"Un médico me dijo que, si la medicina no me servía, me comprara una sillita de ruedas": José Méndez, campesino tolimense

Esta historia hace parte del proyecto Ruedas Creando Redes de la Fundación para la Libertad de Prensa – FLIP. Cuenta la vida de un campesino que tiene una finca en Anaime, un corregimiento cercano al municipio de Cajamarca, Tolima. Por una patología grave, sus días como cultivador quedaron en el pasado.  

 

Es una mañana soleada en la finca La Aurora. Por momentos, el viento llega con fuerza. Hace un poco de frío. La finca está ubicada en la zona rural de Cajamarca, en el departamento del Tolima. Para llegar a ella hay que cruzar por una carretera que pasa por un pequeño pueblo llamado Anaime, luego hay que cruzar por calles destapadas que, al costado izquierdo, proyectan un paisaje verde montañoso. Una vez en Cajamarca hay que desplazarse cuarenta y cinco minutos en carro hasta llegar a La Aurora, la finca de José Méndez.

La casa tiene dos puertas grandes de madera, está pintada de blanco y al frente hay un sinnúmero de matas y plantaciones artesanales. En la entrada hay una mesa de madera y un par de sillas plásticas de color rojo y blanco. Justo detrás de la casa están las diez hectáreas donde la familia Méndez siembra lulo, granadilla, arracacha y frijol.

De allí baja un hombre con camiseta de la Selección Colombia y un sombrero blanco. Tiene facciones definidas y sostiene un machete en la mano derecha. Es Edison Camilo, un joven campesino de veinticinco años que empieza su jornada en los cultivos de granadilla y lulo todos los días poco después del amanecer. Asumió la responsabilidad de las tareas de la finca por el estado de salud de su padre. Es una persona de pocas palabras, pero al momento de expresarse lo hace con seguridad.

José y Titi: El canino es gran compañía para José. Lo acompaña cuando él está sentado en la casa y cuando sale a caminar por los cultivos. Foto: Martín Romero.

Edison Camilo cursó un técnico en Mantenimiento de Computadores en el Instituto Redecomputo en la ciudad de Ibagué. “En ese momento quería hacer algo distinto, aprender algo nuevo, porque eso es esencial en la vida: aprender a manejar un computador”. Una vez finalizó este técnico no buscó trabajo. Su anhelo siempre ha sido seguir su vida en el campo, es feliz cuando habla sobre cualquier cosa relacionado con él.

José Méndez es un hombre de tez morena, color de cabello negro y ojos oscuros. Está sentado junto a Edison Camilo, su hijo. Mira el paisaje que hay frente a su finca con atención. El primer aviso del declive de su salud llegó en 2004 con un fuerte dolor en los dedos de las manos que le impedía moverlos y, por consiguiente, no podía dedicarse a cuidar de los cultivos: debía alistar la fumigadora de palanca, la abría dando media vuelta a la tapa y depositaba el líquido fungicida. Fumigaba los cultivos todos los días por dos semanas, y solo un tapabocas cubría su rostro mientras que sus manos tenían contacto directo con el químico.

Para el año 2007, José recuerda que “el dolor era cada vez más intenso, fue ahí donde me atacó la enfermedad. Ahora también me dolían los hombros, las muñecas, las rodillas, los tobillos y los codos”. Los dolores eran tan fuertes que dormía en el día: no podía salir a trabajar y el frío de la noche solo agudizaba el dolor.

Al ver su estado de salud acudió a su EPS donde le ordenaron tomar corticoides para reducir la inflamación y el dolor. Tomó el medicamento todos los días por un año, pero, para el 2008, los dolores volvieron y su movilidad había disminuido al punto de tener que subir las escaleras apoyado en sus manos. “Fui donde el médico, me dijo que, si la medicina no me servía, entonces que me consiguiera una sillita de ruedas para que me defendiera. No esperaba que me dijera eso”. José salió desilusionado del consultorio. No quería volver a saber nada de ninguna empresa de salud.

Familia Méndez Morales. Martha, José y Édison Camilo. Juntos han soportado las complicaciones de salud que ha sufrido José. A espaldas de ellos se encuentran en ascenso los cultivos. Foto: Martín Romero.

Personas desconocidas le recomendaron un tratamiento de medicina alternativa en Bogotá que consistía en la inyección de oligoelementos [son bioelementos presentes en pequeñas cantidades en los seres vivos] que son de origen natural.

Llegó a aquel lugar donde le inyectarían el medicamento y observó que el vidrio donde estaba depositado el medicamento no tenía la indicación o mención del ingrediente base de fabricación. El precio de estas consultas era de $60.000. Durante el primer año iba a la Capital una vez cada mes; durante el segundo año los profesionales se desplazaban hasta Ibagué y, en los años siguientes, recibía el tratamiento cada dos meses.

Con el tiempo José mejoró. Mira los dedos de sus manos y recuerda: “Gracias a Dios esa medicina me puso nuevamente a trabajar”. Podía dormir en la noche y despertar muy temprano en la mañana para estar al tanto de lo que la tierra le pedía.

Sin embargo, luego de un tiempo notó que la piel de sus manos se había debilitado a raíz de los oligoelementos: un día estaba deshierbando la maleza y se le levantó un pedazo de piel. Salió del cultivo, buscó a su esposa Martha y le comentó lo sucedido, a los quince días estaban en Ibagué en una consulta en la que José le explicó al médico el inconveniente que tuvo con la piel de sus manos. El profesional decidió entonces aplicar la inyección en partes próximas a las afectadas.

Ella habla y camina por los cultivos de su finca con mucha felicidad. Conseguir La Aurora fue un sueño alcanzado con mucho esfuerzo. Foto: Martín Romero.

“Las inyecciones me las aplicaban en toda esta parte – dice José después de remangar la bota de su pantalón sobre la rodilla y señalar la rótula-. Eran pequeñas cantidades, fácilmente le podían meter a uno diez chuzones, y cincuenta en todo el cuerpo”. Su salud mejoró, pero, al ver lo débil que estaba su piel, decidió no volver a las consultas.

Para el año 2012, cataratas inundaron sus ojos, debía caminar casi agachado. Decidió que quería ser intervenido quirúrgicamente, pero, según dice, la EPS perdió los documentos que le otorgaban la autorización para la operación y tendría que comenzar el proceso de nuevo. Ante la dificultad que tenía en su visión decidió recibir la operación de manera particular, y solo pudo costear el procedimiento del ojo derecho. José cubre su ojo con la mano y describe lo que alcanza a ver con el izquierdo: “Las letras del almanaque que está en la nevera no las alcanzo a ver, las veo muy borrosas”.

En junio de 2017, José tuvo que dejar la vida agraria para siempre. La artritis que padece no lo dejó seguir. “La incapacidad creada por la artritis se incrementa por lo general en los primeros años del diagnóstico, para, posteriormente, volverse más lenta al final de la vida del paciente; es posible que después de treinta años de persistencia se acelere otra vez con todos sus síntomas”, dice el artículo Artritis reumatoide: consideraciones psicobiológicas, escrito por Japcy Margarita Quiceno y Stefano Vinaccia en 2011.

 

Es de las pocas actividades que puede hacer en este momento. Camina lentamente, se agacha con dificultad y deshierba la maleza del cultivo. Foto: Martín Romero.

 

***

 

Hoy José despierta, se baña, recorre los cultivos y “los mira por encima” antes de regresar a la casa en donde se sienta en la mesa hasta medio día. Almuerza, camina un poco y se acuesta en la tarde a esperar que llegue la noche. En ocasiones le ayuda a Édison Camilo con la manguera con la que riega los cultivos de lulo.

Intenta levantarse de su silla, pone sus manos para apoyarse y con dificultad se para. Camina lento, se dirige hacia el camino de ascenso a los cultivos. Para llegar hasta allí, debe pasar por un corral de ovejas y un tanque de agua que recibe el líquido directamente de una quebrada que pasa cerca de su finca. Martha Morales, su esposa, sale de la cocina y lo sigue sin perderle de vista. Él se toma su tiempo para dar cada paso. Al primer cultivo que llega es al de lulo, allí relata: “Acá ayudo de vez en cuando a Édison. Le paso la manguera para regar el cultivo, o lo que necesite, siempre y cuando sea algo no muy pesado”. En el recorrido lo acompañan sus dos perros: Titi y Coronel, ambos de color dorado, siendo este último el más viejo. “Ellos son muy apegados a José, cuando él se va de la casa, Coronel llora. Todas las mañanas el perrito va a la cama y lo saluda para que lo acaricie”, dice Martha.

Ahora se dirige al cultivo de arracacha, para poder llegar hasta allí, José ya no camina en forma vertical, sus pasos son en horizontal, pues debe pasar por un lado de las plantas. Él se adentra en los matorrales, deshierba la maleza y recoge el plástico de herbicida que está en el piso. Se siente cansado; Martha lo sabe, por eso le da la mano derecha para que él se apoye y pueda pararse. Empiezan el descenso, su esposa se pone adelante de él, lo que hace que José ponga sus dos manos untadas de tierra en los hombros de ella. El terreno es un poco lizo, por eso el camino de regreso a casa tarda un poco más que el ascenso. Junto a ellos van sus dos perros. Hay brisa y mucho sol. Cuando llegan a la casa, Martha decide ir a la cocina a preparar algo de comida. José se sienta nuevamente en la silla, se ve algo triste, su salud no le permite hacer lo que tanto le gusta.

Cultivo de lulo. Es el cultivo que más cerca queda a la casa. Eso permite que sus recorridos no sean tan largos. Foto: Martín Romero.

“Todo esto ha sido muy duro, porque estaba acostumbrada a verlo trabajar. Mirarlo así es muy triste. Ahora no puede hacer casi nada”, dice entre lágrimas Martha.

La situación económica actual de José es muy compleja. Tiene un préstamo que le paga al Banco Agrario y a veces no tiene dinero para abonar a la deuda mensualmente, por lo que pide dinero prestado a particulares. Con el esparcimiento del dolor José tuvo que acudir a contratar empleados para que se encargaran de los cuidados y sostenimientos de la finca porque no podía hacerlo él. Quienes están a cargo de la finca son sus dos hijos.

Edison Camilo se dirige a su habitación para alistarse, debe ir a jugar un partido de microfútbol en una cancha comunal que queda cerca de la finca La Aurora. Juega torneos en Anaime y Cajamarca. Luego de treinta minutos sale de cuarto con una camiseta del Fútbol Club Barcelona, pantalones y tenis color gris. “Sueño con ver a mi papá nuevamente haciéndose cargo de la finca. Si bien hago todo por ellos y me siento feliz de poder ayudarles, extraño mucho su presencia entre los cultivos”, dice mientras enciende su motocicleta. 

José y su familia no tienen certeza de cuál fue la causa de su enfermedad. “No puedo estar seguro de nada, yo no sé si fue el uso de químicos en el cultivo o simplemente es algo que heredé”, dice. La realidad es que, por causa de ella, su vida como campesino cambió radicalmente.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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