La amistad

Por su trabajo, Ánderson Camacho se había acostumbrado a esquivar piedras y explosivos. Había tenido que ver a varios de sus compañeros heridos de gravedad y ser fuerte cuando alguno de ellos fallecía. A los 21 años, creía haber logrado convivir con el miedo constante de salir un día y perder la vida o una parte de su cuerpo. 

Pero el 15 de marzo del 2015, Ánderson se dio cuenta de que existen cosas para las que uno nunca está preparado. Amanecía en el municipio de Piendamó, Cauca, cuando el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía al que pertenecía –y que hacía presencia en el pueblo desde hacía doce días–, recibió la orden de alistarse y dirigirse a municipio de Mondomó, en donde había una protesta indígena. Los manifestantes habían bloqueado la vía Panamericana, reclamando al gobierno tierras que consideraban ancestralmente suyas.

Antes de salir, Ánderson había bromeado con sus compañeros diciéndoles que no quería ir a trabajar, que se iba excusar para que lo pusieran de ranchero a cocinar para todo el escuadrón. Tenía un presentimiento de esos que inquietan pero que rápidamente se olvidan. Arregló su munición y salió con los demás. Todos sabían que no se iban a encontrar solo con indígenas en medio de una minga (protesta indígena que busca exigir al gobierno la entrega de las tierras que consideran suyas). Este tipo de episodios eran aprovechados por algunos delincuentes para infiltrarse y causar daño a la fuerza pública.

 

Para Anderson, lo mejor que le ha dejado la policía de vigilancia es la oportunidad de conocer a tantas y tan diferentes personas e historias. (Foto: Víctor Cocomá)

 

Hacia las diez de la mañana iniciaron los enfrentamientos en las montañas de Mondomó. Habían dos grupos, uno que repelía y otro que defendía. Ánderson estaba en el primero. Dieron las cuatro de la tarde, ninguno había almorzado y por un momento, ya cansados, vieron a los manifestantes alejarse y sintieron que se había acabado todo. Pero de repente, desde un costado, los sorprendió la explosión de un tatuco (mezcla letal de dinamita y metralla contenida en un cilindro que se dispara desde un tubo de hierro) que cayó a unos 20 metros de donde estaba Ánderson. El tatuco lo lanzó unos metros más adelante y lo dejó postrado en el suelo.

Los pedazos de hierro, puntilla y tornillos que dejó el artefacto se incrustaron en su pierna derecha: “No era un dolor normal, yo sentía que estaba en llamas”, recuerda. Esa sensación inmovilizó la parte inferior de su cuerpo. La angustia se apoderó de él cuando sus piernas no respondieron a las órdenes de levantarse y correr. El protector que usaba en su pecho le impedía verlas. Pensó que las había perdido. En ese momento, varios de sus compañeros, entre ellos Albeiro Garibello Alvarado y Miguel Gómez, lo levantaron de los brazos, hicieron una camilla improvisada con los escudos y lo bajaron por la montaña hasta una patrulla que lo trasladó a Satander de Quilichao, norte del Cauca, para recibir los primeros auxilios.

“El estruendo fue bastante fuerte, y al voltear y ver a ‘Camachito’ botado en el piso, yo quedé como en shock. Para bajarlo tuvimos que lanzar gases lacrimógenos y así lograr un poco de tiempo. No fue fácil bajar con él en hombros a través de una nube blanca de gases, nos sentíamos asfixiados y cansados, pero eso no importó porque valía más la vida de él”, recuerda Miguel. 

La primera vez que operaron a Ánderson fue en la ciudad de Cali. Duró seis meses allí, sin conocer a nadie y con la esporádica visita de su novia de ese entonces. Luego lo trasladaron a Bogotá para continuar con la recuperación por otro medio año, lapso en el que se movilizaba con la ayuda de muletas.

Producto del ataque quedó una cicatriz que recorre la palma del pie, el tobillo y pasa por el gemelo hasta detenerse centímetros antes de llegar a la rodilla derecha. Al interior de su pierna hay dos tornillos que sostienen y le dan movilidad a su pie, el cual debe soportar el dolor que produce el constante frío de las madrugadas bogotanas.

 

Todos los días, Ánderson llega hasta la estación de policía de San Cristobal y junto con sus compañeros hace la respectiva formación para recibir instrucción de sus comandantes. (Foto: Víctor Cocomá)


Un adulto joven

Ánderson nació el 26 de abril de 1993, en la vereda Casa de Sin, cerca al municipio de Ataco en el departamento del Tolima. Allí creció con sus dos hermanas y su hermano en medio de los cultivos de café y plátano con los que subsistían junto a su mamá y su papá. Hoy viaja muy poco a visitarlos porque el tiempo libre para un patrullero es un lujo, pero la sonrisa que se dibuja en su rostro cuando habla de su tierra refleja la felicidad que siente al imaginar que vuelve. “El ambiente, las personas, el clima. Todo es muy bonito”, dice.

A los 18 años viajó a buscar nuevas oportunidades en la ciudad de Bogotá y por recomendación de su tío entró a prestar el servicio militar. Una vez lo terminó, se vinculó de manera profesional a la Policía, haciendo parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD).

Su tía Ana Elsy Zapata fue quien lo recibió en Bogotá. “Desde que llegó a la casa siempre lo impulsamos a entrar a la policía porque nos gusta esa vida. Mi esposo es pensionado de la Fuerza Aérea, mientras que mi hijo mayor está vinculado profesionalmente en la misma institución. Y de joven, yo quería ingresar a la policía, pero mi sobrepeso me lo impidió”, cuenta Ana Elsy.

Ella ha estado en todas las etapas profesionales de Ánderson. Con el tiempo, se ha convertido en una madre para él en la ciudad.  “Yo lo apoyo en cualquier decisión que él tome en la vida, solo quiero verlo bien y feliz”.

Por las afectaciones a la movilidad de su pierna derecha, Ánderson pidió la desvinculación del ESMAD, y desde hace siete meses hace parte de la Policía de Vigilancia en la estación de la localidad de San Cristóbal, al sur de Bogotá.

A pesar de las circunstancias, agradece al ESMAD por la oportunidad que tuvo de conocer tantos lugares de Colombia. Estuvo en Putumayo, Nariño, Huila, Boyacá y Cauca. Además, valora el haber conocido y compartido con tantas personas a lo largo de los tres años y medio que estuvo en esa unidad.

Tiene 24 años, mide un metro ochenta centímetros, es aficionado al fútbol y a las motos, le gusta la acción –estar en constante movimiento–. Con los años en la Policía ha aprendido a leer a las personas y a controlar, por ejemplo, la velocidad de su moto, dependiendo del compañero que lleve consigo sin que este le diga nada.

Es padre de Sara Gabriela, “una niña de ojos verdes, preciosa, que no es otra cosa que mi mayor adoración”, dice. No vive con ella, pero trabaja cerca y no pierde ninguna ocasión para ir a verla. Hace unos meses compró un carro, pensando en que cuando Sara esté más grande, puedan salir a pasear juntos con la comodidad que ella se merece.

Un hijo hace que se piense en el futuro, por eso Ánderson planea, en un par de años, invertir en un negocio propio, comprar una casa y recuperar la movilidad de su pierna por completo para correr y jugar junto su hija.


Sin el uniforme, cuando tiene la oportunidad de descansar de su rutina, Anderson aprovecha para visitar a sus tíos o para sentir la adrenalina de montar una moto, su principal pasión. (Foto: Víctor Cocomá) 

 

La pérdida de un amigo 

El 19 de febrero del 2017, el último día de la temporada taurina en la Capital, la explosión de un artefacto cerca a la entrada a la Plaza de Toros Santamaría de Bogotá dejó 30 heridos y una única víctima fatal: el patrullero Albeiro Garibello Alvarado. El mismo que le había salvado la vida a Ánderson dos años antes en Piendamó, Cauca.

“Yo conocía a Gari desde la escuela, cuando estábamos haciendo el curso del ESMAD en el Espinal (Tolima), y uno va formando lazos de amistad muy fuertes con todos los compañeros. Termina conociendo quién ronca, quién no, quién tiene problemas con la novia, quién es el malgeniado y quién es el amarrado”, confiesa.

“Una vez que fuimos a Boyacá por el paro campesino del 2013. Nos tocó dormir sobre unas esteras en un polideportivo que nos prestaron, techado, pero sin paredes. Casi no podíamos dormir del frío, y cuando a las cinco de la mañana nos fuimos a bañar, al agua le salía humo del frío, eso lo vivimos juntos”, recuerda entre risas.

Albeiro tenía 23 años, igual que Ánderson en ese momento. Fue declarado muerto el 22 de febrero del 2017. El 24 de ese mismo mes, Ánderson aparecía en los medios de comunicación sosteniendo el casco número 175352, que perteneció a Gari, como lo llamaba de cariño. Ese día hicieron un homenaje por sus heroicos años de servicio en la Policía Nacional. Todos lo despidieron con un “Hasta pronto amigo. Hasta siempre contigo. Valiente héroe”. 

“Con Garibello en Bogotá, como vivimos y trabajamos en estaciones cercanas, él me traía casi todos los días o me prestaba la moto”, recuerda Ánderson mientras deja escapar un ¡Dios bendito!  

Horas antes de la explosión, Ánderson hablaba por teléfono recostado en la caja telefónica donde había sido puesto el petardo. Él y su compañero Miguel Gómez, habían estado en esa esquina durante los tres últimos domingos de la temporada taurina, pero el quinto día, el último, cuarenta minutos antes de la explosión, con el fin de tener acceso a la tienda y entrar al baño más fácil, Ánderson, Miguel y sus otros compañeros cambiaron de lugar con Albeiro.

Cuando escucharon la explosión, ambos pensaron que había sido una papa bomba, pero al ver los vidrios de los edificios caer, las paredes romperse y el humo de los escombros cubrir la calle, supieron que había sido algo más fuerte. Corrieron a ayudar a sus compañeros. El panorama no fue alentador: cinco policías heridos, Garibello, prácticamente muerto.

“Fue muy duro, nosotros pasamos más tiempo con nuestros compañeros, ellos se convierten en nuestra familia”, asegura Miguel.

Todo el escuadrón perdió más que a un amigo, a un hermano ese día. Y la relación de Ánderson y Miguel, protagonistas de ese dolor, se fortaleció más. Miguel continúa en el ESMAD, pero vive cerca de la estación de policía en la que trabaja Ánderson, por lo que se ven casi todos los días cuando él está en Bogotá.

 

Nuevo en la policía de vigilancia, para Anderson es difícil entablar nuevas amistades. Sin embargo, poco a poco va integrándose a esta que es su nueva familia. (Foto: Víctor Cocomá)
 


El perdón no se impone

Aunque no habla con rencor del ataque que sufrió en el Cauca, ni del que fue testigo en Bogotá y que lo dejó sin uno de sus mejores amigos, su voz y su relato transmiten tristeza e incomprensión. Entiende que su trabajo no es fácil. Sabe que desde que entró a hacer parte tanto del ESMAD como de la Policía de Vigilancia ponía en riesgo su integridad física. Sin embargo, le es difícil entender que otro ser humano sea capaz de atentar y acabar con la vida de otra persona. 

“Me cuesta perdonar a las personas que me hicieron esto. A veces cuando tenemos un caso en la estación que involucre a algo o a alguien que me recuerde el ataque, prefiero no ir o mantenerme muy alejado”.

No se reconoce como una víctima, ni como un victimario. Pero sí pide que entiendan que no es una mala persona por dudar al perdonar. “Soy tolimense y los tolimenses somos buena gente, pero aún no estoy listo”.

Sin uniforme, hablando con su tía, sentado en la escalera y acariciando a Dalia, una perrita schnauzer gris, Ánderson es uno más de esos jóvenes con sueños por cumplir, miedos, amigos –a los que ama como a hermanos–, y que está dispuesto a construir una sociedad mejor para él y su familia, desde donde sea que el destino le dicte que tiene que estar.

 

 

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Esta crónica hace parte del especial "La otra cara del conflicto, rostros e historias" producido por el CrossmediaLab en asocio con la Policía Metropolitana de Bogotá, a través de su Modelo de Policía para el Posconflicto, que busca contar un puñado de historias que tienen como común denominador: la vida, la reconciliación y el perdón de sus protagonistas.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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