolor, ganas de llorar, es difícil ponerse en los zapatos de una persona que lo vivió, cuando se tiene todo, nunca se logra ver la vida de un habitante de calle, pero él la vivió y pudo reconocer que es dolorosa. 

Hasta el día de hoy no ha podido olvidar esos sentimientos que afloraron esos dos días, tanta soledad, nunca ha podido quitarse del corazón ese dolor y ese miedo que inundan su pensamiento. Dice que ahora tiene el corazón frío. Dice, también, estar dispuesto a repetir una experiencia similar, pero que está seguro que tampoco la olvidaría. 

Dos años después de vivir como un habitante de calle, Adolfo regresó al hogar de paso en busca de la persona que le había ofrecido ayuda en su primer día allí. Ya era muy tarde, había muerto. En esas 48 horas de calvario, ‘Z’ fue el único que lo acompañó. Lo recuerda con melancolía: graciasa él pudo aguantar cada hora del calvario interminable. 

“Un texto que debió haber tenido una gran dificultad a la hora de ser redactado por toda la carga emocional que implicó, por todo lo que significó para Adolfo en su vida personal, por todo el dolor que es inevitable percibir y a veces sentir, un mar de palabras que se quedan pegadas a la piel”, comenta Juan Romero, amigo y compañero de trabajo. Desde esa experiencia su vida como periodista cambió. Cada día es mejor y hace lo que le gusta, hablar con la verdad.

“Posiblemente si todos fuéramos o crecieramos con una base tan sedimentada como la de Adolfo, los posibles futuros periodistas nos sorprenderían”, dice su primo, Andrés Pascua. “Deberían existir más periodistas como él”, dice Catalina Gómez, su excompañera de la agencia de noticias Colprensa, la red nacional de noticias más grande de Colombia dirigida por Adolfo hasta el 26 de marzo de 2020. Recibió su carta de despido en un mensaje de WhatsApp. 

Pasó por RCN, la Universidad de los Andes, el portal Las2Orillas y Colprensa. Cada vez que habla sobre periodismo se puede ver la pasión que corre por sus venas, le brillan los ojos. Es el mismo brillo que destella cuando recuerda estar sentado en la finca leyendo algún libro de la biblioteca de su querido abuelo. 

Adolfo es observador y muy cuidadoso en su trabajo. Requisitos indispensables en el periodismo. Foto: Karen Zapata.

 

*Foto de portada del diario El País, septiembre de 2011.

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