La Plata – Huila, tres historias de violencia bipartidista

Desde el púlpito

Colombia, 9 de abril de 1948. Según los libros de historia, en esa fecha inicia la llamada época de “La Violencia”.


En Bogotá ha sido asesinado el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, las calles son un caos, la multitud furiosa arremete contra locales comerciales y tiendas, saquean lo que encuentran e incendian tranvías, iglesias y edificios; rápidamente el centro de la Capital se tiñe de sangre por el enfrentamiento entre la turba rabiosa, policías y militares.


En los pueblos de Armero (Tolima) y La Plata (Huila), la noticia transmitida por radio y difundida por alto parlantes genera aglomeraciones liberales enloquecidas. En Armero, la chusma liberal irrumpe en la casa cural en búsqueda del sacerdote Pedro María Ramírez, quien reza al pie del Sagrario. El padre, de filiación conservadora, no se inmuta y sigue en su labor divina, pero uno de los integrantes de la chusma arremete a asestarle un tiro con un revólver, no obstante, y gracias a la valiente intervención de la Madre Superiora, la turba es aplacada y el primer intento de homicidio contra el sacerdote es frustrado.

Simultáneamente, en La Plata el pueblo se conmociona porque la “Patamenta” [denominación a los obreros de la carretera La Plata -Popayán-], en alto porcentaje de filiación liberal, se congregan, y en manifestación organizada, se dirigen a la oficina de transportes “Transfederal” a exigirle al agente Ignacio Montealegre, la entrega  de la remesa del explosivo “dinamita”, quien valientemente se niega a ello, evitando el uso violento que le pensaban dar a esos insumos para la construcción; sin embargo, en horas de la noche, el ambiente del pueblo se torna intranquilo y caótico gracias a las múltiples explosiones provocadas con algunos tacos en las oscuras calles del pueblo. La gente todavía duerme, desconociendo que, al día siguiente, se cegará la vida de uno de sus coterráneos.

 
Las últimas acciones, palabras y pensamientos son los determinantes para entender cualquier muerte. (Foto: Juan Sebastián Gómez)

Era madrugada del 10 de abril de 1948, las calles de Armero se fundían con el alcohol, la desesperación y la zozobra como vestigios de lo acontecido el día anterior. El padre Pedro María, oriundo de La Plata, era un sacerdote muy querido en el pueblo: honesto, servicial, fiel a la Iglesia y con una fuerte afición por el deporte y la música; sus gafas circulares, muy al estilo del desaparecido cantante John Lennon, hacían juego con sus sotanas y demás ornamentos litúrgicos. Era temprano, el padre terminaba de dar la Santa Misa, en el pueblo circulaban mensajes de odio y se acataban órdenes dadas por los revolucionarios que se habían tomado la radiodifusora en Bogotá. Los mensajes llegaban desde la Capital con odio, repulsión y rechazo por lo que había sucedido el día anterior, el caos y la muerte pronto abrazarían la plaza principal del pueblo. 

La noche del 9 de abril había pasado, el odio, la venganza y la sensación de desquite eran los sentimientos presentes en la chusma liberal, que alcoholizada y con sed de venganza, arremetió contra la casa cural en la búsqueda nuevamente del sacerdote, quien, entre angustia y miedo, ayudaba a las religiosas en su huida por los tejados de casas contiguas. Ya en la calle, varias personas gritaban: “Entreguen al cura, solo lo queremos a él, de lo contrario, se mueren todas”, es aquí donde el mártir entiende que su misión es la del sacrificio.

—Huya Padre— dice una de las religiosas.

—Yo no huyo, porque cuantas veces le consulto al Amito lo que debo hacer, me dice que permanezca en mi— contesta el padre.

Después de pronunciar estas palabras, el sacerdote toma la última comunión y, a su vez, destruye lo que queda de los elementos sagrados, pues siente que la turba puede profanarlos, y en su encuentro con los asesinos, entre empellones y empujones, es golpeado y azotado con machetes. Es conducido hasta la plaza de Armero, allí es donde la voz de mando se impone: “No más planazos. Denle por el filo”, en cuestión de milésimas de segundos, el filo del machete arremete contra la carne del mártir, el machetazo es dirigido hacia su cabeza y el padre es bañado en sangre, cae de rodillas y expresa las mismas palabras de Cristo: “Padre, perdónales. ¡Todo por Cristo!”. El cuerpo inerte del mártir cae bocabajo, y después, para asegurarse de que definitivamente esté muerto, le dan patadas por arriba y por los costados. Al final, deciden darle un golpe contundente en la cabeza.
 
Es así como es contada por el sacerdote Fernando Floriano la historia del mártir de Armero, reafirmada como “una víctima de la revolución de abril”, según el título del libro de Juan Álvarez Mejía, El mártir de Armero, una de las víctimas inmediatas de La Violencia.
 
Los vitrales de la capilla Padre Pedro María conservan elementos sustanciales en su historia, las iglesias de Armero y La Plata son compañeras en la experiencia del mártir. (Foto: Juan Sebastián Gómez)
 
 
 
Entre yeguas y caballos
 
En las miradas cansadas de Lilia y de Leonor se pueden observar la sabiduría y la experiencia de una vida recorrida, estas dos mujeres cuentan, con sus ojos llorosos, los recuerdos que tienen de la época de La Violencia. 
 
Lilia era una muchacha rebelde y desinteresada por esos temas de la política, poco le importaba ser conservadora y tenía serios problemas con su papá por esta cuestión. Mantenía buenas relaciones con amigos y amigas liberales, y en múltiples ocasiones, amenazó a su padre con que algún día se volvería liberal, eso a él le dolería. Aunque siempre se lo decía molestando, hubo un día en que su mamá sí se molestó, casi le pega, pero eso para Lilia no eran penas, aún con los años que tiene, se ríe y recuerda con alegría las bromas que alguna vez le hacía a su padre, como esa que al evocarla le produce mirada pícara y sonrisa sarcástica.
 
—Laureano Gómez es todo un santo— dijo su padre.

—Hum… papacito, santo que caga y mea, no sé qué santo sea— contesta ella entre risas.
 
Aunque siempre Lilia molestaba a su papá con el tema de la política, él confiaba muchísimo en ella y le pedía ayuda en las labores de la finca. En una de esas veces, acababan de ganar las elecciones los conservadores, y ella, junto a su hermano, debían subir por una carretera al llano. Esta vez se tenían que encargar de arrear las yeguas para darles sal, desnucharlas y desgarrapatarlas. Hacía calor. Cuando estaban terminando la labor, debían pasar por un camino angosto, en el que cabía, a duras penas, un caballo. De un momento a otro, la bestia frenó en seco y no quiso avanzar más. Al frente pudo observar un hombre con un machete grande y afilado, el cual era golpeado y rastrillado contra las piedras como signo de amenaza.
 
Leonor es la cúspide de una familia que actualmente tiene cinco generaciones en vida, sus ojos cansados son sinónimo de experiencia y sabiduría. (Foto: Juan Sebastián Gómez)


—Aquí era donde quería encontrarla, conservadora— dijo el hombre liberal mirándola a los ojos fijamente.

—No se me arrime porque no respondo— increpó Lilia con un tono amenazante.

En cuestión de segundos, Lilia quiso dar la vuelta, pero el camino era tan angosto que era imposible que el caballo atendiera la rienda; los pensamientos de miedo y muerte se apoderaron de ella, se imaginó al hombre asesinando su caballo, e incluso, cortándole sus piernas. Los sentimientos de impotencia y debilidad incrementaron súbitamente, pero no se dejó afectar por eso, pensó rápidamente cómo salir de esa situación. Taloneó al caballo, templó las riendas y este se paró en dos patas, dio la vuelta y salió galopando.

Otro día, Lilia volvió a su labor de arriar las yeguas, y en una de las tantas hondonadas que tenía el valle, se volvió a encontrar con el liberal, pero en esta ocasión no se sentía tan desprotegida y acorralada como la primera vez que la amenazó, así que con provocaciones quiso atraerlo.

—Venga, venga— decía Lilia con tono desafiante y retador.

El hombre se acercaba con cautela y trataba de arrimarse, pero ella le daba vueltas con el caballo, y en lo que daba las vueltas, aprovechaba para zafar el rejo de la montura y atraparlo con la lazada. El primer intento fue fallido porque él estaba preparado y pudo cortar parte del rejo. Ella sabía que el proceso se repetiría una y otra vez, así que su plan fue amagarle y luego lanzarlo en serio, plan que tuvo efecto al enlazar al hombre de las manos y dejarlo sin defensa. Luego espoleó su caballo, y teniendo al hombre, aún amarrado, corrió hasta hacerlo caer.

—Suelte el machete— ordenó Lilia con voz dominante y superior.

—No lo suelto— gritó el hombre hincado en el suelo.

—¿Se rinde?— preguntó Lilia.

—No me rindo— volvió a gritar el hombre con dificultad.

Después de seguir en la disputa con el hombre, Lilia condujo su caballo por la hondonada, el viento arremetía fuertemente contra su cara, su caballo ganaba cada vez más velocidad, y el hombre, todavía amarrado, daba traspiés y tropezones.

—Me rindo— afirmó con cansancio.

—Suelte el machete— exigió Lilia.

El hombre soltó el machete y el arma quedó levantada entre unos matorrales, Lilia, aun sosteniendo el rejo con el hombre amarrado, pasó con su caballo cerca al machete y lo recogió con una habilidad semejante a la que tienen los vaqueros de rodeo. Decidió cabalgar hasta la alcaldía del pueblo, y entre tropiezos, vueltas y arrastradas, llevó al hombre con su ropa hecha jirones. Lilia no quiso imputar cargos, pues prefería “tener un enemigo suelto que tener varios enemigos tapados”.
 
Leonor vivía feliz y humildemente con su esposo José Ignacio en Piedraimán. En el pueblo siempre hubo tensión entre liberales y conservadores, ya que la chusma iba y venía haciendo de las suyas. Leonor recuerda, entre murmullos y pausas, las matanzas y asesinatos rurales que se perpetraron en esas épocas; tiempos donde se saqueaban las tiendas grandes y se asesinaba a inocentes. En una de esas ocasiones, en la que el olor a sangre es impregnable y los muertos miran con ojos vacíos, se regó la noticia de que en un reciente saqueó, habían asesinado a una mujer y a un niño. Decían que el cadáver de Florinda -una muchacha de 18 años que se encontraba durmiendo con sus hermanitos- había quedado entre los chiquillos, quienes lograron sobrevivir, haciéndose los muertos y estando por horas en la misma posición sin respirar. Más arriba se encontraba la verdadera escena sombría y macabra, al asesinar, a sangre fría, a un hombre conservador. Lo decapitaron, dejaron su cabeza ensartada en un palo en un cruce de caminos, como señal de advertencia para los demás conservadores.
 
Machete del asesino: la época de La Violencia contó con muchos aliados, pero su cómplice más cercano fue el machete, que cegó miles de vidas. (Foto: Juan Sebastián Gómez)

Leonor y José Ignacio se enteraron de que la chusma se había vuelto a reunir en la montaña. Supieron que iban bajando, allí fue donde se encontraron de frente con los liberales revolucionarios.

—Mija, mire a ver qué se le puede ofrecer a los señores— ordenó su marido tranquilo.

—Claro, mijo, ya les preparo agua de panela cruda con naranja, que es lo que hay a la mano— respondió Leonor un tanto temerosa.

Para que no hubiera confrontación, su esposo sabía que era mejor llevar a la chusma en buenos términos. Gracias a este gesto no hubo problema alguno, el teniente que estaba al mando del grupo, dio la orden a sus hombres de que no les hicieran nada. Se retiraron, no sin antes robarles unas gallinas y unos piscos.

El tiempo pasó sin volver a saber nada de la chusma, pero un día nuevamente bajaron al pueblo y en mayor número. Frente a esta amenaza, la familia de Leonor comenzó su huida por una pequeña quebrada, las gotas de lluvia caían con estruendo en la noche oscura y tenebrosa. Leonor agarraba de sus manos a Himelda, Nacho y Nehyla, que eran sus hijos, cargaban al pequeño Jairo. José Ignacio llevaba de la mano a su suegra enferma, quien caminaba lentamente, y Sixto, el hermano de José Ignacio, llevaba al hombro una carpa vieja. La extenuante caminata terminó en un lugar donde crecían cantidad de guayabos, los dos hombres se aventuraron a templar la carpa que les darían la protección contra la lluvia. Bajo la zozobra, la noche oscura era azotada por un torrencial aguacero. Después de un largo rato, una sombra grande se posó frente a la carpa, Leonor se asomaba para poder ver qué era aquello que los expiaba de cerca, presentía que fuera un chusmero, de ser así, ese sería el último día de sus vidas. La sombra se acercó más y resolló. El alma les volvió al cuerpo al percatarse que era la yegua que los había seguido. La noche pasó y aún seguían con vida.
 

De fiestas y canciones 

El calor sofocante de Neiva, capital del Huila, quema como si del mismo infierno se tratara. Aquí residen Elsa, Consuelo Ibatá y Carlos Duarte, hijas y nieto de Carlos Ibatá, el precursor de las fiestas san pedrinas del municipio de La Plata. En sus ojos y en sus voces se siente un poco de nostalgia y tristeza, muchas son las historias que se cuentan de don Carlos, pero lo más recurrente, es la de su papel como fundador de las fiestas del San Pedro y el amor por esta tierra. 

Carlos Julio Ibatá Montes, oriundo del municipio de Aipe, fue liberal a morir, sabio, apasionado por el arte y la música, curioso por leer y aprender, e incluso, profeta y cercano a los extraterrestres, dicen. La Violencia fue una época que marcó su vida. Su filiación Liberal lo puso en peligro varias veces y esto provocó que en múltiples ocasiones tuviera que huir en compañía de su esposa e hijos a otros pueblos de la región. En uno de esos desplazamientos, y por petición del padre Monje, llega a La Plata. Su cercanía con el pueblo empieza a ser cada vez más grande, en una primera instancia, por ejemplo, diseña y construye el acueducto de aguas no tratadas para el municipio. Después su pasión por las telecomunicaciones lo vuelve el precursor de la radio y el cine en el pueblo, y es así como en su almacén “La Granja”, amplifica los discursos de Gaitán, situación que le vuelve a jugar una mala pasada, su vida nuevamente corre peligro.

Era una noche silenciosa y tranquila en La Plata; conservadores y liberales dormían y descansaban por igual, pero en la penumbra se reunían algunos conservadores a caballo para perpetrar los asesinatos que harían a varios liberales, el grupo de conservadores se asemejaba al grupo extremista y racista estadounidense Ku-Klux-Klan. Se trataba de una amenaza que llegaría hasta la puerta de Carlos, su vida estaba en juego y en peligro por su corriente política, pero gracias a las súplicas y ruegos de su madre Sinforosa al presunto asesino, Carlos sería perdonado, solo que esta vez, debía ser desterrado.

Entre sonrisas, instrumentos y alianzas nació el San Pedro gracias a la idea de su precursor Carlos Ibatá. (Foto: Archivo Elsa Ibatá)
 
Carlos llegaba a Neiva para trabajar en construcción por más de un año, allí estaría junto a un conocido llamado Aníbal. Después de un tiempo en la capital huilense, vuelve a encontrarse con el padre Monje, quien le pide que regrese y lo ayude con la culminación de la construcción del templo del pueblo, y a pesar de las advertencias de familiares y conocidos, vuelve a La Plata. Nuevamente se pone al servicio de la comunidad, y sin resentimiento, crea el almacén “El Sol”, bajo el lema: “Alumbra para todos, liberales y conservadores”.

Un telegrama sería la pieza clave para que Carlos tuviera la idea de acabar las confrontaciones entre liberales y conservadores por medio de una fiesta popular y alegre, el mensaje era del maestro y compositor Cantalisio Rojas, quien le ofrecía la canción “Ojo al toro”, y así fue como se puso en marcha la creación de una murga, lo que sería, posteriormente, el San Pedro. Compartió su idea con sus amigos liberales: Tarcisio Oviedo, juez del pueblo, Misael Falla, tesorero del municipio, y Próspero Medina, ganadero y hacendado. Se le encomienda la misión a Próspero y a Misael para que hablen con los conservadores: Enrique Bonilla, ganadero; Rufino Ramírez, profesor de la escuela de varones; Jesús Castañeda, notario municipal, y Aniceto Amaya, representante de la empresa Bavaría, colaborarían con la organización de la murga.

“Saboreando un delicioso tinto, y uno que otro aguardiente, para el mes de mayo de 1958, en la casa de Próspero Medina, se reunirían Tarcisio Oviedo, Misael Falla, Próspero Medina, Enrique Bonilla, Rufino Ramírez, Jesús Castañeda, Aniceto Amaya y Carlos Ibatá. Fue, en ese instante histórico para la cultura huilense, donde don Carlos Ibatá propuso la realización de unas fiestas de San Juan y San Pedro, para limar asperezas y sanar las heridas causadas por la creciente y nefasta etapa de violencia que ya empezaba a superarse; surge ahí la idea de crear un grupo musical (murga) que anime las cabalgatas y las fiestas; con instrumentos hechos con vejigas, calabazos y guaduas,  el tiple de Félix Monje, la guitarra de Tarsicio Oviedo, la flauta, la marrana de Carlos Ibatá, el violín, la bombarda, la caja, la charrasca, las maracas, las vejigas, la tambora y el carángano, naciendo así la Banda de los Borrachos”, es de esta manera como su nieto le hace un homenaje a su abuelo para contar la verdadera historia del San Pedro en la reseña :“La Banda de Los Borrachos”.

La puerca de chonta es el instrumento de Carlos Ibatá, uno de los pocos que aún se conservan de los orígenes y tiempos del primer San Pedro en La Plata. (Foto: Juan Sebastián Gómez)
 
El legado del maestro Ibatá va más allá del noble propósito de “limar asperezas bipartidistas”, debe ser un reconocimiento póstumo, pues gracias a él, educadores como Amira Molina identifican a las fiestas del San Pedro como una actividad necesaria en la cultura, formación e integración del pueblo; además, periodistas como Arnoldo Barrera defienden que esta es una historia olvidada que debe ser contada.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

Institución de Educación Superior sujeta a inspección y vigilancia por el Ministerio de Educación Nacional.