La vocación de un hombre que protegió a todo un pueblo

Conozca a Felipe Moreno, intendente de la Policía Nacional, cuya entereza salvó la vida de los habitantes de La Cruz, Nariño, durante una toma guerrillera que duró tres días. Sus memorias constituyen un recuento histórico del conflicto armado y de sus consecuencias. 

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Las noticias de Colombia en el año 2002 no eran nada alentadoras. Los titulares de los periódicos anunciaban enfrentamientos, secuestros, asesinatos, ataques a estaciones de Policía, masacres, desplazamientos, entre otros hechos, los cuales causaron daño y zozobra en la sociedad. Durante el mandato del presidente Andrés Pastrana se llevaron a cabo diálogos con las Farc por un periodo de tres años, los cuales fueron rotos en los últimos meses de ese Gobierno a causa del secuestro de un avión, y poco tiempo después, el secuestro a la entonces candidata presidencial Íngrid Betancourt cuando se movilizaba hacia San Vicente del Caguán. Estas situaciones desencadenaron acciones militares de impacto, a lo que el grupo guerrillero respondió de manera violenta, reanudando las hostilidades.

El conflicto ha sido un escenario de impacto durante varias generaciones y la de Felipe no era la excepción. Aunque la zona del Eje Cafetero no había sido un territorio afectado en gran manera por la violencia, sí tuvo algunos momentos de gran tensión y dolor, sin embargo, eso no fue un motivo para que Felipe no tomara una decisión trascendental en su vida: ser policía.

“Ingresé a prestar servicio militar el 6 de diciembre de 1993; durante 8 meses fui auxiliar. Después hice el curso en la Policía Nacional, que duró un año, y como profesional empecé en la ciudad de Bogotá. Quería ser sacerdote; desde cuando era pequeño tenía la vocación, gracias a un tío que era obispo. Cuando estaba en el grado 11 llegaron al colegio a hacer el sorteo para prestar servicio militar y decidí que antes de ser sacerdote quería la experiencia de prestar servicio, así que quise hacerlo, y estando ahí, me dijeron que iba para la Policía Nacional. A veces me pregunto ¿qué hubiera sido de mi vida como sacerdote? Un sacerdote pelea con la palabra de Dios, mientras que yo lo hago con el arma de fuego, pero ambas tienen un fin en común: proteger a la gente”.

El ser policía acarrea una gran responsabilidad, primordialmente, de hacer las cosas bien y así, ayudar a las personas asumiendo roles sin serlo, profesión para la cual Felipe tenía una fuerte vocación y se sentía orgulloso de poder hacerlo. El país atravesaba dificultades de seguridad, y eso no era una excepción en la profesión escogida.

Durante el 2003, hubo 95 incursiones guerrilleras a diferentes municipios del país, según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), lo que equivalía a 8 ataques por mes. Una cifra alarmante que obligaba a los policías y a los militares a dormir con su armamento al lado para estar atentos a cualquier aviso. Entre los departamentos más afectados estaba Nariño. Las Farc atacaron Funes, Albán, Colón, Potosí, Génova y La Cruz, por solo mencionar algunos de los municipios afectados.

La Cruz –municipio de no más de 240 km²–, ubicado en el nororiente del departamento de Nariño, sufrió agresiones en repetidas ocasiones. Entre 1985 y 2002 vivieron 27 ataques a manos de las Farc, de los cuales se desencadenaron secuestros, desapariciones, violencia sexual y minas antipersona, según la misma base de datos.

Sin embargo, no fue sino hasta abril del 2002 que este lugar sufrió uno de los ataques guerrilleros más largos y difíciles de la historia del país. Fueron tres días de enfrentamientos que dejaron como resultado dos policías muertos y un pueblo semidestruido. Una lucha en medio de la cual afloró lo mejor y lo peor de la condición humana.

Era 10 de abril; todo transcurría con calma en la Estación de Policía de La Cruz, Nariño. A las cuatro de la tarde el timbre del teléfono rompió el silencio. Luis Felipe Moreno Cortés levantó el auricular y oyó una voz femenina al otro lado de la línea. Lo que escuchó lo tomó por sorpresa, no supo si le estaban tomando del pelo o era verdad lo que le decían; sin embargo, decidió darle credibilidad.

La Cruz, luego de la toma guerrillera. Foto: archivo personal.

La llamada fue de una mujer que no quiso dar su nombre, pero se identificó como la madre de un joven obligado a pertenecer a la guerrilla. El fin era advertir a la Policía. Su hijo pertenecía al segundo anillo de seguridad de un frente guerrillero que se movía por esa zona de Nariño. Había escuchado por casualidad a miembros del primer anillo planear un ataque simultáneo en dos pueblos: Génova y La Cruz, a cincuenta minutos de distancia por una carretera destapada.

“Ma, dígales a los policías que tengan cuidado. El ʻMono Jojoy’ organizó una toma simultánea a Génova y La Cruz. Aproximadamente 1.200 guerrilleros vamos a entrar al mediodía a Génova; iremos disfrazados de policías para tomar rehenes”, relata Felipe, mientras trata de reconstruir las palabras de la llamada.

Desde ese momento la zozobra acompañaba en cada paso a todos los policías del municipio. La información fue compartida a los a los integrantes de la estación de Génova. Todos estaban atentos.

El 12 de abril hubo un fatal accidente de tránsito. Un bus que iba de Cali hacia La Cruz rodó por un abismo en las afueras de San Pablo, Nariño. Los veintidós pasajeros que iban a bordo murieron. De esos, según Felipe, doce eran oriundos del pueblo.

“Yo creo que ese era el día en el que los guerrilleros iban a entrar al pueblo, pero como ocurrió el accidente y hubo un sepelio colectivo, se abstuvieron de entrar por tanto movimiento”.

El 15 de abril tuvo que hacer turno hasta las siete de la mañana, por lo que se despertó poco después de las doce para ver las noticias. Él vivía a una cuadra de la estación de Policía con su esposa y con su hijo de cuatro meses. Felipe escuchó el fuerte sonido de ráfagas de ametralladoras; habían llegado los guerrilleros. Lo primero que pensó fue en su bebé; debía protegerlo. Así que tal cual estaba vestido, tomó su arma y salió corriendo a enfrentar lo que fuera. Cuando estaba saliendo de la casa, cayó en la cuenta de que iba vestido de civil y sus compañeros podrían confundirlo y dispararle. Regresó a su casa y se puso su uniforme.

Felipe Moreno y sus compañeros. Foto: archivo personal.

Las balas salían disparadas de todas partes; apenas tenía tiempo para cubrirse. Por la posición geográfica del pueblo, que parece un cañón, Felipe pudo ver cómo el lugar se llenaba de guerrilleros, que a la lejanía parecían hormigas. Mientras corría pensaba que solo eran veintinueve policías para confrontar a tantos insurgentes. Al fin logró llegar a la esquina de la Estación esquivando los disparos, allí se encontró con unos compañeros y entró a la garita.

“Pregunté qué pasaba y un compañero me respondió: ʻSe nos metieron, están entrando a Génova, así que la información era real’. Desde Génova empezaron a llamar diciendo que un grupo de guerrilleros se habían llevado a la policía; estaban vestidos con uniformes de policía. Llegaron diciendo que eran enviados del Comando de Policía del Departamento de Nariño a reforzar la Estación porque había probabilidades de una incursión guerrillera. Los policías mordieron el anzuelo, los retuvieron. Un policía salió corriendo y lo mataron.

Uno de ellos dijo que había escuchado que en Génova habían secuestrado a 10 policías para tomarlos como rehenes y que habían dinamitado la estación de Policía y la Alcaldía. Y claro, ahí el impacto fue más fuerte. Tuve mucho miedo. Miedo de morir. Miedo porque eran más que nosotros. Sentía que la muerte me tocaba la espalda y me decía: ‘En la jugada, papá, que en cualquier momento nos vamos’

Para que el ambiente no fuera tan pesado, bromeamos entre nosotros. Después empezábamos a decir: “Armemos un equipo de microfútbol y jugamos con los guerrilleros mientras se acaba esto’. Algunos preguntaban quién quería ir a piscina, mientras que otros pedían aguardiente para la sed. Incluso, en la segunda noche un sargento de apellido Fajardo empezó a cantar el himno de la Policía”.

Los guerrilleros atacaron el pueblo con fusiles, lanzacohetes, granadas, cilindros de gas y metralletas. Como era lunes de mercado, había mucha gente afuera de sus casas, así que en el momento del ataque tuvieron que refugiarse en cualquier parte sin poder salir, mientras escuchaban cómo la guerrilla destruía su pueblo.

“Éramos 29 policías, y ellos 1.200 guerrilleros, pero no entraban todos al pueblo, se relevaban por ahí unos 300, pero no todos atacaban, unos preparan los cilindros de gas, otros hacían de comer, otros prestaban seguridad externa por si venía apoyo, otros se infiltraban de civil en el pueblo para ver qué movimiento veían. A Génova se entraron vestidos de policías, volaron la estación de Policía y la Alcaldía".

"Ellos utilizaban cilindros de gas, yo veía cómo los cargaban y los veía por el aire antes de caer. En ese tiempo, ellos llenaban los cilindros de tornillos, grapas y cualquier cosa que pudiera causar daño e infección. Así que si uno de esos caía a tres cuadras, se sentía como si hubiera caído ahí al lado. La tierra se movía como si estuviera temblando y los techos de las casas se elevaban tan alto que parecían pájaros. Apenas estallaba un cilindro, el pecho me dolía como si me hubiera estallado por dentro. Escupía y me metía los dedos a la nariz para ver si me estaba saliendo sangre. Además, el estruendo era tan fuerte que un silbido en el oído nos aturdía por varios minutos. Pensábamos que nos habíamos quedado sordos”, recuerda. 

No había pasado ni media hora de haber iniciado el ataque cuando murió el primer policía, Julio Meneses, oriundo de Nariño. Llevaba un poco más de un mes de haber ascendido a Subintendente.

“Para mí fue muy dura la muerte de Meneses porque fue él quien me enseñó a conducir carro. Era muy buena persona. Cuando se metió la guerrilla, él estaba en el parque con mi capitán, salieron corriendo y se metieron a un búnker subterráneo que había en la Estación. Meneses estaba desempotrando el arma, y en el momento en que subió para sacarla por la boquilla, entró por ese mismo orificio un proyectil que le dio en la cabeza y lo mató”, relata Felipe.

Felipe Moreno en su juventud. Foto: archivo personal.

Llevaba más de cuarenta y ocho horas de fuego cruzado. Fueron veinte minutos de tiroteo, y luego, un silencio acompañado de una incertidumbre muy larga. Ninguno sabía qué iba a pasar, no sabían si los guerrilleros se habían ido, si habían matado o secuestrado a sus otros compañeros, pero en el momento menos pensado, el fuego se reanudaba y la pesadilla continuaba.

“Como no nos rendimos, trajeron a los policías de Génova y los pusieron como escudos humanos. Los colocaron con los brazos atados hacia atrás, y ellos gritaban ʻmuchachos, entréguense que ellos vienen no más por el armamento’. Por esa adrenalina y con el instinto decíamos que con todo el dolor del alma nosotros no nos íbamos a entregar”.

Al tercer día del enfrentamiento estaban a punto de colapsar mentalmente, no habían dormido ni comido nada, el agua ya se había acabado y las municiones también estaban por terminarse. Tanto ruido los tenía aturdidos y el desespero de no saber cuándo iba a acabar esa pesadilla ni qué pasaría con ellos los desanimaba.

“Se pidieron refuerzos, pero por tierra era muy difícil, así que esperábamos al aéreo, pero las condiciones climáticas de ese primer día no fueron las más favorables para que llegara el apoyo. Estaban como a tres horas por tierra, pero se demoró mucho porque había hostigamientos por todo lado”.

Cuando llegó el apoyo terrestre, retrasado por las múltiples emboscadas a lo largo de todo el camino, liberaron a los policías que habían secuestrado en Génova. Muchos de los guerrilleros se retiraron haciéndose pasar por campesinos del pueblo. Felipe asegura que si el enfrentamiento hubiera durado dos o tres horas más, se habrían quedado sin municiones.

“Nosotros vimos cómo mataron a un compañero que se entregó voluntariamente para que no mataran a su esposa e hijo. Mi capitán le dijo que entonces se entregara porque ellos solo iban por el armamento. Nosotros vimos que salió con las manos hacia arriba con el arma, entregó el armamento a un guerrillero, llegó una guerrillera y le disparó por detrás con una pistola en la cabeza. Él cayó a los pies de la esposa y el niño, que medio hablaba, lo tocaba en el pecho y le decía ‘Papá, espiete; papá, espiete’. Por ese motivo decidimos no entregarnos, aunque los policías de Génova lo pidieran. En ese tiempo el presidente Pastrana le pidió a las Farc que desalojaran El Caguán, antigua zona de distensión, y en efecto, ellos se fueron de ahí. Nosotros nos preguntamos: si no había esa zona, ¿para dónde nos llevarían? Lo único que harían sería matarnos”.

Una vez establecido el orden, con el apoyo del Ejército, en el pueblo no quedó rastro alguno de los guerrilleros, así que las personas empezaron a salir de sus casas. Felipe recuerda, con gran emoción, el ánimo que recibió de todas las personas de La Cruz.

“Algo que me conmovió mucho fue que la gente nos aplaudió a nosotros. Nos decían que éramos unos héroes y nos agradecían por defenderlos. Esa escena nunca se me va a borrar de la mente. La mejor recompensa que pude recibir fue el reconocimiento de los habitantes. Con eso me quitaron el cansancio y me di por bien servido”.

Momentos luego de ese gran agradecimiento, los policías se reunieron con sus familiares. Felipe abrazó a su esposa y a su hijo. Ningún poblador murió durante el ataque. El General Jorge Daniel Castro, Director de la Policía en ese entonces, viajó a La Cruz para felicitarlos. Les pidió que escogieran cualquier lugar en el que se sintieran a gusto para trasladarlos. Felipe decidió irse para su ciudad natal, Pereira.

“Estuvimos en Pereira desde 2002 hasta el 2008. El cambio fue muy bueno, viví con mi familia un tiempo. Después empezamos a tener problemas porque la guerrilla amenazó a mi esposa, si seguía conmigo la mataban. Yo la calmaba, le decía que la guerrilla estaba muy ofendida porque no lograron lo que querían hacer, pero ella no lo pudo superar y nos separamos”.

Felipe Moreno y Elizabeth Amaya. Foto: archivo personal.

Allí conoció a su actual esposa, Elizabeth Amaya, quien también es policía. Se hicieron novios en el 2008 y, según ella, Felipe le pidió cinco veces matrimonio hasta que por fin aceptó. Se casaron el 21 de diciembre de 2014. Tienen un bebé de tres años llamado Hian Sebastián (que significa hijo de Dios).

“Felipe siempre quiso un hijo que le dijera ‘papi’. Cuando Hian lo hizo, fue la gran alegría para él. Ellos siempre están juntos. Salen a jugar, a comprar carros, a la tienda; a donde pueda, siempre se lo lleva”, cuenta Elizabeth.

Con los años, Felipe pasó a la vigilancia en las cabeceras municipales.

“En general, mi vida después del ataque guerrillero dio un giro de 180 grados. Al ver la muerte tan cerquita, yo decía –¡Diosito, no quiero morirme en este momento, me falta mucho por vivir, mi hijo tiene 4 meses! - Ahora valoro más todo lo que tengo, la vida, la familia. Procuro no dejar las cosas para después, las hago el mismo día porque sé que mañana puede ser demasiado tarde.

Luego de dos años regresé a La Cruz, recorrí las zonas destruidas ya reconstruidas, pero la gente ya se recompuso. Algunos al verme me abrazaban y me decían. ‘Estoy feliz de verlo porque usted fue uno de los policías que nos salvó a nosotros’; me reconocieron como tres o cuatro personas. Ese pueblo ya había tenido como cuatro ataques antes, pero no de tal magnitud.

Antes de ese ataque, mis compañeros y yo llegábamos a apoyar cuando los guerrilleros atacaban un pueblo, pero no los enfrentábamos. Un día llegué a El Encano, Nariño, después de que la guerrilla se metió y veía esa Estación destrozada, los policías muertos. Yo pensaba –Berracos mis compañeros, tenaz como quedó todo– pero nunca pensé que me fuera a tocar a mí. Llevaba un año trabajando en el departamento de Nariño y antes había estado en dos o tres ataques, pero no veía a los guerrilleros, veía de dónde disparaban, mientras que en este, sí tenía visibilidad de ellos en el cementerio”.

Agrega que en lo posible ha tratado de cumplir todos sus sueños, de viajar, conocer diferentes sitios, ver películas, ver documentales, leer de cosas que antes no conocía y en general, hacer todo lo que no hacía antes porque no se atrevía o no le interesaba lo suficiente.

Actualmente es Intendente Jefe en la Policía Metropolitana de Bogotá. Trabaja en la estación de Bosa haciendo labores netamente administrativas como jefe de la sala estratégica. Se encarga de controlar cuántas patrullas salen a servicio, de atender las novedades del personal antes de salir a turno, de las estadísticas operativas y delictivas de la Estación, y de crear estrategias para reducir el homicidio, las lesiones personales y el hurto.

Lleva veintitrés años trabajando para la Institución, y le gustaría durar unos siete años más o “hasta donde el cuerpo aguante”, ya que hace poco le detectaron diabetes y sus planes cambiaron un poco. Por el contrario, su esposa le dice que, si ella se retira antes, quiere que él también se pensione con ella. La única secuela física que a Felipe le dejó el conflicto fue el desgaste de una de sus rodillas. Para él no ha sido fácil superar lo que vivió. Siente que todo es un proceso, no para olvidar, sino para superar y dar una nueva oportunidad a los que fueron sus contrarios, y aun así tiene firme su convicción de haber tomado la mejor decisión, ser policía.

“Si yo volviera a nacer, sería lo que soy ahora. Lo que me pasó me pasó para bien, porque mi vida espiritual cambió, la forma de ver la vida también porque de una u otra manera mi vida era como un poquito desordenada. Hay un lema que dice ʻVive este día como si fuera el último’ y yo todos los días de mi vida los vivo así. La Biblia también habla de guerras, pero esos guerreros siempre andaban con Dios. David que venció a Goliat, él era un guerrero. Él comandaba ejércitos y Dios siempre decía ʻHágale que yo voy con usted’”.

Recientemente ingresó como estudiante al Politécnico Grancolombiano en la modalidad virtual. Allí estudia Administración de Empresas, y pesar de todo lo que ha vivido, cree en un mejor país, tiene en cuenta que los diálogos con los grupos guerrilleros son necesarios. Desea, por el bien de su familia, que algún día Colombia encuentre esa paz estable y duradera que se promulga.

Así es este hombre, que pensó en ser sacerdote antes de unirse a la Policía, el mismo que lleva más de veintitrés años sirviendo a los colombianos. Tiene la convicción de que su suerte en el municipio de La Cruz se debe a su espiritualidad y a la fe que tiene en su Dios. Por el momento seguirá haciendo lo que más le gusta: ser policía.

 

Esta crónica hace parte del Libro "Edificadores de paz", una iniciativa de memoria financiada por la Policía Nacional, a través de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz - Unipep.

 

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