Las manos que sostienen el silencio: historias ocultas tras las flores de El Rosal

Un viaje por los recuerdos y cicatrices de quienes trabajan en la industria florícola de Cundinamarca revela el costo humano de exportar belleza.

Créditos de portada: Sebastián Chiguano. 

 El proceso de cultivar una flor es como un espejo: simple a primera vista, pero que, poco a poco, se convierte en un reflejo lleno de matices y detalles. La flor es un tallo, uno que recuerda a un lápiz, dice Albeiro Salinas, un hombre que pasó más de la mitad de su vida dibujando con ese “lápiz” en una de las industrias que más dinero genera en exportaciones de productos colombianos. Desde los doce años, y hasta que su vida tomó otro rumbo, trabajó en cuanta empresa floricultora encontró: fue conductor, productor, cargador. Nunca se cansó y siempre estuvo agradecido con el entorno laboral que lo sostuvo; aquel que le permitió no solo aportar a los gastos de su familia junto a su esposa, sino también forjar amistades para toda la vida.

Albeiro Salinas, en la finca donde trabaja y reside actualmente. 

Hoy el contraste es duro. El trabajo sigue siendo el mismo, pero ya no lo es: las condiciones han cambiado, las horas se alargaron y el viento trae consigo un aire de desesperanza. Sin embargo, dos cosas permanecen: la resiliencia de quienes se levantan cada día para ganarse la vida en una floricultora y el milagro cotidiano de ver cómo las flores germinan gracias a tantas manos anónimas. 

Un tallo comienza su vida en una pequeña bolsa llena de abono, el refugio donde inicia el crecimiento. Un mes basta para que ese tallo se convierta en madreselva, como la conocen los cultivadores, y pase a reposar en camas construidas muchas veces a mano o con herramientas pesadas, abriendo surcos en la tierra para permitir una evolución exitosa.  Luego, las flores se preparan para nacer. Antes de que abran sus pétalos, son injertadas y reciben yemas de colores para transformarse: ya no solo rosas rojas ni claveles blancos, sino variedades pensadas para ser bellas, estéticas y rentables en un mercado que todo lo mide en capital.

Desde ahí comienza una etapa de pruebas y esperas constantes. Se riega la tierra, unas veces con agua, otras con fertilizantes, hasta que llega el momento más esperado: el nacimiento de la flor. O, mejor dicho, de miles de flores que cubren los campos y se alzan como habitaciones de hotel: espacios preparados para que muchos pasen por ellos, pero en los que nadie se queda.

La recolección es tan crucial como la producción. Paradójicamente, una flor tarda más en nacer que en morir. En cuartos fríos, los cuidadores las clasifican por tamaño, color y especie; separan las que viajarán en cajas miles de kilómetros —por aire, tierra o mar— hasta llegar a manos desconocidas, hogares ajenos y floreros que nunca verán el esfuerzo detrás. Las demás, las que sobran, terminan en el olvido. 

Créditos de la imagen: Sebastián Chiguano. 

Así de fácil -y de complejo- es hacer flores, concluyen quienes caminan a diario en medio de una realidad abrumadora. “¿Cuánto cuesta exportar belleza?” se pregunta Marta Sánchez en su documental Amor, mujeres y flores. Una pregunta que abre respuestas dolorosas, respuestas que muchos prefieren callar por miedo a la incomodidad.

En economía, el costo es el valor monetario de algo. Pero en este caso, ¿cuánto valen las manos que cultivan, los contratos que se firman, los cuerpos que se negocian? Aunque cueste admitirlo, la respuesta es sí: sí, son valorados como números, como cifras en balances. En los contratos se prometen beneficios y ambientes laborales seguros e incluso “divertidos”, pero la realidad suele ser otra.

El Rosal, conocido como El Jardín de la Sabana, es un municipio de Cundinamarca, que queda a hora y media de Bogotá. Su nombre no engaña: es un epicentro de producción floricultora donde la mayoría de la población migrante encuentra su única opción de trabajo. 

"¡Acérquese, que aquí lo que sobra son oportunidades laborales!” anuncian los carteles en las calles. ¿Qué más puede esperar un recién llegado a un territorio desconocido que encontrarse con esa “luz” en el túnel? Las floras son fábricas de oportunidades para quienes no tienen experiencia ni estudios, solo la humildad de agachar la cabeza y aprender rápido, aunque la adaptación duela. Pero también son fábricas que rompen sueños, que alejan familias, que desgastan cuerpos y que, de a pocos, pueden apagar la esperanza.

Son muchos los rostros que enfrentan esta balanza constante entre lo que quieren ser, lo que desean tener y lo que su familia necesita. Porque no todo es dinero: ningún abrazo se compra con una moneda. Pero para dar ese abrazo, para dar protección, hay que hacer sacrificios.

4:30 a.m
las personas esperan sus rutas para ir a las empresas floricultoras. 

Daryani Barroso, una mujer carismática y de nacionalidad venezolana, fanática de las empanadas de papa y carne como las hacen en su país. Migró al Rosal escapando de la crisis económica. Su esposo, que ya vivía en el municipio, la recibió con sus dos hijos y un aviso claro: había que redoblar el esfuerzo para salir adelante. Daryani entró a trabajar en una flora sin miedo a las madrugadas ni a los turnos extensos, hasta que el cansancio comenzó a alejarla de su familia. Sus hijos querían contarle su día, pero el agotamiento le cerraba los oídos y nublaba la mente. Un día decidió lo que pocos se atreven: renunciar. Con incertidumbre, sí, pero también con la certeza de que a sus hijos no les faltaría un plato de comida ni un abrazo.

“Trabajé once meses sin saber nada, aprendí mirando y el estrés era permanente”, recuerda mientras se limpia las lágrimas. Y concluye: “Los empleadores deberían ser más flexibles y ponerse en los zapatos de sus empleados. Allí dentro no hay excusa que valga para que dejemos de trabajar. Entonces, ¿dónde queda la humanidad?”.

Daryani Barroso sonríe para la cámara
con la nariz roja de haber llorado luego de contar su historia. 

Rosalba Gallego es una productora avícola que reside en el municipio de Palermo, Huila. Allí en una finca llamada La Granja, trae a la memoria la época en la que, residiendo en el Rosal, Cundinamarca, trabajó en una empresa floricultora. 

Fue un año y medio el que la marcó para siempre. A los 30 años entró como auxiliar de aseo en una flora; pronto pasó a cultivo, sin experiencia previa. Podaba, cortaba y cuidaba las camas de flores mientras en su vientre brotaba la vida de su hija menor. Ya tenía otros dos hijos y, como ella misma dice, “trabajar y tener familia es lo más complicado que hay”. Su gran apoyo fueron sus padres, quienes asumieron la crianza mientras ella trabajaba. 

Rosalba, la mujer bajita, de pelo corto y con una sinceridad mostrada en forma de sonrisas, recuerda con cariño ese tiempo; también reconoce la dureza de pasar un embarazo entre madrugadas heladas, el olor de los químicos y la rutina extenuante. Hoy, con el tiempo transcurrido, valora la fortaleza de quienes siguen en ese camino. “Las floras son espacios llenos de oportunidades para quien quiere aprender y lucharla -afirma-, pero también creo que esa lección no debería ser obligatoria para las nuevas generaciones. Que entiendan el esfuerzo de sus padres, sí, pero que tengan la posibilidad de elegir otros caminos”.

Rosalba recuerda con cariño cuando vivía en el Rosal 
y trabajó una época en una empresa floricultora. 

Su testimonio se suma al de muchas otras mujeres que han sostenido en silencio la industria florícola. Mujeres que, a pesar del cansancio, se animan a contar su historia. Mujeres que agradecen que alguien pregunte, que alguien escuche. 

“Nuestra investigación nace de ese compromiso: con El Rosal, con sus trabajadores, con sus silencios. No queremos adornar la realidad como se adorna una flor antes de exportarse; queremos mostrarla con las raíces al descubierto, con la tierra aún húmeda de esfuerzo.

Al narrar estas vivencias reafirmamos nuestra misión: visibilizar lo que se esconde tras los discursos de progreso, las manos calladas que lo hacen posible, los cuerpos que lo sostienen y las vidas que se sacrifican. Contar estas historias es un acto de justicia, pero también de esperanza. Porque solo cuando se nombra el dolor, puede comenzar el cambio.

No queremos solo ser leídos. Queremos ser escuchadas. Que estas palabras viajen más lejos que las flores. Que lleguen, ojalá, a donde puedan florecer nuevas condiciones. Más humanas. Más dignas. Más nuestras”, las autoras.

Aquí nuestra página web para más información. 

 [NOTA SOBRE USO DE IA: Este texto fue editado con apoyo de Chat GPT. Su participación se limitó a tareas a revisión de puntuación y sugerencias de corrección de estilo.]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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