Mosquera, el trayecto que agota el alma

Entre trancones, cansancio y resignación, miles de habitantes de Mosquera enfrentan cada día un trayecto que no solo consume horas, sino también salud, ánimo y tiempo familiar. Esta crónica recoge los testimonios de quienes viven atrapados en una rutina de movilidad colapsada, en medio de soluciones insuficientes y promesas que aún no se concretan. 
 
El amanecer en Mosquera no empieza con luz, sino con filas. Con buses llenos. Con rostros somnolientos que ya se saben de memoria el suplicio diario para llegar a Bogotá. La calle 13 y la calle 80 —arterias que prometen conexión— se han convertido en venas obstruidas por el tránsito, donde cada viaje se transforma en una prueba de resistencia.
 
Mosquera, municipio de Cundinamarca y parte del área metropolitana de la capital, ha crecido al ritmo de su cercanía con Bogotá. Hoy son más de 156.000 habitantes, y una buena parte de ellos trabaja o estudia en la ciudad. En el papel, la distancia es corta: 25 kilómetros. En la práctica, el trayecto puede consumir dos horas. Con suerte.
 
Martha Restrepo, vecina del municipio, ha hecho de la paciencia una forma de supervivencia. Su semana gira en torno a los viajes que debe hacer para trámites bancarios y citas médicas. “Hay días en que me toca dedicarle toda la jornada a una diligencia”, cuenta. Los buses intermunicipales, atestados de personas, no ofrecen descanso. “Voy de pie, espichada, entre el trancón y la gente. Llego agotada, con dolor físico y el ánimo por el suelo”.
 
Valentina Muñoz también se suma a esta coreografía del desgaste. Trabaja en Bogotá y cada día enfrenta largas jornadas sobre el asfalto, alejándose de su hogar mientras su familia la espera. “Los trancones y los horarios no me permiten estar con ellos como quisiera”, confiesa. Ha pensado en trabajar de noche, pero sabe que el sacrificio sería el mismo. “Estaría en casa de día, pero dormida”.
 
El tránsito no solo retrasa, también fractura. “Llego irritable, discuto por todo. Las imprudencias en la vía me sacan de quicio”, dice. El cansancio no solo es físico; es emocional, relacional, existencial.
 
 
Entre filas y fatiga, así comienza el día para miles de habitantes de Mosquera rumbo a Bogotá.
 
El tiempo que se va en el camino
Daniel Pedrozo es estudiante universitario. Su rutina lo obliga a invertir hasta seis horas diarias en desplazamientos. Una hora en flota. Dos en TransMilenio. Una vez en casa, aún le esperan trabajos, lecturas, compromisos. “Llego tarde, me trasnocho haciendo tareas y no descanso lo suficiente”, explica. En su voz hay frustración, pero también una resignación que inquieta. “Estoy considerando volver a vivir en Bogotá”, dice.
 
Sabe que no es la solución perfecta, pero al menos ganaría tiempo. Porque en la ecuación diaria, el tiempo es el bien más escaso.
 
Edna Abril, psicóloga, lo explica con claridad. “Estos trayectos tan extensos generan ansiedad, fatiga crónica, dolores de cabeza, alteraciones digestivas. No es solo el estrés del viaje, es el efecto acumulado en la mente y el cuerpo”. Recomienda prácticas de meditación, respiración, incluso aprovechar el trayecto para escuchar música o podcasts. “No podemos cambiar el trancón, pero sí cómo lo habitamos”. Aun así, reconoce que esto no reemplaza una política pública seria.
 
Los que intentan regular el caos
Desde la calle, la visión es otra. Pedro Cardona, policía de tránsito, lo dice sin rodeos: “El problema es que no hay vías alternas. La calle 13 y la 80 son arterias principales, pero si algo falla ahí, todo colapsa”. Y eso pasa casi a diario.
 
Otro agente señala otro factor: los buses y paraderos mal ubicados. “Están donde no deben estar y eso genera cuellos de botella”. Sumado a esto, el tráfico de carga pesada ralentiza el flujo general. “Y claro, la infraestructura no ha evolucionado al ritmo del crecimiento de la ciudad”, sentencia Cardona.
 
Entre las 6:00 y las 8:00 a. m., y entre las 4:30 y las 7:30 p. m., Bogotá se paraliza. Son las llamadas “horas pico”, donde el asfalto arde de impaciencia. En esos bloques de tiempo se concentra el drama diario de miles que van y vienen como si vivir fuera estar siempre en tránsito.
 
 
Valentina, Martha y Daniel encarnan el costo invisible de una movilidad colapsada: salud, ánimo y tiempo perdido.
 
Parche tras parche, pero sin solución de fondo
Sí, ha habido medidas. Se han implementado carriles exclusivos en la calle 80, se han proyectado intervenciones en la calle 13, se han desplazado algunos paraderos. Incluso se estudia la ampliación de la calle 13 con 14 estaciones nuevas y una terminal intermunicipal. También se intenta restringir el transporte de carga en horas críticas.
 
Pero el balance es desigual. Porque lo que se ha hecho no alcanza para resolver lo que lleva años colapsando. Las soluciones llegan a cuentagotas, mientras el problema crece a borbotones.
 
Una crisis que ya no cabe en el espejo retrovisor
Lo que vive Mosquera y su relación con Bogotá dejó de ser una incomodidad vial. Es una crisis de movilidad que erosiona la salud, el bienestar y la productividad de miles de personas. No se puede normalizar un país en el que una jornada laboral de ocho horas empieza y termina con tres horas en un bus. No se puede naturalizar el insomnio, la gastritis, la tristeza silenciosa de no llegar a tiempo, de no llegar nunca.
 
Mientras se habla de megaproyectos, los habitantes solo piden algo básico: llegar sin sufrir. Volver sin perderse. Estar presentes. Cada minuto atrapado en un trancón es una historia de vida en pausa.
 
Y en una ciudad donde el tiempo parece haberse tragado la planeación, las soluciones no pueden seguir siendo promesas. Porque la movilidad es más que mover cuerpos: es garantizar que la vida siga su curso sin romperse por el camino.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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