Las 63 pesadillas que no consiguen apagar los sueños

Para agosto de 2020 había en total 1.319.049 personas con discapacidad identificadas y localizadas en el registro oficial del Ministerio de Salud y Protección Social. Esta cifra equivale al 2,6% de la población total nacional. Esta es la historia de una de estas personas que ha decidido afrontar la vida y creer que su condición no es un límite infranqueable.

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En los largos pasillos de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que se iluminan de la luz solar matutina y que volvían a la rutina académica tras un periodo de dos meses de vacaciones, una mujer joven, en silla de ruedas, usa la mayor fuerza que tiene para poder llegar a tiempo a su clase de Derecho Constitucional General. Esta será su rutina por las siguientes 16 semanas de estudio.

Los obstáculos en la vida de esta joven se han presentado desde antes de que pudiera ver la luz, cuando aún habitaba en el vientre de su madre. A esa altura, Flor Arévalo ya había pasado por cuatro abortos espontáneos. Junto a su esposo, Hugo Martínez, llevaban diez años esperando ser padres. El milagro de la vida llegaría en los primeros días del 2004, cuando un médico les confirmó un estado de embarazo avanzado que necesitaba guardar absoluto reposo durante varias semanas. “Casi pierdo a Natalia a los tres meses”, recuerda Flor con gran tristeza.

En una tarde de abril, tras almorzar en casa de su madre, Flor Arévalo empezó a experimentar una inflamación corporal que le impedía usar sandalias, era lo que se conoce como una preeclampsia, la que elevó su presión arterial, le inflamó el cuerpo y le causó una terrible sensación de vacío e inmovilidad en su vientre. En ese momento, decidió salir lo más rápido que pudo al Hospital Simón Bolívar. Allí, le indicaron que era necesario intervenirla, a pesar de que la bebé tenía solamente cinco meses de gestación, pues la vida de ambas se hallaba en inminente peligro.

El riesgo para la vida de la mamá y de su hija era latente, tanto así, que a Hugo y a su esposa se les solicitó que firmaran un documento en el que tenían que elegir si enfocar los esfuerzos médicos en salvar la vida de Flor o la de Natalia, que en aquel momento los médicos aseguraban que, en caso de nacer, lo haría con algún tipo de discapacidad. Sin importar esto, Flor lloró ante los médicos y ante su esposo, pidiéndoles con lágrimas en sus ojos, que “a mí no me importa dar mi vida por la de mi hijita, sálvenle la vida a mi niña, finalmente, yo ya he vivido la vida”, ante lo que Hugo respondió: “¿Y qué sería de una bebé sin la mamá?”, dando a entender que la decisión más lógica sería salvar la vida de su cónyuge. Ese documento libraba a los médicos de cualquier responsabilidad en el caso de fallecimiento de la bebé, enfocándose en salvaguardar la vida y estabilidad de la progenitora. Esto llevó a que Flor tuviera como única alternativa “poner en las manos de Dios la vida de mi hija”, y entrar a la sala de cesárea con la esperanza de que al despertar de la anestesia general existiera un nuevo miembro de la familia.

Un par de horas después, la familia Martínez Arévalo recibía a su nueva heredera, pues ni la preeclampsia, ni la diabetes gestacional, ni las insinuaciones de aborto, ni el historial de infertilidad en el vientre de Flor, impidieron que Natalia Martínez Arévalo naciera aquel día.

Solamente hasta que la neonata tenía tres días de vida, pudo ser vista por sus progenitores, mientras su madre aún se recuperaba de la cesárea y permanecía en un estado de salud que requería observación constante por parte del cuerpo médico del hospital. Al final, fueron cuatro meses los que tuvo que esperar Natalia para salir de la incubadora que le permitía seguir con su proceso de crecimiento. “Mi primer año de vida lo pasé en una hospitalización indefinida”, menciona la joven.

Natalia en sus primeros días de vida en la unidad de recién nacidos del Hospital Simón Bolívar.

Con ocho meses de vida, la pequeña estaba en su casa, acostada y quieta como de costumbre. Allí, donde sus padres la dejaban, ella permanecía inmóvil, no intentaba gatear como lo hacían niños de su edad. Según Natalia, “yo era la niña más juiciosa y mis padres eran felices por eso”. Entre tanto, en una tarde de limpieza y aseo, Flor recibió una llamada de la abuela de Natalia, quien le señaló que no era normal que una bebé de esa edad fuera tan quieta. Sumado a esto, una cliente de la zapatería, que sirve como sustento de la familia, le dijo que tan poco movimiento en una persona de esa edad no era normal y que lo mejor era ir al Instituto Roosevelt, donde podrían darle un diagnóstico de lo que estaba sucediendo.

Flor, en compañía de su hermana, acudieron al hospital. Allí le dijeron que el fruto de su vientre padecía de parálisis cerebral. Luego de esa noticia, Flor terminaría en el suelo, fruto de un desmayo. Ya recuperada, el doctor le explicaría que su hija no tenía una discapacidad cognitiva, sino una parálisis cerebral infantil o de tipo diplejía espástica. Según el Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano Eunice Kennedy Shriver, en este tipo de parálisis cerebral denominado “Diplejía o diparesia espástica, las personas tienen principalmente rigidez en los músculos de las piernas, mientras que los brazos y el rostro no se ven tan afectados. La inteligencia y las habilidades del lenguaje suelen ser normales”. Siguiendo por esta línea, el especialista les informó que su retoño sería una niña normal en sus procesos cognitivos, pero que tendría fuertes limitaciones en sus extremidades inferiores.

Con el paso de los años, sus padres veían que la niña dejaba de ser dependiente del oxígeno, pero sus piernas y sus pies se veían torcidos, por lo que, “mi papá decidió construir de forma artesanal unos inmovilizadores de rodilla. Se trataba de unos objetos en madera, forrados en cuero y con una suerte de canoas en las rodillas, que apuntaban a que mis piernas y pies no se vieran tan torcidos. Él quería enderezarlos de una forma algo rudimentaria”. Así las cosas, su movilidad se veía reducida a unos tímidos intentos por gatear, pero sus primeros años se vieron marcados por la dependencia del caminador.

La vida de Natalia ha estado estrechamente ligada al Instituto Roosevelt. Allí, a sus siete años, le darían una de las noticias que más impacto generarían en su vida. Tras realizar un examen computarizado de la marcha, el doctor se dio cuenta de que su corazón no podría resistir largas distancias usando el caminador, por lo que, le recomendó y formuló el uso de silla de ruedas. Esto fue devastador para una niña que ya entendía de qué se trataba aquello. “Mi sueño más grande en aquel momento era dejar el caminador. La silla de ruedas implicó que se me cayera todo mi mundo, y con solo siete años, caí en depresión”, expone Natalia con voz quebrada al recordar aquel momento.

Los primeros pasos de Natalia. En sus piernas se puede ver el artefacto construido por su padre para intentar corregir la posición de sus extremidades inferiores.

Su mamá siempre ha tenido en mente la idea de que no rechacen a su hija, pero que tampoco la miren con pesar ni le tengan lástima, “mi hija es una berraca, y no quiero que le tengan lástima, sino que la traten como normal y le exijan”. Por lo tanto, ha sido insistente en remarcar a Natalia que su discapacidad está en sus piernas, pero no en su cerebro ni en sus manos. Esto la llevó a ser una tutora exigente, que estaba al pendiente de los cuadernos y tareas de su niña, señalando que, si veía un tachón, una letra fea o que se saliera del renglón, arrancaría la hoja para que repitiera lo que estaba allí.

El colegio fue una etapa difícil para ella, sus padres, con el objetivo de mostrarle que su condición de discapacidad física no era algo que la hiciera diferente, la matricularon en colegios comunes sin ningún tipo de educación especial o adaptada a las necesidades de las personas en condición de discapacidad física. Pero esto, la llevó a sentir en primera persona la crueldad de los niños, quienes la molestaban mucho o la dejaban encerrada en algunos lugares. Sus progenitores exploraron la opción de inscribirla en un colegio público, pero estas instituciones nunca la recibieron, excusándose en que no podían asumir la atención y cuidado que ella necesitaba. Esto los llevó a buscar un nuevo colegio, en el que permaneció desde cuarto hasta undécimo grado. En este recinto educativo privado le brindaban cierta flexibilidad por su condición, permitiéndole faltar cuando se sometía a las múltiples cirugías que ha tenido en su vida, dejándole presentar los trabajos y tareas cuando se encontraba en estas largas incapacidades. También fue víctima de bullying, siendo las clases virtuales forzadas por la pandemia de Covid-19, un pequeño respiro, que volvió a ser una pesadilla cuando tuvieron que regresar a la normalidad, pues el ambiente escolar siempre fue hostil y poco empático para ella.

Entre sus labores escolares, las dolorosas intervenciones y los tratamientos médicos, encontró en el tenis sobre silla de ruedas una vía para entretenerse y relacionarse con otras personas en condiciones similares a la suya. Allí coincidió con Angélica Bernal, campeona parapanamericana de tenis en Lima 2019.

Según su mamá, “en la Liga de Tenis, yo hablaba con una muchacha de quince años que no nació con limitaciones en su movilidad, que había llegado a estar en silla de ruedas por causa de un disparo que recibió en sus rodillas, y con todo y eso, jugaba tenis con mi hija. La chica me preguntaba: “¿Por qué su hija sonríe, por qué ella se ve alegre, si estar en silla de ruedas es lo peor que existe?””. Ante esto, Flor recuerda responderle: “Mi hijita es feliz porque le ha tocado nacer y vivir la vida así, porque la vida le ha enseñado a ser fuerte y no llorar por cualquier cosa”.

En su primera infancia, el caminador y Natalia eran inseparables, no era una relación amistosa, pero el sueño de Natalia siempre fue poder dejarlo.

Una vez graduada del colegio en noviembre de 2021, su papá le recalcó que debía entrar a la universidad, pues él “no iba a tolerar a una persona que no hiciera nada”. Una tutela fallada por el Juzgado 63 Penal Municipal de Bogotá, amparó su derecho a la salud como respuesta a una acción de tutela presentada por Flor para que el sistema judicial defendiera los derechos de la menor y acabara pagando todo el tratamiento médico por el que había pasado. Este suceso fue un combustible para hacer volar los sueños de Natalia. Su propio caso fue el principal elemento que llevó a Natalia a escoger el Derecho como carrera universitaria y profesión, con un particular interés en el derecho constitucional, que con la Constitución de 1991 dio nacimiento a la figura de la tutela, mecanismo jurídico que le ha permitido recibir su tratamiento médico.

“La universidad ha sido una etapa un poco menos cruel y traumática que el colegio”, asevera la joven estudiante, quien escogió la Universidad Jorge Tadeo Lozano, debido a las rampas y a una mayor accesibilidad, en comparación con otras instituciones universitarias que no cuentan ni siquiera con rampas o ascensores. “Si bien no es una universidad perfecta ni el paraíso de la accesibilidad”, como ella lo reconoce, la alumna está profundamente agradecida con la ubicación y diseño de la Tadeo, porque está cerca de la estación Universidades de Transmilenio, y en términos generales, ha logrado desarrollar las actividades académicas dentro del campus sin ningún tropiezo.

Esta futura abogada agradece la exigencia académica que representa su pregrado y la rigurosidad de algunos de sus maestros, pues cuenta con una beca/préstamo otorgado por el Icetex. Las condiciones para que este préstamo se convierta en beca, la obligan a mantener un promedio por encima de 4.0 y no perder ninguna asignatura en toda la carrera.

Desde el momento de su nacimiento, Natalia ha padecido una parálisis cerebral que le ha limitado la movilidad de su cuerpo de la cadera hacía abajo. Sin embargo, esto no limita sus aspiraciones, creyendo en que los límites de su discapacidad no van a sepultar sus sueños, pues quien está acostumbrado al dolor y a sortear dificultades no se detiene con cualquier obstáculo.

“Pocas cosas logran generar tanta satisfacción en un docente como una estudiante puntual, participativa, que tiene una buena recepción de las críticas en las tareas académicas y que realiza un buen trabajo fruto de un proceso de superación”, enfatiza Gloria Lopera, abogada y profesora universitaria, al describir el trabajo de Natalia Martínez Arévalo. Lopera insiste en que, salvo barreras de acceso arquitectónico o de salud, Natalia es igual a los demás, su condición no es una fuente para discriminación ni trato diferencial.

En sus 19 capítulos de existencia, su cuerpo ha atravesado por 63 pesadillas, este es el número de intervenciones quirúrgicas que ha vivido con 19 años, muchas de estas multioperaciones, en las que se aprovecha el efecto de la anestesia y las incisiones ya efectuadas en el cuerpo para realizar diversas cirugías simultáneas. Las heridas que no logran robarle el sentido del humor, mientras se ríe al recordar la vez que estaba en riesgo de perder una materia y por ende la condonación de su crédito estudiantil. A pesar de esto, no ha dejado de soñar ni tampoco de trabajar en pro de la consecución de estos, que apuntan a su pasión: el derecho constitucional, pues esta joven tiene como gran objetivo convertirse en magistrada de la Corte Constitucional.

 

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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